David Herrera Serna
2020
Este libro es producto de investigación. Fue arbitrado bajo el sistema
doble ciego por expertos en el área.
Corporación Universitaria de Caribe – CECAR
Rector
Noel Morales Tuesca
Vicerrector Académico
Alfredo Flórez Gutiérrez
Vicerrector de Ciencia Tecnología e Innovación
Jhon Víctor Vidal
Directora de Investigaciones
Luty Gomezcáceres
Coordinador Editorial CECAR
Jorge Luis Barboza
editorial.cecar@cecar.edu.co
© 2020. David Herrera Serna, autor.
ISBN: 978-958-5547-49-0 (impreso)
ISBN: 978-958-5547-62-9 (digital)
DOI: 10.21892/978-958-5547-62-9
Imagen portada e interior:
Jesús Monterrroza (kappadesign@uotlook.com)
ColecciónProsa
Sincelejo, Sucre, Colombia.
Herrera Serna, David.
HAF / David Herrera Serna. – Sincelejo : Editorial CECAR, 2020.
126 páginas; 23 cm.
ISBN: 978-958-5547-49-0 (impreso)
ISBN: 978-958-5547-62-9 (digital)
1. Literatura 2. Novela 3. Drama I. Herrera Serna, David II. Título
808.82 H565h 2020
CDD 23 ed.
CEP – Corporación Universitaria del Caribe, CECAR. Biblioteca Central –
COSiCUC
Contenido
H ..........................................................13
A ...........................................................57
F ............................................................91
HAF: Una metáfora de las consecuencias
de la irracionalidad humana
Un profesor que enseña en una universidad la asignatura La
Maravillosa Historia del Mundo enfrenta la actitud indiferente,
apática, sin sentimientos de sus estudiantes, a quienes la
llamada Nueva Iglesia de la Nueva Gran Colombia ha
convertido en seres inmunes a la pasión. Se pregunta: “¿de qué
sirve enseñar la historia de un mundo que desapareció para
siempre y en el que ya nadie cree?”.
El país estaba sumido en la oscuridad no solo intelectual, sino
también física; la energía eléctrica había desaparecido. El dinero
solo servía para pagarle a las putas y otras menudencias como la
chicha con guaro, porque el Nuevo Gobierno le proporcionaba
a todos lo básico para la subsistencia. El gobierno centralizado
estaba en manos de la Nueva Iglesia: “Una Nueva Iglesia
burda, constituida por curas e inquisidores de parroquia”.
A este profesor, desengañado de la academia, en una
sociedad que había olvidado los logros de las ciencias de la
época precedente, en la que todos creen que las estrellas son
“tachuelas doradas que Dios acomoda y reacomoda a su
antojo”, en la que el tiempo parecía estar de regreso, le da por
querer cambiarlo a todo. Se embarca en una discusión sobre
el futuro del hombre y deende la conciencia del devenir que,
según él, tiene la humanidad. Cuestiona el papel de la ciencia
antes del Armagedón y le asigna gran parte de responsabilidad
por la destrucción del planeta y de la civilización. Propone
retomar la ciencia y la sabiduría, pero conduciéndola por el
camino de la moral, en abierta oposición a la Nueva Iglesia
(NI) dominante, para la que esto es imposible, ya que el único
camino es hacia el desaprendizaje y el olvido. Y se enfrenta a
ella. Y a la corrupción que sus instituciones toleran. Y al mundo
desigual en el que los más favorecidos viven en los pisos bajos
de las grandes torres y los menos en los altos, mientras en las
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HAF
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afueras de la ciudad viven seres monstruosos afectados por la
radiación de la guerra atómica. Propone recuperar lo bueno
del pasado, en lugar de creer en la ilusión de que seres del
espacio llegarán a rescatarlos.
La novela describe en detalle cómo era ese nuevo país que
sucedió a la civilización que desapareció después de la
Gran Destrucción. El amor, las diversiones, las artes, la vida
cotidiana, los libros, la comida, las bebidas, los mitos, las
creencias, las maneras de ser, los bienes que usamos, todo
esto mediante diálogos entre sus personajes, ágiles y precisos,
con dosis de humor y acotaciones conceptuales que hacen
interesante y al mismo tiempo fácil su lectura. Un lenguaje
pulcro, con destellos poéticos, a veces con expresiones duras
y bruscas, a veces inverosímiles, y un estilo impecable que
denota las muchas lecturas del autor.
La obra muestra también en ese futuro escritores que siguen
las directrices del poder y tratan de desorientar a los lectores
con “palabras que tengan el menor signicado”. Y otros que
arriesgan su tranquilidad para protestar y señalar que otro
mundo es posible. Toda una trama fantasiosa que nos hace
pensar en la sociedad contemporánea con sus falencias y
podredumbres.
Aquí cabe precisar que, para mí, una obra es de ciencia-
cción si propone una realidad diferente en la Tierra –la de
ayer o la de hoy- o en otro mundo, y tal realidad es originada
o explicada por la acción de una o varias de las ciencias,
naturales o humanas, por una ciencia inventada por el escritor
para justicarla literariamente¸ incluso sin recurrir a ciencia
alguna. El cambio en el panorama de la sociedad, en el planeta
o en el universo o en su comprensión es sustancial para denir
el género; no basta la sola aparición de tal o cual ciencia en la
argumentación y/o en la acción de los personajes. De hecho,
hay críticos que consideran que el ingrediente cientíco real
no es necesario para que una obra sea considerada de ciencia-
cción, y otros para quienes la mejor ciencia-cción se ha
escrito en contravía de la lógica del método cientíco.
David Herrera Serna
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7
En HAF, la ópera prima del profesor de CECAR David Herrera
Serna, la acción se desarrolla en un futuro posterior a una
guerra nuclear que ha borrado casi toda la civilización anterior
-la nuestra de hoy- y en el cual la sociedad humana parece
haber involucionado. Por ello, sin lugar a duda, conceptuamos
que se trata de una obra de ciencia-cción, aunque en ella
no aparezcan tecnologías nuevas ni máquinas del futuro. De
otra parte, la ciencia-cción también se ocupa del pasado, un
pasado que se ha vuelto presente en la escena y personajes
de HAF. Pero, como ocurre con la tendencia contemporánea
del género, la obra cuenta con ingredientes fantásticos, como
el del viaje del personaje hacia el mundo de los muertos y el
encuentro con sus ancestros.
El nal de la novela desconcierta un poco porque Hugo, que
así se llama el personaje central, no logra derrotar a la Nueva
Iglesia que ha usurpado el poder y ha instalado en la tierra
un oscurantismo postmoderno, sino que se ve de pronto
trasladado al pasado remoto, cuando el río Bogotá era de aguas
puras y no existía la ciudad capital de la vieja Colombia. En
lo que parece ser una metáfora que intenta mostrarnos cómo
desde que el hombre decidió romper su vínculo de unión con
la Naturaleza empezaron sus tragedias y desventuras.
Visto lo anterior, es obligado decir que nos sentimos
complacidos en saludar la aparición en nuestro medio -en
el Círculo de escritores de CECAR- de un nuevo escritor
colombiano de ciencia-cción, género que, como ya es sabido,
tiene en nuestro país pocos cultores.
Antonio Mora Vélez
Montería, marzo 3 de 2020
HAF
Nos acordamos del pescado que comíamos en Egipto de balde, de los
cohombros, y de los melones, y de los puerros, y de las cebollas, y de
los ajos. Y ahora nuestra alma se seca.
Números 11
H
I
Se sueña viajando a una altura innita, impulsado por un
viento apacible. Su vista penetra en una oscuridad sin fronteras,
donde solo el bullir inerte del viento puede oírse. Se halla en
un lugar muy lejano del Universo. Ninguna idea enturbia la
tranquilidad de aquellos mundos.
La sensación de beatitud comienza a hacerse cada vez más
tenue, más tenue cada vez, hasta que, al n, se rompe, y
despierta. Abre los ojos, le duele la cabeza, la boca le sabe
mal, todavía tiene sueño, pero sabe que ya no hay remedio: la
realidad reasume su tiranía.
¡Aca, pudiste haberme dejado dormir un poco más! ―dice,
dirigiéndose a una gura humana que está sentada en un sofá
al frente de su cama, mientras chasquea la lengua y saborea la
amargura pastosa adherida a su paladar.
―Va a llegar con media hora de retraso ―dice aquella gura
por respuesta.
―Bueno, entonces pudiste haberme despertado antes.
Se levanta y comienza a quitarse la piyama.
¿Dónde están mis cosas? ―pregunta.
―Donde siempre.
¿Qué clase tengo hoy?
Ética para la NG de la NGC, según la NI.
Se hace el nudo de la corbata, toma aire y resopla.
―Descuide, va a llegar 45 minutos tarde.
Hay algo en la voz de aquel a quien Hugo llama Aca, que
no resulta del todo humano, tal como su gura e incluso sus
movimientos revelan. Algo que denota una superioridad sobre
el animal-hombre.
16
HAF
―Dame mi sombrero, Aca, hoy parece que va a hacer uno
de esos endemoniados soles que queman la piel y producen
cáncer.
―Al contrario, en quince minutos se va a desatar un temporal,
así que dese prisa.
¡No me acoses! ¡Prepárame un café!
¿Algo más?
―Pan tostado ―dice dando el primer sorbo al café―.
Cuéntame algo interesante, Aca, amigo.
―Parece que los precios del café, los cigarrillos y el aguardiente
van a bajar esta semana ―comenta Aca, al tiempo que le alarga
un plato con tres tajadas de pan tostado.
¡No me jodas! ―Hugo se embute la primera tajada de pan.
―Es interesante ―añade Aca―, porque es la décima vez que
bajan los precios este año.
¿Y?
―Nada. No tengo nada interesante que contarle. Por favor,
profesor, salga ahora o no va a llegar a tiempo.
Aca le alcanza un maletín de cuero que se nota muy gastado
y, ya en la puerta, le entrega una gabardina azul bastante
descolorida y un paraguas que parece del siglo pasado. Caen
las primeras gotas.
¡Maldita sea! ―dice Hugo, y comienza a correr.
II
Llegó a clase 45 minutos tarde. Parece una esponja y tiene un
dedo del pie estropeado porque pateó una inmensa piedra en el
fondo de uno de esos arroyos que solían formarse en las calles.
Los estudiantes lo están esperando en sus puestos, alineados
y en silencio. La serenidad de aquellos rostros contrasta con
la expresión demoníaca de Hugo, quien, en ese momento,
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17
maldice muy dentro de sí a la NI y a todos los habitantes de la
NGC. Descarga sobre el escritorio el maletín, el sombrero y la
gabardina, se sienta delante de ellos y comienza a quitarse los
zapatos y las medias.
¿No les parece una desgracia ―comienza a decir, al tiempo
que se sacude el agua de las manos sobre los estudiantes de las
primeras las― que hayamos olvidado la técnica de manipular
la temperatura ambiente de los sitios cerrados?
Los estudiantes intercambian miradas. Unos pocos sonríen
nerviosamente. Están, como siempre, completamente descon-
certados. Hugo los mira con rabia. ¿Qué demonios son estas
criaturas? Es lo que siempre se pregunta.
¡Digan algo!
―Profesor, yo le recomendaría ―comienza a decir uno― que
cuando llueva duro se quede resguardado en su casa.
¿Sí? ¿Por qué?
―Para que no se enferme, profesor, desde luego.
―Y a ti… ―Hugo no recordaba sus nombres; al n, dijo el
primero que se le vino a la mente.― Carlos, ¿te importa
enfermarte?
¿Importarme? ¡No! Pero tampoco quiero enfermarme.
¡Vaya! Y ¿por qué no?
―Porque no quiero sentirme mal.
―Y ¿qué?
―No quiero morir.
―Pues, yo sí.
En ese momento, Hugo creyó percibir una presencia tras una
de las ventanas del salón. Pero, al darse la vuelta, no vio nada.
Quizás hubiese sido solo un ave que pasaba. Como pudo, tomó
aliento y comenzó el discurso que tenía preparado para esa
clase.
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HAF
―Hace cincuenta años hubo una enorme guerra que, con
armas terribles, destruyó todo un mundo.
¿Quién puede probar, profesor, que ese mundo existió?
interrumpió una estudiante.
―Tú… Andrea, eres la prueba. Estás hablando en español.
¿Español? Nunca había escuchado semejante palabra ―dijo
la joven que, desde luego, no se llamaba Andrea―. Yo hablo en
Neo Neo Granadino.
―No te pongas con sutilezas ―intervino el compañero de al
lado―, di Neo Gran Colombiano.
¿Neo Gran Colombiano? ―lanzó otro estudiante, con una
especie de exaltación estéril.
¿Han oído algo más provinciano? Querrás decir Novo Neo
Santafereño… ―metió la cucharada un tercero.
Esta sutil diferenciación desató entre los estudiantes un insulso
debate que parecía el ruido de una cascada al caer. Hugo se
sienta y los mira sin ninguna indulgencia. Los detesta y siente
pena por sí mismo. Su situación era peor que la de ellos, porque,
aunque ambos vivían en un mismo mundo sin esperanza, de
regreso a las más profundas tinieblas, ellos no tenían, como
él, la conciencia de que otro mundo mejor y más rico había
existido.
Cerró sus notas y dijo:
―Es todo por hoy.
III
Mira al cielo y piensa: son las cuatro. Atraviesa a pie el centro,
cruza la Nueva Avenida Nueva Caracas, o NANCA y penetra
en el barrio Nueva Santafé. Pone el pie dentro de un antro
iluminado por el fuego de unas antorchas. En las paredes,
unas cuantas sombras se agitan con el movimiento de la llama.
Una mujer rubia lo saluda desde detrás de la barra. Hugo le
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hace una seña, ella va a la trastienda y, poco después, regresa
y le pone delante una totuma llena de chicha. Hugo levanta
la totuma con ambas manos, la ofrece al aire invisible, se la
lleva a los labios y vierte en el interior de su boca el espeso
contenido. La rubia regresa a la trastienda y le trae otra totuma
llena. La mujer piensa que Hugo no pronuncia palabra, porque
no quiere que, como le sucede siempre últimamente, le salten
las lágrimas. Este levanta la nueva totuma, pero se le cae de
las manos y el líquido se riega por el suelo. La rubia lo mira
con pesar, va a la trastienda y vuelve con una totumada de
reemplazo. Él hace desaparecer el líquido amarillo y espeso al
interior de sus entrañas. Se limpia el bigote y la barba con la
manga de la chaqueta. En su rostro se lee: “este trago es una
porquería que nos va a matar, pero no importa”. No sabiendo
qué decir, la rubia, que no se sentía cómoda cuando Hugo se
quedaba mucho tiempo en silencio, comenzó a decir:
―Todo está cayendo.
¡Exacto! ―exclamó Hugo, despertando de repente―. Es lo
que trato de enseñarles. Aunque ya nada tenga sentido.
―No sé de qué hablas ―dijo ella―. Yo me reero al precio del
café, los cigarrillos y la chicha.
¿La chicha también?
―Sí, hoy solamente pagas dos nuevos pesos.
¡Pero si eso es lo mismo que pago siempre por dos totumadas
de chicha!
―Sí ―dice ella mirando hacia el charco, que todavía estaba en
el mismo lugar―, pero hoy van tres.
¿Qué importaba cuánto tuviera que pagar? ¿No estaba acaso
pensionado a los cincuenta por cuenta del Nuevo Gobierno de
la Nueva Gran Colombia? ¿No vivía en el país con la mayor
bonanza de toda la historia?
―Dame otra.
¿De verdad quieres emborracharte?
20
HAF
¡Eso quiero! ―respondió Hugo y dio una palmada sobre la
barra.
La Nueva Chicha venía mezclada con Nuevo Guaro. Por eso
emborrachaba tanto. (Valdría la pena advertir, desde este
momento, que en lo que se denominó la Nueva Gran Colombia,
bajo el inujo de la Nueva Iglesia, todo se denominaba de la
misma forma que antes, pero añadiendo el prejo Nuevo, a
veces en las formas Neo o Novo, a la vieja palabra. Solamente
en los casos más signicativos añadiremos el dicho prejo, so
pena de causar tedio en el lector). Bastaban dos totumadas
para poner a dormir a un gladiador. Hugo era muy resistente.
Quizás porque era de la generación de la Pre-Destrucción
o, como la denominaba la NI (Nueva Iglesia), Época Ante-
Armagedoniana.
La rubia sale de la barra y se acerca a Hugo, lo rodea entre sus
brazos y le da un beso en los labios. Hugo deja caer los suyos,
como si hubiera quedado fulminado por aquel abrazo.
―No te hagas el chistoso ―le dice ella.
Esta vez, de verdad, parece fulminado. La rubia lo desenlaza,
pero tiene que sujetarlo de un brazo para que no se desplome.
Está acabado. La Nueva Chicha era algo sobrehumano. En la
puerta aparece en ese momento una gura humana. La rubia
le entrega a Hugo, junto con sus pertenencias.
¿Qué haces aquí, Aca? ―pronuncia Hugo con una voz como
de caucho.
―Siempre estoy aquí.
Van en tinieblas, Hugo trepado a las espaldas de Aca, que no
necesita luz para atravesar la oscuridad.
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IV
―Buenos días. ¿Es esta la casa del zapatero Aristides Piña?
―Sí, aquí es.
El cartero recibe una moneda que Aca deja caer sobre su mano.
A la hora del café le entrega la carta a Hugo.
―Dice que es para Aristides Piña.
―Es para usted, profesor, créame.
―No puedo creer, Aca, que ahora también en la academia
se haya impuesto el Relativismo de los Nombres. Voy a
comprarme un revólver.
¿Qué dice la carta, profesor?
Hugo la lee y después de pasar por el asombro, el coraje, la ira,
el desprecio, dice con un tono aparentemente calmo:
―Me censuran.
¿Cómo así? ¿Qué dice la carta?
―Dice que no puedo seguir dictando La Maravillosa Historia
del Mundo.
¡Su curso preferido!
¿Por qué no me mandan más bien un sicario y me callan la
boca para siempre? Esto es aún más cruel.
―Tendremos que apelar.
―No; eso es lo que ellos quieren. Quieren envolverme en pleitos
y alegatos y verme enloquecer. No, Aca. De todas formas, ese
curso no tenía sentido. Nadie se interesa por el fantasma del
mundo. Solo una cosa me consuela: que ya no tengo que salir
de casa los martes. ¿Qué día es hoy, Aca?
―Hoy es martes, profesor.
―Ah, ¡qué bueno! Entonces ponme a dormir.
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HAF
Y helo otra vez allí, remontado en las alturas etéreas, sumido
en la innitud del ser. Danzando en el vientre del mundo.
Dicha sin nombre, sin forma, sin tiempo.
V
―Querido Aca ¿no te parece desgarrador el ocaso de la
civilización?
―Es desgarrador.
―No puedo ver esta ciudad, lo que fue, muriendo cada día.
―Tenga cuidado, profesor.
Aca le pone una mano en el pecho. Uno de los pies de Hugo
pende en el vacío de un cráter abierto en el pavimento.
―Gracias, Aca.
¿Qué me estaba diciendo, profesor?
―Lo olvidé. ¡Mira nada más la la que hay para entrar al
mercado! No creo que termine hoy. Mejor devolvámonos.
De regreso a casa, Hugo estuvo varias veces por caer en los
abismos que se iban abriendo, día a día, en el pavimento. Al
pasar frente a un rascacielos, cayó ante sus pies, desde un piso
elevadísimo, una pesada losa. Ninguno de los dos se inmutó.
―Es la tercera vez que nos pasa, Aca. ¿Por qué tendremos tan
mala suerte?
―No desespere, profesor, quizás será la próxima.
Es tarde cuando regresan a casa. Aca enciende una antorcha y
se la entrega a Hugo.
―Voy a dormir temprano. Hoy no quiero que me ayudes.
Voy a intentar recordar. Hay algo que tengo que aclarar en mi
mente.
¿Puedo ayudarlo a pensar?
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―No, Aca; es algo que pasó entre el monstruo de Marina y yo,
lejos de tus ojos.
―No se obsesione con ello, profesor. Si necesita algo, pégueme
un grito.
―Bueno, Aca. Ahorra energía. Mañana pensaremos en algo
para hacer.
Veinte minutos más tarde, Aca subió y apagó la antorcha, que
acababa de caer al suelo y comenzaba a quemar algunas hebras
del cobertor de la cama en la que yacía Hugo. Temporalmente,
había muerto para el mundo real.
Estaba en el mismo lugar, pero en otro tiempo: en ese mara-
villoso tiempo que se llamó futuro. “Tengo todo arreglado”,
pensaba por las tardes, sentado frente a la ventana, viendo
pasar las nubes ante sus ojos. Su mente vivía absorbida por
mil compromisos, además del matrimonio. Todo esto le impe-
día estar a solas consigo mismo y, por tanto, sentirse triste. El
hombre concibe la tristeza en soledad. Como es natural en los
hombres que viven absorbidos por el mundo, la mayor parte
de sus preocupaciones eran banales o inexistentes: llegar tarde
a una cena, una reunión de trabajo demasiado larga, un pro-
blema con el tráco, un pequeño malentendido con Marina.
Cuando hacía el recuento de los bienes conque la fortuna lo
había favorecido, sus ojos se tornaban hacia Marina y pensaba:
no me falta nada.
Estaban desnudos en el baño.
Hugolo, vamos a llegar tarde por tu culpa.
¿Por la mía? Pensé que eras tú la que quería.
―Yo sí ¿tú no?
―Sí, también.
Se miran a los ojos con un dejo lejano de rencor. Sin embargo,
Marina cede, se ablanda y le regala una sonrisa. ¿Qué clase
de sonrisa? Una sonrisa que a Hugo nunca le gustó, pero que
llegó a amar. “Marina es otra”, piensa sentado en la cama,
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HAF
viéndola arreglarse para salir. “Su cuerpo es otro. No es ya el
de la mujer de 17 años con la que me casé. Me casé por su
belleza, ebrio, sin juicio. Y no puedo decir que haya perdido la
belleza; pero, al verla, concibo el momento en que la perderá.
¿Dejaré, entonces, de amarla? Puedo jurarme que no. La amo
y amo amarla”.
―Estoy lista.
―¡Te ves esplendida, amor mío!
Marina le regala otra de aquellas sonrisas. Hugo se viste,
mientras Marina le da órdenes a una gura que parece humana
en todo y hasta en los movimientos, pero de menor estatura
que Aca.
¡Hugo, quítate todo otra vez y yo te digo qué te pones! ―le
indica Marina al ver cuán desastrosamente va vestido.
Es dulce obedecer a esa persona que se interesa tan desintere-
sadamente por ti. Volvió a vestirse con lo que Marina le señaló.
―Josena, ayude a peinar a Hugo y no se olvide de la barba.
La gura con forma humana se acerca a Hugo y cumple las
órdenes de Marina.
¿Hugo, ¿dónde está Aca?
―No sé.
¿Sabes si tiene lista la cabina?
―Está en eso.
¿Cómo lo sabes?
Antes de salir, Hugo se mira de cuerpo entero en el espejo y se
dice a sí mismo: “Tendrán que esperarme o darle el premio a
otro”.
David Herrera Serna
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VII
En esta ocasión el sobre decía: Para el albañil Gregorio Arce.
¿Quieres leerla tú, Aca?
―Con gusto. Dice así: Nova Bogotá, Nueva Gran Colombia,
nuevo diez de nuevo marzo de nuevo año 40.
―Lo que quiero es que la leas en voz baja.
Aca procede a hacerlo. Hugo está fumando. Segundos después,
Aca retoma la palabra.
―Dice que…
―No me interesa lo que dice.
―Le compete, profesor.
―Sí, ya lo sé. Esta mañana vino Melquisedec Costa a mi
ocina. Estuvo hablando un buen rato. Es la peor sabandija
que he conocido.
Profesor Hugo de la Vaca ―comenzó por cambiarme el
apellido.
No es de la Vaca, es de la Vega.
¡Ay, perdone usted la indelicadeza! Puede ponerme el nombre que
quiera, verá que yo no me molesto.
¿Y si le pongo a usted “profesor Pedazo de Estiércol”?
Celebraría su sentido del humor, profesor de la Vega; tan renado
usted. Yo lo sigo diciendo, una de nuestras mejores cabezas.
¡Qué bueno que logró controlarse delante de semejante…
¿Dices controlarme, Aca? No. El profesor Pedazo de
Estiércol, no quería dejarme tranquilo. Me pidió permiso para
sentarse. Toda aquella conversación la habíamos sostenido
en la puerta. Le manifesté el desagrado que su presencia me
causaba, pero él insistió de la forma más delicada posible, así
que me vi obligado a aceptar.
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HAF
Me congratula enormemente saber ―continuo el desgraciado
que sus cursos son los más frecuentados de la facultad. ¿Cómo lo
logra? No nos interesa, no queremos saberlo ni investigarlo, porque
no queremos que piense que no conamos en su juicio.
― Vaya al grano Melquisedec, me tiene harto con…
―Me dicen que el foro está siempre lleno, incluso las veces que usted
no se presenta. Dicen que incluso su ausencia tiene algo que los atrae.
―Mire, por que no venga nadie a escucharme. Los alumnos de
esta universidad son unos tarados.
―Usted puede decir eso con toda libertad, profesor. Está en todo su
derecho.
¿No es un tipo irritante, Aca?
―Sí que lo es.
Profesor ―siguió el muy descarado.
Dígame Hugo, o Pedro, o como usted rayos quiera, pero vaya al
grano.
La libertad de cátedra es un principio inaliena…inaliena…
¡Vamos, hombre, tengo cosas que hacer!
Inaliena…be de la Nueva Universidad y de la Nueva Iglesia.
¿Y qué hay de nuevo en todo eso?
Nada.
¿Entonces? ¿Qué hace acá?
Vine a verlo.
―Y se me queda mirando un buen rato con una sonrisa
patética. Venir a verme a mí y quedárseme mirando con esa
sonrisa idiota. Me puse de pie y me disponía a largarme, pero
el tipo me tomó del hombro. Fue allí cuando le puse una mano
en el rostro y lo empujé contra la mesa.
¡No me toque, maldita sanguijuela!
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¿Y cómo reaccionó el señor PDE?
―¡Empezó a jugar conmigo como si fuéramos niños!
¡Largo de aquí! ―le dije a grito herido― ¡Lo voy a matar!
―Estas palabras lo pusieron frío y me pidió disculpas por sus
excesos.
Profesor de la Vega, lamento haberlo irritado. Estoy muerto de la
vergüenza. Solamente venía a comunicarle que el Nuevo Consejo
de la Nueva Universidad se ha reunido con los representantes de la
Nueva Iglesia y han tomado la decisión de restituirlo a usted en la
cátedra de La Maravillosa Historia del Mundo.
VIII
¡Con lo que me importa a mí ahora ese curso y todos los
otros! ¡Un cuerno! ¡No sé qué hago todavía en esa Nueva
Maldita Universidad! Aca, mejor ayúdame a pensar la forma
más suave de morir.
Aca escuchaba, pero no respondía. Sabía perfectamente cuándo
había que dejarlo hablar.
¿De qué sirve enseñar la historia de un mundo que
desapareció para siempre y en el que ya nadie cree? La última
clase de Nueva Historia de la Nueva Poesía fue fatal.
―Profesor, yo creo que la poesía es todo y es nada.
―Muy bien, Andrea. Ahora déjame seguir contándoles sobre José
Asunción. La mayor parte de su obra se perdió… ¿Tú también
quieres decir algo, Juan?
―Profesor, yo creo que los comerciales de la NI son tan poéticos como
José Asunción.
―Vaya, Juan, esa es una observación brillante.
―¡Gracias!
―Si vieras, Aca, la cara que ponen cuando les sigo la corriente.
¡Son repugnantes! Están completamente impedidos para
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HAF
aprender nada. Esos desgraciados los han inmunizado contra
la pasión. No sé qué hacer.
―Por ahora, tómese el café.
Hugo se ve todas las mañanas como las personas que tienen
sueños pesados.
―No sé por qué me acosas, Aca, si hoy es sábado. ¿Recuerdas
que los sábados no trabajo?
―Lo recuerdo. Pero hoy es viernes. Ya debería estar en clase.
Hugo continúa con parsimonia tomando su desayuno.
―Dame más café.
―No hay más.
―Entonces vamos a conseguirlo.
¿Y la universidad?
―Diré que estaba consiguiendo café.
IX
Salen.
Aca lleva una bolsa de tela para el mercado. Como Hugo hace
días se había estropeado el dedo del pie, se ayudaba para
andar de un bastón que le servía, además, para sondear la
profundidad de los charcos. En los pasos intransitables, cuando
debían atravesar el Nuevo Río Vicachá, Aca empleaba su fuerza
sobrehumana para ir a dar, el uno agarrado del otro, de un
salto hasta la otra orilla. El centro era la parte más oscura de la
ciudad. La luz del cielo no alcanzaba a penetrarlo, pues estaba
amurallado por 25 torres de 150 pisos que se alzaban entre
el Palacio de Nariño, llamado en aquel entonces Nueva Casa
del Nuevo Gobierno de la Nueva Gran Colombia y El Nuevo
Museo Nacional. La Nueva Plaza de Bolívar permanecía día
y noche en tinieblas, y solamente durante unas cuantas horas
se encendían en ella algunas antorchas. La gente tropezaba
David Herrera Serna
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habitualmente entre sí. Tenían que guiarse entre todos, como
ciegos. “¿Hacia dónde, hermano?” “A la derecha”. Los días
de mercado eran los únicos en que Hugo y Aca se metían en
semejante inerno.
Hay algo extraño en el ritual del Mercado y es, simplemente,
que el vendedor no recibe nada a cambio de sus productos. El
Gobierno de la NGC tiene el monopolio de todo, absolutamente
todo. Es el papá de todos. Ni siquiera se necesitaba una
boleta. Nada. Uno simplemente iba al mercado, pedía lo que
necesitaba, lo recibía y se retiraba con lo suyo como bien podía.
Con la Gran Destrucción, el país había perdido a todos sus
acreedores, a los que debía esta vida y la otra. Liberado de todas
las deudas y con una producción que superaba enormemente
la demanda interna, fue fácil vivir un par de décadas en una
abundancia inaudita.
Ese día consiguieron lo que buscaban.
Hugo quiso pasar un rato a ver a la rubia. Aca esperaba
afuera sentado en una banca. Hugo entró, se tomó una o dos
totumadas de chicha con guaro y se fue a la trastienda con ella.
Solamente para el comercio con las prostitutas o con los
expendedores de drogas y otras cosas que estaban prohibidas,
pero que no eran ni perseguidas ni castigadas por el NG de la
NGC, se utilizaba el dinero; un dinero sin valor alguno. Las
prostitutas no se prostituían por hambre (nadie la tenía), sino,
sencillamente, porque sí; pero, para que fuera una verdadera
prostituta, tenía que existir, al menos ngido, algo de ambición,
de crueldad, de rapacidad. Al nal del acto, la mujer o el
expendedor le devolvían el dinero al cliente. Con este tipo de
prácticas se pretendía mantener viva en los hombres la idea de
pecado.
¿Por qué la NI no enseña otras cosas? ¿Cosas inofensivas,
pero coherentes? pensaba en voz alta esa tarde Hugo, a la
luz de unas velas, desnudo en la cama de la rubia.
―No entiendo.
30
HAF
¿Te has preguntado para qué esto de los billetes?
―Claro. Es un juego. Se supone que es más divertido si yo
te quiero quitar algo muy precioso a cambio de sexo. Eso tan
valioso está representado en estos “billetes”. Porque continuó
ella dubitativa no sé qué puedo desear que sea tuyo y yo no
pueda obtener pidiéndolo en las ocinas de la NGC.
―Mi vida, podrías quitarme la vida ―le dijo Hugo.
―Y ¿qué haría con tu vida? inquirió la rubia. En mi casa
tengo como veinte sirvientes que me han dejado mis veinte
difuntos maridos.
―Pero bueno ¿por qué lo hacemos en secreto y después
tenemos remordimiento?
―Porque está prohibido. El remordimiento es lo natural
después del delito.
X
Afuera hay una marcha. Gente con pancartas, tambores y otros
instrumentos primitivos van haciendo un desle grotesco y sin
sentido. En la NGC no había por qué protestar.
―Cada tres días están haciendo marchas, Aca. ¿Puedes
entenderlo?
Hugo está sentado en la barra de la cocina, donde toma siempre
el desayuno. Tiene mala pinta esa mañana.
¿Sabes qué significa que cada tres días estén protestando
esos bastardos? ¡Tres días de mierda! gruñe, mientras devora
una tostada con mermelada. ¡Qué se vayan todos al carajo!
Dame más café.
Desde el momento en que la energía eléctrica desapareció,
solamente los edicios de hasta diez pisos eran habitables. Las
grandes torres que se construyeron durante los años futuristas
de Bogotá se habían convertido en monstruosos monumentos
a la Nada. Como si el hombre se hubiera armado de su barbarie
David Herrera Serna
31
contra los cielos. Hugo vivía en el quinto piso de una torre de
quince y cada tres días tenía que soportar el escándalo de la
gente marchando a favor del NG de la NGC.
Más arriba del décimo piso habitaba la gente menos ordenada,
los decadentes, por así decirlo. Se creía que los pisos más altos
de los rascacielos estaban habitados, que eran otra ciudad;
pero nadie, que Hugo supiera, podía decir haberlo visto. Los
días que había marchas Hugo estaba particularmente irritable.
¿Sabes qué voy a hacer? Voy a decir que las marchas me
enferman los nervios.
―Es una magníca idea, profesor. Así, esos días no tendrá que
salir de casa y se verá obligado a cancelar las clases.
―Pásame un cigarrillo. Estoy a punto de enloquecer con este
ruido.
Aca hace una especie de pase mágico y entre sus dedos, en
todo semejantes a unos dedos humanos, aparece un cigarrillo
encendido. Hugo lo toma, se lo lleva a la boca y aspira
profundamente.
―No te he contado lo que pasó hace unos días en la universidad
dice, dejando escapar una inmensa bocanada.
¿Me lo quiere contar ahora?
―Sí. Aunque no sé si sea capaz.
―Soy todo oídos.
―Verás. Iba saliendo de clase. Había terminado un poco antes
de la hora, porque ya estaba harto de soportar a aquellas
liendres. En una esquina vi a Melquisedec hablando con otros
tres profesores, cuyos nombres preero ignorar. Para evitar
el encuentro con ellos, la única opción que tenía era atravesar
el campo de fútbol. Sin embargo, esto no iba a ser tan fácil,
porque en ese momento estaban jugando uno de esos partidos
sin goles, sin emoción y sin sentido, pero en los que hay tanto
contacto y brutalidad.
32
HAF
―Imagino que fue para usted toda una proeza cruzar y salir
indemne.
¿Dices para mí, querido Aca? Para ellos, querrás decir, y no
todos salieron indemnes dijo Hugo golpeando el suelo con
el pesado bastón. El caso es siguió hablando que mejor
hubiera sido encontrarme con Costa y los otros tres.
―No me diga que…
―Sí, Aca. Al otro lado, en las graderías, estaba Marina con
Edipo Montaña. Dos de los quince feos hijos de Edipo juegan
fútbol.
Hola Hugo, me da gusto que intentes mantenerte en forma.
―Me dijo Marina. ¿No te parece el colmo de la bajeza cambiar
incluso de sentido del humor?
―Lo es, profesor. Sin duda.
―Es otra persona, Aca. También le ha dado por imitar el tono
empalagoso de hablar de Edipo. Tiene otro corte y ahora se
viste con el mismo desaliño que Edipo.
¿Cómo era su mirada, profesor?
―La de ella era una mirada fría; la de Edipo, una mirada cruel;
la mía, una mirada iracunda. Me les acerqué y le clavé el ojo a
Montaña.
¿Se dijeron algo, profesor? ¿Pasó algo?
¿Algo, dices, Aca? Lo cogí a bastonazos en ese mismo lugar.
¿Y cómo reaccionó él?
―Con muchos lamentos. Tuvieron que socorrerlo y sacarlo de
la cancha en camilla.
¿Y Marina?
―Marina ni siquiera me miró. Se fue toda premurosa a consolar
a su amante.
David Herrera Serna
33
XI
―Hoy tengo ganas de cambiar, Aca.
¿Cambiar qué?
―Todo.
¡Vaya! ¿Qué tal si empezamos por lo más pequeño? ¿No le
gustaría un traje nuevo?
―No, Aca. El que tengo todavía me sirve. De hecho, quería
pedirte que, cuando me muera, me entierres con este mismo
traje.
―Ya esto se encuentra entre sus otras disposiciones fúnebres.
La memoria de Aca le permitía registrar todo lo que Hugo le
pedía, para que después no se le olvidara.
―Quiero cambiar de antro, Aca.
¿Por una razón en particular?
―Sí. Estoy cansado de la rubia. Quiero probar otras mujeres.
Sé que en el bar de al lado contrataron una nueva mesera.
¿Quién te lo dijo, Aca?
―Nadie, lo escuché afuera, mientras lo esperaba a usted.
―Pero no. Juré por lo más sagrado que no volvería a pisar ese
condenado antro.
―Ya que juró no volver. Pero eso fue por aquel malentendido
con la pelirroja.
―Así fue, qué bueno que lo recuerdes. Entonces, vamos.
¿De verdad no quiere que vayamos a comprar un traje
nuevo? Todavía es temprano.
―No, Aca. Pero, si todavía es temprano, hagamos otra cosa,
algo que nos ayude a matar el tiempo.
¿Quiere que le lea o que le cuente algo?
34
HAF
No, gracias.
¿Música?
―No.
Aca se lleva la mano al mentón y se queda serio mirando hacia
el techo.
¿Sabes qué quiero?
―No, no lo sé.
―Quiero que apostemos, Aca.
―De acuerdo. ¿Qué apostamos?
―Cigarrillos.
―Muy bien. ¿Qué juego preere?
Hugo va hasta la sala y extrae de una caja de madera, tallada
rústicamente, una moneda que debía tener al menos trescientos
años, pues era de las que tenían cara y sello. Las monedas
en la absurda época de la NGC tenían la misma gura por
ambos lados. Hugo y Aca pasaron mañana, mediodía y tarde
apostando cigarrillos a cara y sello.
―Bueno, Aca, está visto que tienes mejor fortuna que yo.
―El azar es incuestionable, profesor. Pero no es fortuna ganar
lo que no se podrá usar.
―Tienes, razón. ¡Vámonos ya!
Se disponen a salir.
―Los manifestantes siguen en la calle dice Acá alargándole
el sombrero y la gabardina.
―Ya lo responde Hugo golpeando el suelo con el pesado
bastón.
Salen.
David Herrera Serna
35
XII
¡Aca, la pelirroja es la misma!
―Lo es profesor, eso estoy viendo.
―Entonces...
―Entonces, el tipo al que le escuché el rumor de que habían
cambiado de mujer estaba engañando al otro, o, quizás, a sí
mismo.
¡Esto está muy mal, Aca!
¿Qué, profesor?
―Ella viene hacia acá.
La pelirroja era una mujer voluminosa, con la piel rosada, llena
de tatuajes de ores. Por eso algunos la llamaban Flor.
―Hola Hugo. ¿Qué haces acá, habiendo jurado no volver?
―Me dijeron, por error, que había una nueva mesera.
―Y es así ―respondió Flor mirándolo desaante―. Soy yo.
―No, querida ―dijo Hugo, a su vez, sin titubear―. A no
me engañas. Tú eres la misma.
―Ya no. Soy una Nueva Flor.
―No sé. ―Hugo chasquea los dedos y Aca hace un pase
mágico y le pone un cigarrillo encendido en la boca.
¿Qué no sabes? ―pregunta ella.
―No sé qué me desagrada más: que seas la misma o que seas
una Nueva.
El Nuevo Barrio Nueva Santafé era el más peligroso de la Neo
Santafé.
¿Vas a entrar? ―le pregunta la mujer perdiendo la paciencia.
―Bueno. Espérame adentro.
La pelirroja se va adentro y Hugo se acerca a Aca y le dice:
36
HAF
―Voy a entrar. ¡Qué demonios!
Para aquel año, el número 20 después de la Gran Destrucción,
la ciudad se había quedado fría. El tiempo se había dislocado
y había comenzado a marchar para atrás. Todo era igual, como
hecho en serie. En realidad, se había ido deshaciendo en serie.
Los lugares donde se expendía chicha con guaro eran todos
exactamente iguales: unas tabernuchas hediondas.
¿Ya me perdonaste, querido Hugo?
¿Cómo? ¿Perdón? ¿Quién me habla? A usted no la conozco,
Nueva Flor.
La pelirroja hace un mohín que Hugo reconoce, no sin
repugnancia.
¿Te vas a quedar analizándome el rostro o me vas a poner
una chicha?
La mujer corre a la trastienda. Hugo le grita desde la barra.
¡Trae dos, por amor de Silva!
Cuando la mujer vuelve, Hugo apura una totumada de un solo
trago y empuja con un dedo la otra hacia donde está Flor. Ella
la alza y la apura de un trago sin mostrar repugnancia.
¡Sí que has cambiado! ―dice Hugo―. Estás completamente
alcoholizada. ¿Acaso ya te dejó el “cara de roweiler”? ¿Por
qué me miras así? Te dejó ¿no es cierto? Y ¿qué más? ¿Te robó?
¡Culpa tuya! Pero, ahora que eres una Nueva, ve y pídele a la
maldita Nueva Iglesia que te de lo que te quitaron.
Guardaron silencio por unos instantes. Parecía como si la
mujer se fuera a poner a llorar. Al menos, eso temió Hugo, por
lo que cambió súbitamente de tono.
―Ve, mujer, ve a traer otras dos totumadas, esta noche me vas
a dar cuenta de todo.
Aca lanzaba de vez en cuando una mirada al interior de la
taberna para cerciorarse de que Hugo estuviera bien. Afuera
hacía un frío atenazador, pero Aca era increíblemente resistente
David Herrera Serna
37
al frío de la sabana. Hugo, en cambio, no lo era tanto a la chicha
con guaro. Después de apurar la segunda totumada comenzó
a tambalearse en su banco. Aca estaba pendiente de él desde
la puerta.
Me contaron ―comenzó a decir la mujer, mirando a Hugo
con aire de quererse desquitar― que le pediste matrimonio a
la pelinegra de al lado.
Al oír esto, Hugo se sobresaltó.
¿Que yo qué? ¡No conozco a la tal pelinegra!
―La de al lado, querido Hugo, no tiembles. Eres un idiota.
―Al lado hay una rubia. Si te reeres a ella, bestia enloquecida
por la NI, que cambias los nombres de las cosas a tu estúpido
antojo, pues sí, a la rubia fue a la que le pedí matrimonio. Y
¿qué? ¿Acaso no puedo pedirle matrimonio a cuanta mujer me
preste su cuerpo para montarlo?
Un tipo que estaba cerca y había escuchado en silencio toda la
conversación, intervino en este momento.
¡Oiga, amigo! ―le dijo a Hugo―. No le parece que está
hablando demasiado bajo. ¿Puede gritar un poco más?
¿Qué? No, no puedo ―respondió Hugo irritado y asqueado
al mismo tiempo.
Luego le dijo con rabia:
―Pedazo de mierda. Estúpido sin cerebro.
El tipo se hizo crujir los dedos de las manos. Este sonido puso
alerta a Aca, que estaba sentado afuera, pero pendiente de lo
de adentro. Sin embargo, en lugar de agredir a Hugo, el tipo le
pidió disculpas y volvió a su asiento.
¿Es tu nuevo amante, ¿eh? ―le preguntó Hugo, suspicaz, ya
ebrio, a la pelirroja.
―Sí, y es más hombre que tú.
―Bueno ―dijo él―. Veamos qué pasa si le doy con esta cosa.
38
HAF
Y, pasando del dicho al hecho, Hugo alza el bastón y le lanza al
tipo un golpe ciego, acertándole con tanta fuerza en la espalda,
que aquel desprevenido fue a dar contra la pared; de rebote,
hizo tambalear una repisa donde había una lámpara de petróleo
encendida, que cayó sobre su cabeza y lo convirtió en una bola
de fuego. Sin importarle nada, Hugo va tambaleándose hacia
la salida. Afuera hay una multitud agolpada, como cuando
algo importante o trágico sucede.
¿Qué es, Aca?
―Un VHD
¡Qué horror! ¡Vámonos!
XIII
Los VHD eran personas contaminadas de radiación. Los había
de distintos tipos, dependiendo de la generación a la que
pertenecieran, a partir de la Gran Destrucción. Los primeros
eran los que habían recibido la radiación directamente,
después venían dos generaciones más. La primera generación
había presentado raras enfermedades y mutaciones en la piel
y en los miembros. La segunda, nació con serias mutaciones
y deformaciones infernales. La tercera, estaba sufriendo una
mortandad alarmante. Los VHD, desde la segunda generación,
nacían sin alma. A los de la primera se les había debilitado y
muerto. Por eso a los VHD los usaban para mantener el país
en pie. Ellos trabajaban en los pocos trabajos que entonces
existían. Cultivaban el campo, fabricaban textiles, calzado, etc.
¿Te das cuenta del peligro en que estamos todos, Aca, con
los VHD? Dicen que son más venenosos que las ranas. ¿Por
qué entonces, me pregunto yo, manipulan los alimentos que
consume la gente?
―No creo nada de lo que dicen de los VHD. Nunca había visto
uno y el que vimos ayer me parece tan humano como el que
más.
―A mí, la verdad, me pareció bastante feo. ¿Cara o sello?
David Herrera Serna
39
―Cara.
¡Maldita sea mi suerte Aca! ¡Estoy salado!
―Al menos no es un VHD.
VHD eran las siglas de Verdaderos Hijos de Dios. El término
había sido elegido por los sabios de la NI, o sea, la Nueva
Iglesia. La Nueva Iglesia era la que gobernaba todo. Detrás del
poder del NG de la NGC estaba el hombre más importante del
mundo: el Nuevo Papa. La NI se había alzado con el poder
absoluto en momentos tremendos para los sobrevivientes de
la humanidad. Todo gracias a un principio absurdo y ridículo:
el poder divino había intervenido, esto era algo evidente. Dios
había borrado para siempre el legado de Oriente y Occidente.
Lo único que quedaba del mundo eran las zonas periféricas,
en términos económicos, políticos y culturales. El Señor había
salvado a su rebaño de pobres. La Nueva Iglesia, simbolizando
la resurrección del profeta, salía de la tumba y se alzaba con
un poder renovado. Una Nueva Iglesia, burda, constituida por
curas de iglesia e inquisidores de parroquia.
―Déjeme que lance la moneda.
―Bueno, Aca, elijo cara.
―Lo siento, profesor. Me debe un cigarrillo.
Hugo busca en sus bolsillos, pero no encuentra ni uno solo.
―Estoy en bancarrota, Aca. Prestame una docena de cigarrillos
y cuando me recupere te los pagó.
―Está bien. Pero, dejemos ya de jugar.
―Buena idea. Dame mis cosas y manda un mensaje a la
universidad; diles que voy para allá.
40
HAF
XIV
―No sabe cuánto lamento, profesor, que sus nervios se encuentren…
débiles.
―Nada de ceremonias, Costa. Si vine fue porque quería decirle cara
a cara cuánto lo desprecio a usted y a todos los académicos de esta
universidad de pacotilla.
―Y hace bien, profesor. Las cosas se dicen cara a cara; así se conrma
que un hombre tiene honor.
―¿Qué sabe usted de honor, Costa? Usted es una sanguijuela.
―El símil es original y gracioso y dice la verdad. Soy una sanguijuela
sin honor. No sé lo que este signique.
¿Qué se proponen con todo esto? ¿Ah? ¡Dígamelo!
Tomé a Melquisedec Costa por la solapa y lo arrojé lejos
de mí. El profesor Costa se mostraba avergonzado, como si
realmente hubiera merecido aquel trato.
―Disculpe usted, profesor de la Vaca… digo de la Virgen…
―En ese momento tenía alzado el bastón y seguro lo hubiera
descargado sobre Melquisedec Costa, si este no hubiera abierto
allí mismo la boca.
―Está bien, profesor, ya que quiere saber por qué hacemos lo que
hacemos, se lo diré.
¡Hable, maldito, lo escucho!
Como pronto comprendí, el profesor Costa comenzó a dar
rodeos y a salirse por la tangente. Por ello tuve que alzarme y
blandir otra vez en el aire el pesado bastón.
David Herrera Serna
41
¡Quiero que me diga por qué quieren aniquilar de la memoria de los
hombres la historia de la civilización!
―Cumpliré su deseo, profesor. Le parecerá increíble que, en solo
dos generaciones, hasta el conocimiento más simple descubierto
por la ciencia y el ingenio del hombre se haya olvidado de las
conciencias que sobrevivieron al Armagedón. Pero, tenga en cuenta
que la población que sobrevivió fue la menos desarrollada (su misma
ineptitud e incompetencia, fue lo que la salvó). Estos eran territorios
colonizados, primero, por las armas; después, por el dinero; y, al
nal, por la tecnología. En cinco años, todos los inventos esenciales
para la vida de un hombre del año anterior a la Guerra Denitiva
quedaron obsoletos y nadie pudo volver a utilizarlos. Como todo el
saber condensado en la red reposaba lejos de nuestras manos, cuando
todo desapareció, desapareció incluso esto: toda la información y todo
el conocimiento acumulado por más de diez mil años se convirtió,
en un abrir y cerrar de ojos, en humo. Lo que nosotros teníamos, lo
que sobrevivió con nosotros, es la punta de la cola de una serpiente
que desapareció para siempre. Somos un miembro amputado que no
tiene ninguna autonomía y está destinado a pudrirse. Es lo que ha
venido sucediendo. Lo que inevitablemente va a suceder. Usted culpa
a la NI de que ese miembro no cobre vida y autonomía y después se
convierta en un cuerpo robusto y sano. Pero no será así, el destino
de la nueva humanidad es otro. Esta nueva humanidad tomará otro
rumbo, aunque usted no lo quiera, profesor. ¿Quién sabe? Quizás
siga el camino contrario al que usted desearía.
―Tendrías que ver la cara con la que decía todo esto, querido
Aca. Es un sujeto nauseabundo.
―Supongo que al nal la emprendió contra él a garrotazos.
―Ganas no me faltaron, créeme. Pero quise hacerle antes una
pregunta.
―Dígame, Costa ¿por qué tenemos que aprender, aceptar y enseñar
los disparates que promulga la NI?
42
HAF
―Usted no los tiene que aceptar.
―Pero los viven machacando. Cada tres días tengo que recluirme en
el baño de mi casa para no escucharlos.
―Nadie está forzado a creer en la NI y, aun así, la gente cree.
―Están siendo manipulados.
―No hay uso alguno de la fuerza.
―Hay un tipo de coerción, Costa, cuando ustedes deciden qué se lee
y qué no, qué se escucha y qué no.
―No es así, profesor. Usted tiene el derecho de hacer lo mismo y
andar por ahí, si quiere, predicando lo que considere más justo.
―A mí nadie me escucha, porque ustedes no lo permiten.
―Claro que lo permitimos. Nadie va a decirle a nadie que no hay
motivos para escucharlo a usted. Su lucha, profesor, es tan vana. Yo no
veo el objetivo. Parece que creyera que la destrucción de la civilización
fue un sueño. ¿Quiere ir usted mismo a constatarlo? Pronto será
posible visitar las zonas afectadas y lo verá. Pero ¿quiere que le diga
un secreto? Todos creen ahora que las estrellas son tachuelas doradas
que Dios acomoda y reacomoda a su antojo.
¿Y a mí qué?
―Usted me entiende, profesor. ¿Cree que la astronomía es un
conocimiento importante para la mayoría de estas personas? Recuerde
que no navegamos, que la navegación es un arte olvidada. Que no
viajamos. Que todos vivimos en el mismo territorio sin desplazarnos.
Ninguno de los sobrevivientes va a ir a constatar si las estrellas son
lo que les decimos o son otra cosa. Su mente no lo comprendería y, sin
herramientas para contemplar el cielo, ¿cuánto cree que tardaríamos
en redescubrir sus leyes? Estas leyes están en los libros, es cierto.
Todavía corren por ahí libros. ¿Y eso qué? No tiene ninguna
repercusión. Nadie los lee, porque nadie tiene curiosidad. Les damos
todo lo que quieren y dejan de andarse preguntando por lo del cielo y
la tierra, como aquel loco de Sócrates.
David Herrera Serna
43
Dígame para qué le sirven, por ejemplo, las matemáticas y la
geometría a un hombre al que la bondad del clima le permite vivir al
aire libre, no necesita cazar, no tiene que comerciar y no viaja. Sin
la necesidad no existe la inventiva, profesor. La humanidad pasada
tomó aquel camino porque, en su estado más primitivo, los hombres
estaban llenos de necesidades y más desnudos que cualquier otro
animal. Ese fue el fundamento de la ciencia. Hasta que se le salió de
las manos y comenzó a ser alimentada con el fuego de las pasiones. La
Nueva Humanidad no está en su estado más primitivo de desarrollo.
No tenemos las necesidades que tenían los hombres veinte mil años
atrás. Las condiciones son distintas. ¿Por qué, entonces, la historia se
debería desarrollar como si estas fueran las mismas? La inteligencia,
la inventiva, la ciencia no son las únicas facultades del hombre. Ya
antes, muchos siglos atrás, la espiritualidad era, incluso, algo más
importante. Aunque las necesidades básicas que ayudaba a suplir
la ciencia hayan desaparecido, las necesidades del espíritu siguen
vivas. Fíjese, cuántos siglos queriendo condicionar al hombre para
que olvidara a Dios y para que abandonara el fanatismo, para hacerlo
pensar correctamente, como un hombre de la era cientíca, y ¡mire!
Bastaron cuarenta años para que regresara a los viejos temores, para
que estos volvieran a poseerlo.
―Es por la ignorancia.
―La ignorancia es inevitable ahora.
¿Sabes, Aca, por qué no lo molí a garrotazos?
¿Por qué?
―Porque se escabulló como una sanguijuela.
XV
Los días que Hugo se levantaba con una cara peor que la de
costumbre, Aca sabía que había estado soñando con Marina, la
exesposa. Generalmente tales mañanas Hugo tardaba en abrir
la boca.
44
HAF
―Aca, estoy enfermo.
―No me diga. ¿Le duele algo?
―La cabeza, para variar. Pero no lo digo por eso. Estoy enfermo
porque en mis sueños soy otro.
¿Qué otro?
―Yo mismo. Pero, a la vez, otro. Uno más bueno y, al mismo
tiempo, más idiota.
―Yo lo considero bueno, profesor, bastante bueno. Idiota, en
cambio, no logro concebirlo.
―Yo sí, Acá, y te diré por qué: porque todavía la amo.
Los dos se quedan en silencio. De pronto, Hugo comienza a
silbar una melodía. Luego canta un fragmento: “Ma come non ti
accorgi di quanto il mondo sia meraviglioso!”
―Aca, dame otro café. No me siento bien. ¿Qué día es hoy?
―Martes.
―No iré a clase.
―No tiene por qué hacerlo.
Hugo se queda abstraído tarareando el mismo fragmento.
Ma come… meraviglioso!
Durante el sueño de esa noche había recordado una de las
últimas conversaciones con Marina, antes de que se separaran:
―Hugo, no eres un niño le había reclamado Marina.
―Marina, no soy de piedra. Esto es muy duro. El mundo
desapareció. Tú… me dejas. En la universidad creen que
soy un tonto. Tú eras mi refugio contra las inclemencias del
mundo. Cuando nos casamos pensé que eso seríamos el uno
para el otro.
―La vida es así, Hugo.
―Estoy triste, Marina se lamentó Hugo.
David Herrera Serna
45
¿Por qué? Ma come non ti accorgi di quanto il mondo sia
meraviglioso?
―Claro, lo es para ti, Marina.
―No te hagas la víctima Hugo.
¿Víctima? ¿De qué Marina? ¿Será acaso de tu traición?
¿Traición? No soy tu mamá.
¡Maldita perra!
El rostro de Marina se contrajo y lloró.
―Marina. ¡Perdóname! ¡Amor mío!
―No soy tu amor. Ya no hay amor ¿puedes entenderlo? Ahora
amo a Edipo Montaña…
¡Y yo lo voy a matar a él!
¡Cállate! ¿Es que no tienes sentimientos?
―No, no los tengo. La mitad de mi corazón se pudrió cuando
me dejaste.
¿Y la otra mitad?
―La eché a la basura.
―Aca, no me des más café. Voy a vomitar.
XVI
Nada como dar piruetas en la nada, con la libertad del que,
por un momento, ha dejado de ser. No ser y, sin embargo,
ser de una manera más extensa y plena. ¿Qué importancia
tenían en tales momentos la NI, la NGC, Marina, Edipo, Costa
y la academia? Momentos de intensa vitalidad molecular, de
absoluta libertad, en aquel espacio sin dimensiones.
―Dame café.
46
HAF
Esa mañana, después de haber estado soñando que volaba en
el innito, Hugo lucía particularmente mal. Tenía dibujada en
el rostro una rme y oscura resolución.
― ¿Será hoy día de mercado, profesor? ―le pregunta Aca.
―No.
―Entonces ¿visitaremos al barbero?
Hugo tenía una barba de seis meses toda salpicada de canas.
―No.
¿Jugaremos cara o sello, mientras se nos ocurre algo?
―No, Aca. ¿A qué vienen tantas preguntas?
Aca guardó silencio y comenzó a preparar más café. La estufa
funcionaba con leña, lo que daba al café un aroma exquisito.
¿Qué clase de resolución es la que tiene dibujada Hugo?
Piensa Aca dentro de sí. Hace mil conjeturas, pero ninguna lo
convence.
―Vamos a salir a caminar. Quiero ver la ciudad ―dice por n
el profesor.
La Nueva Santa fe de Bogotá limitaba, al norte con la calle 45, al
sur con la calle 6ª y al occidente con la carrera 30. Todo el resto
era territorio de los VHD. Hugo Vivía en Teusaquillo, cerca del
Cementerio Central.
―Comenzaremos por una visita al Barrio de los Muertos.
Tengo algo que decirle a un par de amigos.
Para disgusto de Hugo, las lápidas de los personajes ilustres
que allí descansaban habían sido alteradas, de modo que
los nombres iban precedidos por el prejo Nuevo, Neo,
Novo, como todo lo demás. Al primero que visitó fue a Silva.
Luego pasó a ver a Vargas Vila y, por último, sin demorarse
mucho, fue a saludar a Pombo. Al salir del cementerio, Aca
notó que a la resolución de Hugo se le había mezclado una
amargura muy triste. De allí fueron hasta la Plaza. La inmensa
catedral, convertida en un complejo de diversiones, lucía
David Herrera Serna
47
imponente. Hugo comenzó a adentrarse por las callejuelas de
La Candelaria, donde muchas casas se habían derrumbado con
los temblores que produjo en todo el planeta Tierra la Batalla
Final. Aca comenzaba a comprender las intenciones de Hugo.
Llegando cerca del barrio Nuevo Egipto, que era uno de los
más exclusivos de la NSF, entraron en un callejón sin salida,
al fondo del cual había un artefacto como una vieja cabina
telefónica.
¿Es este el destino que ha elegido, profesor?
―Sí, Aca. Ya no puedo más. La angustia me ahoga.
Caminaron hasta el artefacto, que era, en efecto, una cabina
con una silla adentro. Se trataba de una de las pocas máquinas
de teletransportación que habían llegado al país en los últimos
años de la civilización. Muchos artefactos, como esta cabina,
tenían en su interior energía para funcionar por muchos
años más, pero, habiendo desaparecido la red que permitía
comunicar el cuerpo de una persona de una cabina a otra, lo que
sucedía, cuando alguien entraba en ella y la operaba, era que la
persona quedaba desintegrada sin poder ser luego reintegrada
en otra cabina; y así, al menos en apariencia, desaparecía para
siempre. Durante los primeros años de la Nueva Historia de la
Nueva Humanidad, muchos hombres inteligentes y sensibles
utilizaron estas cabinas como una forma digna de morir.
Hugo se había sentado en el interior.
¿Cómo diablos se enciende?
―No lo sé.
―Sí lo sabes, Aca. ¡Dímelo!
―No lo sé.
¡Que me lo digas! ¡Ahora, AK47! ―dijo Hugo exasperado.
Solamente cuando se salía de casillas, Hugo llamaba a Aca por
su nombre completo.
―No lo sé.
48
HAF
―Bueno, ya que te resistes a ayudarme a tener un n digno y
tranquilo, aplástame, al menos, la cabeza contra esta roca.
¿Por qué no se la aplasta usted mismo?
¡Jajaja! ¡Eso sí me hizo reír!
―Si puede reír, profesor, es que no está listo para morir.
―Tienes razón, Aca. Pero ¿por qué no quisiste ayudarme?
―No lo sé.
XVII
La Maravillosa Historia del Mundo era el nombre que había
elegido la Nueva Academia para un curso sobre la historia de
las ideas y logros del hombre civilizado o, como lo denominaba
la NI, hombre “ante armagedoniano”. Hugo había en vano
abogado porque se eliminara el adjetivo “maravilloso” o
porque fuese, al menos, reemplazado por otro, ya que, según
él, inducía a un equívoco fatal. Cuando Hugo hablaba sobre los
egipcios, los griegos, los romanos, los franceses, los alemanes,
los ingleses, los españoles, no podía evitar conmoverse. Cuando
hablaba sobre el Renacimiento, el descubrimiento de América,
o sobre la Ilustración, Hugo parecía viajar con la mente a esos
instantes cumbres de la civilización. Luego, bajaba la vista y
observaba a sus estudiantes con las bocas abiertas y haciendo
rayones en los cuadernos.
―Todo está perdido ―decía a manera de corolario.
¿Por qué profesor? ―preguntaban ellos―. La vida es
maravillosa.
―Claro, Pedro. Lo es para aquellos que no piensan.
―Claro, es mejor no pensar que pensar. ―Repetía Pedro, con
esto, uno de los estribillos de moda. Todos rieron en seguida
con risa de cerdos y asnos.
―Esa es una frase idiota. ¡Olvídenla!
David Herrera Serna
49
―Profesor, pero está de moda.
―Sí, y los está envenenando.
Quiero estar envenenado ―esta vez fue Andrea la que cantó
otro estribillo de moda.
―Eso no está mal. Siempre y cuando el veneno sea efectivo.
¡Váyanse, váyanse! ¡La clase terminó! ¡Me tienen harto!
XVIII
―Créame profesor ―dice Melquisedec Costa desde el suelo,
de rodillas, como una sabandija― no importa en qué crea
ahora el hombre. Durante dos mil doscientos años creyeron en
Cristo, hasta que vino la era del vacío y todos creyeron que
Dios era un hoyo negro. Los cientícos lo demostraron, como
hicieran siglos atrás los escoliastas con la idea de que Cristo era
Dios. Para los griegos y los romanos Dios era muchas cosas,
desde el rayo hasta una enfermedad vergonzosa. Ahora no
importa si lo que les decimos que es Dios tiene o no relación
con los fenómenos de la naturaleza o si es algo que tenga lógica
(o carezca de ella) en su cabeza. Porque su inteligencia se está
reduciendo cada vez más. Pronto no le va a quedar sino... el
espíritu.
―Y ¿a dónde va a ir ese espíritu? ―preguntó un tanto crispado
Hugo―. ¿A dónde irá el hombre?
―Quién lo sabe. ¿Lo sabían los hombres antes del Armagedón?
Hugo no tuvo respuesta al interrogante agudo de Costa.
―Nunca lo han sabido, profesor. ¿Usted cree saberlo?
―No. Pero creo que la humanidad entera tiene una conciencia
de su devenir.
¡Mire usted, profesor! Quizás eso sea cierto. ¡Veamos qué
camino toma ahora esa humanidad!
―No se me escurra, Costa. Lo tengo agarrado ―dice Hugo
aplastándole una mano con el pie.― Si lo que pasó fue
50
HAF
realmente el Armagedón, ni siquiera nosotros hubiéramos
quedado enteros. Ni el sol ni la luna; ni el tiempo, la luz ni la
oscuridad.
¿De dónde le venían a Hugo todas estas ideas? Probablemente,
de la tradición. Todo lo que sabía se lo había legado una
tradición ahora erradicada del mundo y de la realidad. ¿Eran
la suyas, entonces, ahora, verdades? Para él lo eran, pero para
los demás no. Ese era el problema. Lo que decía Costa sobre
la espiritualidad, de hecho, tenía sentido, incluso para él.
Antes del supuesto Armagedón, Hugo mismo había llegado
a pensar que la ciencia había aniquilado una parte importante
del hombre. Pero jamás se le hubiera ocurrido que ciencia y
espiritualidad debieran repelerse y aniquilarse.
―No hay ciencia si hay espíritu y no hay espíritu si hay ciencia.
Uno es el precio del otro dijo con un gemido el maltratado
Melquisedec Costa.
¿A qué horas había caído el hombre en semejante aporía? Hugo
no entendía ya nada. ¿El hombre antes del Armagedón había
sido el hombre, es decir, el hombre como debía ser, como estaba
condicionado de forma definitiva a ser? Y si así había sido ¿en
dónde estaba ahora ese hombre? ¿Había desaparecido?
Hugo le permitió alzarse al profesor Costa, que no paraba de
hacerle reverencias.
―Ya déjese de eso, Costa. Sea un maldito enemigo digno.
A veces, su mente daba en callejones sin salida; entonces, tenía
que darse la vuelta para reencontrar el camino. ¿Cuáles eran
sus preguntas esenciales? No debía apartarse de las preguntas
esenciales, aunque tuviera que repetírselas a sí mismo una y
otra vez. Por esta vía, en algún momento, seguramente daría
con algo concreto.
¿Qué es lo que está mal en el presente? Y ¿por qué? ―argüía
Costa sin reejar ningún rastro de triunfalismo―. Usted dice
que podemos retomar la ciencia y la sabiduría y conducirlas
por el camino del bien. La NI, por su parte, dice que esto es
David Herrera Serna
51
imposible, que el único camino ahora es el desaprendizaje,
el olvido. Porque la ciencia sirvió al hombre, primero, para
hacerlo prevalecer frente a la naturaleza, y luego solamente
para autodestruirse. Pero, nosotros no tenemos ya las
necesidades de antes. ¿Entonces, qué necesidad tenemos ahora
de la ciencia?
Por momentos, Hugo se sentía infantil. No tenía nada que
oponer a la verdad que promulgaba la NI. Lo único claro en él
era la sensación de que el mundo estaba caminando hacia unas
tinieblas muy profundas, y de que eso podía todavía evitarse.
XIX
Alguien que viera la inmensa losa que está cayendo en ángulo
recto desde una gran altura y, al mismo tiempo, comprendiera
la trayectoria que llevan por la calle los cuerpos de Hugo y
Aca, y pudiera calcular la velocidad a la que avanzan, quedaría
incierto sobre cuál debería ser el punto de colisión de la losa, si
estaba sobre la cabeza de Hugo o un paso adelante o atrás. Esta
vez cayó detrás de ellos, casi mordiéndoles los talones.
¿Ves lo que te decía, Aca? Hoy no será un buen día.
―Puede ser. Si no encontramos café, por ejemplo.
―No digas eso, Aca. Tiemblo de solo pensarlo.
―Bueno ¿está preparado?
―Vamos.
Penetran en el mar de cuerpos y oscuridad que es la Plaza
durante los días de mercado. Piden indicaciones, pero, esta vez,
la gente está completamente desorientada. Las autoridades
han cambiado la disposición de los puestos sin ninguna
razón de peso. Simplemente, porque tenían que trabajar
por la comunidad. Pero el trabajo, si no está conducido a la
consecución de algún bien, lo único que hace es entorpecer.
52
HAF
―Señora, deme siete kilos de café del mejor. No quiero tener
que volver por acá en un par de semanas.
―Claro que sí, está en su derecho. Pero yo vendo papel
higiénico. El café está a la derecha y después a la izquierda y
otra vez a la izquierda y a la derecha.
Volvieron a zambullirse y a nadar rozándose con todos esos
cuerpos sudorosos, hasta que dieron con el expendio de café.
Pidieron y recibieron los siete kilos de Nuevo Café del Mejor,
que era, en realidad, café del mejor.
¿Necesitamos algo más Aca?
―Déjeme ver. Tabaco: cincuenta paquetes; veinte kilos de
carne, trescientos panes, cincuenta kilos de naranjas, cien
docenas de huevos. Creo que es todo.
―Bueno, vámonos.
―Vámonos.
XX
―Carta para el basurero Pierre Antonini.
―Tome usted esta moneda.
―Gracias, señor…
―47.
―Profesor, hay una carta citándolo a una reunión de “escasa
importancia” con los representantes de la NI y de la Nueva
Academia.
―Escríbeles de mi parte, que se coman un cerro de mierda.
―Hecho. ¿Lo envío?
¿Qué estás esperando?
La única forma de comunicarse en la NGC con una persona
medianamente distante era a través de mensajería personalizada.
En las calles había siempre un montón de chicos pobres,
David Herrera Serna
53
esperando que alguien depositara en el buzón algún mensaje
para ir a llevarlo. Se pagaba, generalmente, contra entrega.
En los tiempos antes de la Gran Destrucción, la comunicación
humana había desarrollado unos medios muy renados, como
la telepatía controlada y la misma teletransportación. Privados
de estas herramientas inventadas por la ciencia, el hombre de
la Nueva Humanidad se había quedado casi mudo. El lenguaje,
durante los últimos días de la civilización, había sido, al menos
para la comunicación ordinaria, simplicado de una forma que
solamente la tecnología que se usaba entonces permitía. La
mayoría de los hombres, sobre todo los de los países atrasados
tecnológicamente, se comunicaban exclusivamente usando
estos medios. El lenguaje mediante el cual interactuaban y se
hacían entender, era de una simpleza comprensible solamente
para los hombres del año 2080, antes de la Gran Destrucción.
Cuando éstos quedaron privados de todos los aparatos que
servían para comunicarse y se vieron obligados a aprender
a convertir los pensamientos en palabras, se quedaron,
irremediablemente, en silencio. Los más educados, los de
la Nueva Academia y los de la Nueva Iglesia, abusaban del
lenguaje en una forma que a Hugo, al parecer, era al único al
que irritaba.
―Este café tiene algo raro, Aca.
―Yo también lo noté.
―Sabe a tierra.
―Sí, y tiene la textura de la tierra. Yo mismo me estaba
preguntando si se trataba en verdad de café o era tierra.
―Y ¿qué pasó? ¿Comprobaste que era café?
―Sí.
―Aun así, podría ser café mezclado con tierra.
―Podría ser.
―Sírveme otro, quiero salir de la duda.
Aca le pone una nueva taza.
54
HAF
¿Qué tiene pensado hacer hoy, profesor?
―Voy a una reunión en la universidad. Después quiero ir a
ver a Flor.
―Entonces, nos encontraremos en la NANCA, a la hora de
siempre.
―Tú lo has dicho.
Aca le pasa la gabardina, el sombrero y el portafolio. Colgado
del picaporte estaba el pesado bastón de madera.
XXI
Hugo tuvo tiempo para prepararse en su ocina antes de la
reunión. Aun así, la pregunta que le lanzó el enviado de la NI,
no bien entró a la ocina, lo dejó perplejo, como un boxeador
al que le sacan de un puñetazo todo el aire.
¿Cuál es la diferencia entre no saber nada sobre el ser
superior, sobre el más allá y otras cosas insondables para el
hombre, y creer que son cualquier cosa?
No tenía, después de esto, ni siquiera el aliento para levantar el
bastón. Se sentía pesado en la silla. El enviado de la NI era igual
que todos, una sanguijuela sin honor. Sin embargo, era peor
que todos los que antes hubiera conocido. Tenía en los ojos el
reejo brillante de los asesinos. Cuando recobró el sentido, se
percató de que el enviado de la NI estaba hablando.
―Mire, los artistas han ayudado a descontaminar el mundo,
en lugar de basura tecnológica, tenemos ahora piezas del más
puro arte ―decía, como si en realidad la idea le pareciera
brillante.
Con desagrado, Hugo percibió en una de las sienes del enviado
de la NI la cicatriz del implante de memoria. Algunas personas
habían recurrido antes de la Gran Destrucción a implantes de
memoria. Al desaparecer los proveedores de contenidos, estas
mentes habían quedado obsoletas. La mayor parte de los
profesores de la NA eran de aquella generación.
David Herrera Serna
55
―Lo que sucedía antes del Armagedón era triste ―prosiguió
el de la NI―. La humanidad envejecida pedía nuevas fuerzas
a los países jóvenes. Como diciendo “somos demasiado viejos
para seguir al frente”. Pero los países jóvenes habían sido
atroados por sus padres, casi, digamos, castrados por ellos.
La humanidad estaba en un laberinto. No sabía qué hacer ni
qué camino tomar. No había nada cierto. El ansia de hacer del
mundo un solo mundo los hacía entrar en contradicciones sin
solución.
Hugo solamente escuchaba fragmentos de lo que decía el
enviado de la NI. Se sentía hundido en la silla como si estuviera
completamente borracho. Por un momento sintió que el bastón
se le resbalaba y para retenerlo hizo un movimiento brusco que
casi lo arroja de la silla.
―Profesor de la Vaca ¿está usted bien? ―le preguntó
preocupado Costa, quien también estaba presente.
―Sí, Melquisedec, estoy bien. ¿Qué decía, usted, amigo?
¿Se estaba quedando dormido, estimado profesor?
preguntó el de la NI.
―Sí, un poco. ¿Quiere ir al grano?
Melquisedec Costa parecía nervioso, o mejor, incómodo,
como si le estuvieran robando minutos valiosos a un ser
extremadamente importante. Hugo hacía movimientos con el
bastón que lo sobresaltaban a cada rato.
―Escuche, amigo ―dijo Hugo apuntando con el bastón al
enviado de la NI―. Si usted vino a hacerme creer que ahora
todo está mejor que antes y que no vamos directo al abismo de
la extinción gracias a la ineptitud de la NI y del Nuevo maldito
Gobierno de la maldita Nueva Gran Colombia, está perdiendo
su tiempo y me está robando el mío.
A este punto Melquisedec Costa se puso de rodillas y comenzó
a ladrar como un perro faldero. Hugo restañaba de ira los
dientes.
56
HAF
¡Ustedes adoctrinan a la gente! ―gritó―. ¡Esa es la mayor
vileza que puede cometer el hombre!
¡Calma, profesor! ―imploró Costa, que vio dirigirse sobre él
un mortífero golpe de bastón. Esta vez tuvo suerte, pues Hugo
erró el golpe y solamente quebró un orero y dos ceniceros que
estaban a su alcance sobre la mesa.
―Usted es despreciable, Melquisedec…
―¡Elías! ¡Elías es mi verdadero nombre!
No les importaba nada, querían confundirlo: esa era su arma.
―Yo también le imploro que se calme, profesor. Solamente un
fanático se hace entender a gritos ―dijo el enviado de la NI sin
mostrar en lo que decía ninguna clase de sentimiento.
―Estoy harto de ustedes dos.
¿No ha pensado ―dijo el de la NI― en buscar apoyo en la
Nueva Psicología?
―No, no quiero.
―Haga lo que quiera, profesor, ese es el todo de nuestra ley.
Hugo no se percató del momento en que se escabulleron de
la ocina las dos sanguijuelas. Todo este tiempo había estado
preso de un extraño sopor.
A
I
Una oscuridad cochambrosa. De pronto, el fuego, la luz, el
calor. Una estufa primitiva hecha con pedazos de cosas viejas.
Encima una lata, de las que un tiempo se usaran para conservar
alimentos, sucia y oxidada. En el aire, el inconfundible aroma
del café. A una distancia imposible de precisar, en la densa
oscuridad, una pequeña bola de fuego que comienza a crecer.
Una rubia se acerca.
―Hugo, supongo que hiciste café para los dos.
―No, hice solamente para mí. Pero ¿qué rayos haces aquí?
―Vine a tomarme un café contigo, pedazo de idiota.
―Entonces, siéntate acá.
Hugo señala el bastón que sostiene en una mano.
―Quien sabe, puede ser que él sí sea capaz de hacerme feliz.
―Bromeas.
―Sabes que es así, amor.
―No me digas amor. Llámame profesor.
¿Profesor? ¿Y de qué?
―Es verdad. Es la costumbre. Ya no soy profesor. Dime Hugo.
¡Está bueno el café!
―A mí me parece que sabe a tierra.
―A mí no.
¿Estás segura? Anda, prueba otra vez.
―A mí me sabe a café del mejor.
¿Me estás tomando del pelo?
―No. Creo que es café extra.
―A ver, déjame lo pruebo. Tienes razón. Es café de primera.
¿Cómo puede ser esto?
60
HAF
―No lo sé. ¿Quieres un cigarrillo?
―No, ese tabaco me produce dolor de garganta.
¿Cómo? Pero si es tabaco excelso.
―A ver, dame uno. ¡Ya no creo en nada de lo que creo! Tienes
razón, es un tabaco premium. ¡Increíble! No todo acá en lo alto
es tan malo como la gente de afuera piensa.
II
En el piso 100 estaba el mercado, en donde, era verdad, se
conseguían productos de primera. El piso 110 era el barrio de
diversión. En las tabernas se servía no solo chicha con guaro,
sino, además, chicha y aguardiente por separado.
―Buenos días, Hugo.
¿Cómo sabes que es de día, Arturito?
―No lo sé. Para mí lo es, porque acabo de despertar.
―Bueno, Arturito, que te rinda el día.
Arturito, a quien Hugo llamaba para sus adentros “hombre
champiñón”, era un sujeto tranquilo que tenía una extraña
malformación: tenía la cabeza como un champiñón. Al
principio, Hugo lo miraba con desconanza, temiendo no
fuera y se tratase de un VHD. Jamás se hubiera imaginado que
dentro de esa cabeza pudiera habitar un cerebro medianamente
bien puesto. ¿Cómo puede uno llevar una vida normal con ese
cuerpo? Se preguntaba Hugo cada vez que veía a Arturito.
Los primeros días de estar viviendo en el piso 125 de la Torre
Imperio, la segunda más alta de la Antigua Bogotá, Hugo
había estado examinando la población y tenía ya detallados
varios especímenes. A parte del hombre champiñón, estaba
el hombre pájaro, un sujeto alto y con un largo pescuezo y
unos anteojos muy pequeños y redondos en la punta de una
nariz que era semejante al pico de una garza. Había un tipo
que podría ser el hermano gemelo de Edipo Montaña, salvo
David Herrera Serna
61
porque Edipo parecía un tanto civilizado, en cambio el doble
parecía acabado de salir de una caverna. Llevaba el pelo largo
y suelto y el velludo pecho semidescubierto. Bajo el brazo tenía
siempre uno o dos libros. A este, Hugo lo había bautizado
Edipo en Tabio. Había un grupo de borrachos con la cara
roja, a quienes Hugo al principio los llamó los cosacos, pero
después le pareció más ingenioso decirles los pielrojas. Estos
andaban día y noche o, mejor dicho, todo el tiempo, borrachos.
Eran inofensivos e incluso, según constató Hugo, un tanto
bonachones. Había otro grupo de tipos vestidos con cueros de
animales y el pelo largo, a estos Hugo los había bautizado, los
cavernícolas. Había una mujer sin nariz, dos enanos con las
bocas monstruosamente feas, muchos cojos, gente sin rostro,
hombres rana, lombriz, piedra.
Y también estaba Irene.
III
La razón por la cual las ventanas de los últimos pisos de las torres
más altas están todas tapiadas, de manera que en el interior la
oscuridad no puede ser más tupida, Hugo la desconocía y no
se atrevía a preguntarla. Era natural que nadie, salvo Irene y
quizás el hombre champiñón, se conaran de uno que venía
de allá abajo, de allá afuera. Irene no terminaba de quererlo.
A veces le causaba risa, pero no le parecía particularmente
atractivo.
¿Qué es lo que está siempre leyendo Edipo en Tabio?
―Cosas, Hugo, que nunca llegarían a interesarte, viniendo de
dónde vienes. ―le decía ella.
―Un momento, recuerda, Irene, que te doblo de sobra la edad.
Nací antes de la Gran Destrucción.
―Sí, y estuviste casado con una de la NH y enseñabas en la
NA e hiciste parte de la sociedad de la NGC.
―Es verdad. Tengo que contarte mucho sobre el mundo de
abajo. ¿No has salido nunca de acá?
62
HAF
―Lo más bajo que he llegado es hasta el pido 80.
―Y ¿qué viste?
―Lo mismo. ¿Acaso no pasaste por todos los pisos para llegar
acá?
―Sí, así debió ser, Irene. Pero ¿recuerdas cómo llegué hace tres
semanas?
―Te veías bastante mal. Antes de venir acá debiste haber
pasado algún tiempo en el hospital… o en la cárcel. ¿No fue
así?
―Para nada, pero querían llevarme al psiquiátrico.
―Debe ser un horror el psiquiátrico de la NGC.
¿Y cómo son los de aquí?
Irene se quedó pensando unos segundos, durante los cuales
Hugo la contempló arrobado a la luz de una vela.
―No están tan mal. Podrían mejorar. Una vez tuvieron que
recluirme en uno, si no estoy mal queda en el piso 95.
A Hugo se le ocurrió que, si no estaban tan mal, podía pasar
un tiempo prudente en un hospital mental, ya que, dadas las
circunstancias y el vuelco que había tenido su vida, sentía la
necesidad de un poco de verdadero reposo.
¿Qué haces, Irene, normalmente para entretenerte?
―Leo.
¿Qué lees?
―Cosas que tu no debes conocer Hugo, viniendo de allá afuera.
A Irene la conoció en un bar llamado El Intelectual de Izquierda,
ubicado en el piso 112; por esa época, el lugar predilecto de los
universitarios. Irene estudiaba en la Facultad de Bellas Artes.
Hugo se preguntaba cómo hacían para pintar en semejante
oscuridad. Irene prometió invitarlo a conocer el campus de la
universidad un día. La noche que la conoció, Irene le dio un
David Herrera Serna
63
puntapié porque, ebrio ya, se había atrevido a acariciarle las
piernas. La segunda vez que se vieron, fue por casualidad y
ese día habían descubierto que eran vecinos. Desde entonces,
Irene le permitía a Hugo que le besara el rostro y le acariciara
las piernas.
¿Extrañas algo de allá afuera?
―Sí, denitivamente. Pero no hablemos de eso. Irene ¿sabes
cuán hermosa eres?
¡Estás loco, Hugo! No soy tan bella. Mira, casi no tengo tetas
ni culo.
¿Cómo qué no? ¡Aquí están!
¡No me toques, idiota! ¿Qué es lo que extrañas? ¿Una mujer?
―No, un amigo. Éramos inseparables.
―Y ¿por qué no vino contigo?
―No puede. Vivir subiendo y bajando escaleras, acabaría con
toda su energía en poco tiempo.
¿Cómo es su nombre?
―Aca.
IV
―Hugo, por favor, cuéntame sobre el mundo de afuera. ¿Es
verdad lo que dicen?
¿Y qué dicen, Arturito?
―Que está lleno de seres monstruosos.
―Eso es cierto. ¿Qué más dicen?
―Que es el peor de los mundos posibles.
―También eso es cierto.
―Que los hombres no tienen alma y desconocen el honor.
―Es verdad.
64
HAF
―Que las mujeres se prostituyen por cualquier cosa.
―Cierto.
―Que los ineptos gobiernan todo.
¿Quién te ha dicho todo eso?
―Lo he leído en algunos libros que a veces me presta Alirio
(Alirio era el verdadero nombre de Edipo en Tabio).
―Oye, Arturito ¿qué fue lo que te pasó al nacer?
―Los médicos, como pueden, han diagnosticado falta de
calcio. Mi cabeza parece aplastada; tiene la forma de un frijol.
―dijo el engendro riendo tontamente de un chiste que siempre
hacía.
―No, parece… ―un champiñón, quiso decir Hugo, pero
recordó que Arturito era una persona tranquila y razonable.
¿Que parezco qué, ah Hugo? ¡Anda, dímelo, que no me
ofendo!
―Digo que pareces una persona normal, como yo, como Irene,
como Alirio.
―Gracias. A veces pienso lo mismo.
Arturito se quedaba por ratos ensimismado en la oscuridad.
Hugo lo miraba de reojo entre sombras y veía su deforme
rostro sonriente y sereno.
―Cuéntame algo, Hugo. Debes saber muchas historias.
―Bueno, es cierto. Pero me siento un poco aturdido y no logro
recordar ninguna. ¿Por qué no pruebas a preguntarme algo?
―De acuerdo. Veamos.
¿Qué es lo que veía Hugo en los ojos del hombre champiñón que
no veía en los de todos esos ineptos de la Nueva Humanidad?
¡Esperanza!
―Bueno, ya sé.
¿Hay crímenes allá afuera?
David Herrera Serna
65
―Sí o, mejor dicho, no. Existen los jueces y la gente puede
ser condenada a prisión. Estas existen. Pero la persona puede
elegir entre pagar o no la condena. La mayoría de los que
van a la cárcel lo hacen por voluntad propia. Los juicios son
por delitos como proxenetismo, expendio de drogas, estafa,
desfalco a la NI. Desde luego, todo es una parodia. Si una
persona está pagando con dinero cticio a un expendedor de
drogas y en ese momento pasa un agente de la Nueva Policía,
el agente puede seguir derecho, o bien recibir dinero cticio
y cerrar los ojos; o, de otra forma, detener al delincuente. El
delincuente podría acatar la autoridad o, si quiere, evadirse.
La policía nunca ejerce la fuerza, salvo en caso de que el otro lo
solicite. El delincuente, en todo caso, puede pedir en cualquier
momento su libertad, pero ninguno la pide.
―Creo que entiendo. Se dice que hay una abundancia innita.
¿Es eso cierto y, si lo es, cómo es posible que existan el hurto, la
estafa y los desfalcos?
―Los desfalcos a la NI son escandalosos, vergonzosos,
deprimentes. A veces se descubren este tipo de actos de la
más pura ruindad. Los implicados son juzgados y después
absueltos con la mayor facilidad. Claro, el juez tiene la libertad
de proceder con rigor, pero no lo hace, porque así es como
debe proceder: es parte del espíritu de la NI. Los que desfalcan
pueden ir por voluntad propia a la cárcel, pero nadie lo hace.
Como podrás deducir, todo esto es una parodia, porque, al n,
nadie puede reducir en lo más mínimo la innita riqueza de
la NI y del pueblo de la NGC. Todo esto se hace con el n de
rellenar el tiempo de la vida de la NH.
Durante un minuto, Hugo, ese tipo con cara de loco que vivía
siempre angustiado y lleno de ira, se quedó mirando atónito la
serena satisfacción de Arturito, que parecía realmente feliz en
su compañía.
¿Sabes una cosa, Hugo?
¿Qué?
66
HAF
―A veces te noto cansado. ¿Has estado durmiendo bien desde
que llegaste?
La verdad era que Hugo jamás había dormido bien, o mejor,
nunca despertaba bien. Desde que vivía en la torre, los sueños
habían desaparecido. No soñaba nada. Estaba toda la noche
en un estado de tensión seminconsciente donde no había nada
más que oscuridad.
―No, amigo, no he estado durmiendo bien.
¿Quieres que te de algo para que duermas profundamente?
―Sí, por favor.
Arturito le da unas pastillas y luego le dice:
―Las tomo desde que tengo consciencia. A veces me ataca el
pánico de ser lo que soy. Entonces, me todo dos o tres de estas
y duermo feliz durante doce horas.
―Y cuando te despiertas no te duele…
¿La cabeza?
―Exacto.
―No, para nada. A parte de los dolores propios de mi
malformación.
―Bien, Arturito, que pases buena noche.
―Gracias, Hugo, pero acabo de levantarme.
V
Pasados dos meses, Hugo caminaba tranquilamente en la
oscuridad, sin tropezar con nada ni con nadie y hasta podía
reconocer a metros un rostro. Aun así, sentía todavía una
barrera que le impedía acercarse a las personas de la torre. La
compañía de Arturito mitigaba en algo la soledad que sentía
después de haber tenido que separarse de su propia sombra.
Irene aparecía cuando quería. Hugo estaba loco por ella.
―Irene ¿dónde se casa la gente de la torre?
David Herrera Serna
67
―Donde les parezca.
―Y a ti ¿dónde te parecería?
¿Contigo? En el cementerio.
―Irene ¿piensas en el amor?
―Claro, cuando no estoy contigo. Tengo novio ¿sabes?
―Ahora lo sé. ¿Cómo se llama?
―René.
―Bonito nombre ¿qué hace René?
―Lo mismo que yo, somos pintores.
¿Cómo podían pintar y después ver lo que pintaban en tamaña
oscuridad?
¿Cuál es el estado del arte y de la pintura allá abajo, ah,
Hugo?
―Déjame darte un beso y te digo.
―Está bien, pero en la mejilla.
―El arte, como todo lo demás, ha desaparecido. Lo que afuera
se llama así es una estupidez creada por la NI para servir al
NG de la NGC.
¿Una estupidez?
―Eso mismo. Para la NI las cosas difíciles no hacen feliz al
hombre. Para la NI todo el arte fue una empresa banal. Por
el contrario, se incentiva un arte que no representa nada. Un
arte que dice nada y cualquier cosa. Los críticos y hasta el
público repiten lo que la NI quiere que digan. Además, esta es
la principal compradora de arte.
¿Qué pasó con los museos?
―Los museos siguen estando ahí. Las personas los visitan
por pura inercia, se paran frente a las obras y hacen todos los
ademanes característicos de quien contempla reexivamente
un objeto, pero sus mentes son impermeables a cualquier
68
HAF
afección, no sienten ninguna inclinación a venerar la grandeza
representada en el trabajo titánico del artista. No ven en ello un
signo de evolución. Lo mismo da la chatarra tecnológica que lo
que custodian los museos. Nadie los vigila y, sin embargo, a
nadie se le ocurre la idea de hurtar las obras. Lo mismo da robar
una vieja cabina de teletransportación pública y llevársela a la
casa.
―Pero debe haber artistas de verdad.
¿Cómo? Te lo he dicho: nadie tiene afecciones, no existen
sentimientos.
Irene mira a Hugo queriendo ver en sus ojos si él los tenía.
VI
El Intelectual de Izquierda era un lugar agradable, muy
distinto de las apestosas tabernas de la Nueva Santafé. La
gente que estaba sentada en las mesas parecía que estuviera
conversando, cosa que jamás ocurría allá abajo. Hugo había
logrado cruzar algunas palabras con la joven de la barra, una
belleza de unos veinte años, delgada y con el pelo pintado de
azul. Se llamaba Ivonne.
―Tienes unas manos preciosas. ¿Qué haces aparte de servir
copas? ¿Tocas el violín?
―No. Estudio sociología.
Por encima del hombro de Ivonne, Hugo ve la mesa en la que
departían Arturito y Edipo en Tabio.
―Ya regreso.
Desde que tomaba exclusivamente guaro se sentía mucho
mejor. No se emborrachaba tan rápido y alcanzaba a disfrutar
el efecto expansivo del alcohol.
¡Arturito! ¿Cómo estás? Buenas noches, usted es Edi…
―Me llamo Alirio, mucho gusto.
David Herrera Serna
69
Tenía una voz dulce como el sonido de una auta.
―Si no los interrumpo…
―Para nada. ¡Siéntate con nosotros, Hugo! ―dijo alegremente
Arturito.
―Gracias. No quisiera que cambiaran de tema por mí. Por
favor, sigan como si yo no estuviera.
―Hugo, Alirio y yo estamos hablando del tema de siempre.
¿Mujeres?
―Exacto ―dijo Alirio con una seriedad que no era muy del
caso. Pero resulta que Alirio tenía un rostro particularmente
serio.
―Las mujeres…
¿Con cuántas mujeres has estado, ah, Hugo?
¿De verdad, quieres saberlo, Arturito?
¡Claro!
―Bueno, creo que con medio centenar, por lo menos.
¿Y todas te han gustado?
―Unas más que otras.
¿Recuerdas alguna en particular? ―Arturito parecía muy
emocionado, sediento de saber todo acerca de Hugo.
―Sí, claro… pero no me parece el caso.
¡Dale, Hugo! Alirio es de conanza.
Alirio asintió con seriedad.
―Me acuerdo mucho de una mujer obesa.
¿Qué tan obesa?
―Bastante.
¿Tanto como para que el abdomen le cubriera el pubis?
70
HAF
―Tanto.
¿Y qué pasó?
―Ella no paraba de reír.
―Ya veo.
―La cosa es que reía mientras yo lloraba, porque era
terriblemente cruel.
―Supongo ―dijo con gravedad Alirio― que era una tortura
para usted.
¡Vaya si lo era!
¿Y qué hiciste? ―preguntó Arturito retorciéndose las manos.
―Comencé a torturarla a ella y a reír mientras ella lloraba.
¡Qué noche!
―Sí, Arturito. Una de las mejores. Las mujeres obesas son
siempre las más picantes.
Arturito miró con una sonrisa cándida y Alirio le respondió
con una sonrisa seria. Hugo pudo ver esa noche la mutua
comprensión y la gran amistad que había entre aquellos dos.
VII
La suerte quiso que Hugo y Alirio se encontraran una tarde en
el mercado, que quedaba en los pisos 94 y 93.
―Señor Hugo, ¿cómo se encuentra esta mañana?
―Bien, gracias. Pensé que era ya el atardecer.
―Puede ser. Últimamente no sé ni dónde vivo.
Hugo notó que Alirio llevaba bajo el brazo dos enormes
volúmenes, pero no se atrevía a preguntarle de qué eran.
―Supe por mi amigo Arturito que usted era profesor.
―Así fue.
David Herrera Serna
71
―Y ¿qué enseñaba el señor Hugo?
―Bobadas.
¿Bobadas? ¿De cuáles?
―Filosofía…Historia… Literatura.
Alirio frunció el ceño, de modo que pareció aún más serio que
de costumbre.
―Y usted ¿puedo preguntarle a qué se dedica?
―Soy entrenador en un gimnasio.
Hugo vio que, en efecto, Alirio tenía un cuerpo bastante
musculado. La conversación no siguió adelante. Se despidieron
y Hugo siguió su camino. Llevaba días sin ver a Irene y ya
comenzaba a odiarla. Regresó al pequeño apartamento que
ocupaba y en la puerta se encontró con una mujer robusta con
el pelo tinturado de amarillo.
¿Qué haces acá?
―Viene a tomar una café contigo.
¡Vete al diablo!
―Me prometiste matrimonio. Te seguí y te voy a hacer cumplir
la promesa.
―Pasa, te tomarás un café y luego vas a regresar al lugar de
donde saliste.
―No me voy hasta que no nos casemos, Hugo. Estás loco.
Tenemos que regresar allá afuera.
―Ah, ¿sí? Y ¿por qué?
―Porque afuera está la verdadera vida.
―Por favor, déjame en paz.
―Está bien. Quedémonos acá. Al nal, no es tan malo.
―No. Lo que quiero es que te vayas lejos.
72
HAF
―No me iré. Quiero estar contigo. Puedo hacerte la vida más
feliz. Yo te traeré café del mejor, cigarrillos de los mejores,
aguardiente que parece néctar.
―No quiero.
―Está bien. Te dejo. Pero voy a volver.
―Bueno, por ahora vete.
―Está bien.
―Espera. Mejor pasa.
―Eres un cochino.
―¡Te digo que pases!
Ella entra y Hugo cierra la puerta detrás.
VIII
Al parecer, Arturito trabajaba en una papelería que era de un
viejo muy trabajador y buena persona. El viejo le tenía mucha
paciencia a Arturito; tanta, que daba a pensar que entre los dos
existía alguna relación de parentesco. Cuando alguien pedía
un esfero, Arturito corría al cajón y llegaba muy contento
con un tajalápiz en su pequeña y esponjosa mano. Si una
persona requería cartulina de color amarillo para hacer alguna
presentación, Arturito le daba un pliego de papel celofán de
color verde. A veces, se quedaba dormido sobre una butaca
en medio del trabajo y el pobre viejo tenía que despachar solo
a toda la clientela. A la hora del almuerzo, Arturito salía de la
papelería y se iba a un rincón a comerse unos sánduches de
paté de pescado que él mismo se preparaba. Su dentadura era
como la de un ogro, todos sus dientes eran colmillos. Cuando
salía, pasaba por el piso 104, donde quedaba un mercado en
el que vendían cosas repugnantes solamente al pensamiento.
Salchichas de perro, cabezas de culebra, colitas de ratón, sopa
de gusanos. Esta última volvía loco a Arturito. En el piso
107, de obligatorio paso para llegar a su casa en el 117, se
encontraba con los muchachos. Estos eran los que Hugo había
David Herrera Serna
73
bautizado con el nombre de los pielrojas y los pavernícolas.
La mayoría era gente de afuera a la que la chicha con guaro
había llevado a la descomposición. Cuando pasaba Arturito,
ambas tribus le decían toda clase de gracias. Los pielrojas eran
gruesos y altos y estaban cubiertos de pieles de osos, tigres y
otras eras. Mamut, el líder de ellos, era descomunalmente
grande y gustaba de alzar por los aires a Arturito y darle en
él giros como a una pelota, cosa que no disgustaba al pequeño
ogro. Cuando volvía a poner los pies en el piso, Arturito se
sentía agradablemente aturdido. Era su forma de conocer la
ebriedad, ya que una sola gota de alcohol lo hubiera matado
en un instante.
En el piso 116, uno antes del suyo, compraba unas historietas
que contaban las aventuras de un vikingo intergaláctico: el
Gran Karl Vensson. Ya en casa ponía una vela cerca del lecho
y se ponía a leer y a comer un cucurucho de colitas de ratón,
hasta que el sueño lo cogía. La revista caía de sus manos y la
vela se consumía durante la noche. Arturito dormía siempre
con la boca abierta y la lengua por fuera.
IX
―Me gusta leer libros que cuenten cómo era la vida antes de
la Guerra Denitiva ―dijo Alirio serio, incluso preocupado.
Hugo no creía lo que oía. ¡Una persona que creía en el mundo
de antes!
¿Ha ido a la universidad? ―le preguntó Hugo.
―No. Mi familia es muy pobre. Trabajo desde niño.
Ahora podía entender la excesiva seriedad de Edipo en Tabio.
Tenía el pelo reseco y atraído hacia lo alto por una corriente
muy leve de aire que era la que permitía que, aunque no del
todo bien, se pudiera respirar en la torre.
¿Cuántos años tendrá? Pensaba Hugo, cuando Alirio habló.
―Tengo cuarenta años. ¿Y usted?
74
HAF
Hugo se percató de que no recordaba qué edad tenía.
“¡Mierda ―pensó―, ahora sí se fue todo a la mierda!”
―56 ―dijo, sin embargo, para no dar sospechas de una
enfermedad senil.
No lograba sentirse adaptado por más que pasaran las
semanas. Irene se había esfumado. Alirio lo miraba siempre
como si en pocas horas debiera estar fusilado. Los pielrojas lo
saludaban y a veces le ofrecían un trago que Hugo cortésmente
rechazaba. Mamut no era del todo idiota. Lo miraba como
diciéndole: “ambos sabemos por qué terminamos aquí”. Pero
no podía decir que Mamut fuera un amigo. Los demás de su
tribu iban en escala descendente hasta el más estropeado, que
nunca se paraba de una esquina donde todo el mundo arrojaba
inmundicias y tenía siempre la ropa húmeda de orines. Los
cavernícolas eran, por su parte, gente completamente intratable.
¿Es verdad que existieron aviones, cohetes, naves espaciales?
¿Es verdad que hay colonias humanas en otros planetas? ¿Es
verdad que pudimos controlar los sueños y la telepatía? ¿Es
verdad que hubo teletransportación y que se hicieron los
primeros viajes en el tiempo?
Como no podía beber una gota en El Intelectual de Izquierda,
Arturito estaba siempre sediento de respuestas.
―Sí, mi amigo, todo eso existió.
En ese instante se produjo el mismo cruce de miradas tierna y
seria entre el hombre champiñón y Edipo en Tabio. “No puedo
creer que esté hablando con estos dos sujetos”, pensaba Hugo.
Por otra parte, no sabiendo en meses nada de Irene, solo le
quedaba el amargo consuelo de la rubia. ¡Si al menos hubiera
sido Flor! ¡Qué bella que era Flor! Rosada y fresca como una
rosa. Exótica, atractiva, lujuriosa. La rubia, en cambio, era una
mujerona de su misma edad, con las carnes ácidas y llenas de
celulitis. Tendría que ir a la universidad a ver qué encontraba.
Al menos alguien con quien hablar de otras cosas.
Se levanta y va hasta la barra.
David Herrera Serna
75
―Tus dos amigos son bastante particulares ―le dice la joven
que allí trabaja.
―Sí que lo son. ¿Me recuerdas tu nombre?
―Ivonne.
―Ah, claro. Antropóloga.
―No. Socióloga.
―Ya. ¿Qué has hecho?
―Nada raro. ¿Y tú?
―Lo mismo.
¿Estás leyendo algo?
―No. No tengo libros y no me he acostumbrado del todo a leer
sin luz.
―Si quieres yo te leo algo.
¿Y qué estás leyendo?
―Orwell. 1984.
X
Hasta ese momento Hugo había estado viviendo como
un refugiado, con la cama en el suelo y latas de comida
vacías alrededor. Pero Ivonne lo había invitado a vivir a su
apartamento: algo nada lujoso, aunque digno y decente. Lo
primero, le había dado alimentos de primera. Lo segundo, le
había hecho un corte de pelo y le había peinado la barba, ya
que Hugo, por más que casi le llegara hasta el ombligo, no
había permitido que se la cortaran. Tercero, le había mandado
a hacer un par de trajes.
¿Cuántos años te dije que tenía?
―Cuando nos conocimos, dijiste que tenías 59.
―Bueno, no es cierto. En realidad, tengo 50.
76
HAF
La cifra tampoco era exacta, pero se acercaba más a la edad del
hombre que Hugo veía ahora en el espejo.
Lo siguiente fue presentarlo a sus amigos profesores, de
los cuales la mayoría habían sido amantes suyos. Aunque
el ambiente era un poco más de izquierda de lo que Hugo
consideraba justo, le gustaba la libertad de pensamiento que
se respiraba en el aire. Por este medio conoció al director de la
carrera de losofía. Un sujeto más joven que él, pero sin duda
anterior a la Gran Destrucción. Un rostro en el que uno sería
incapaz de encontrar un vicio o una pasión oscura.
―Profesor de la Vega ¿cómo no recordarlo? ―dijo este al ver
a Hugo.
Hugo estaba en suspenso. No lograba ver en ese rostro a una
persona más joven conocida tiempo atrás.
―Fui alumno suyo. El peor de todos, creo. Gil… ¿no le suena?
¡Marco Gil! ¡Sí, ahora lo recuerdo! En efecto, mi peor alumno.
¿Le parece, profesor, que me creía demasiado?
―Sin duda, amigo.
―Recuerdo que sacó unos guantes de boxeo y me dio un par.
Pero, profesor, ha sido usted siempre un hombre robusto.
Era cierto. El esqueleto de Hugo era más bien grande.
¿Hace cuánto está aquí, Marco?
―Hace diez años, cuando fundamos la Universidad con otros
alumnos suyos que se mueren por ver lo que ha sido de usted.
―Estaré encantado, muéstreme dónde están.
David Herrera Serna
77
XI
―Hugo, por favor, péinate. Y quítate esa chaqueta. Al menos,
póntela al derecho. Doña Blanquita, ayúdele al señor con la
corbata.
―Ivonne, mi cielo, cálmate un poco. Mira que esta señora hace
lo que puede en medio de estas tinieblas.
―Bueno, pero quítate esa camisa y ese pantalón. Yo te digo
qué te pones.
Hugo piensa que lo mismo da lo que se pongan si nadie se va
a ver.
―Mira, este te va mejor. Y ponte los zapatos de cordones, odio
los de hebilla.
―En cambio, yo amo los de hebilla. Me recuerdan cuando era
niño.
―Tú eres todavía un niño.
“Ivonne está esplendorosa, piensa Hugo, veinticuatro años,
inteligente, y me ama. Ni siquiera nos conocemos. Esto es una
locura”.
¿Les avistaste a Arturito y a Alirio?
―Sí, Mamut me pidió que lo invitara.
―Bueno, pero que no traiga a Vomito y a los otros.
―No lo hará. Le hice prometer que iba a ir solo con la Perra (la
Perra era la hermana melliza de Mamut).
―Profesó ¿no ej bedá que hoy mijmito lo nombraron decano
de la univesidá?
Sí, doña Blanquita.
¡Mie señoa, si no tie buea suete e patró!
Ivonne se acerca y besa a Hugo en los labios y le dice te amo
con una mirada.
¿Puedo llevar mi sombrero y mi bastón? ―pregunta él.
78
HAF
―Claro que sí, amor mío. Te espero abajo, no te demores.
Hugo pasa frente al espejo, le agrada lo que ve reejado. “Me
tendrán que esperar, piensa, o ella se casará sin novio”.
XII
―Rompiste una promesa Hugo ―era la rubia, que venía a
despedirse.
―Y no es la primera ni será la última. El hombre actúa bajo
conveniencia.
―Me voy ―dijo ella limpiándose una lágrima con un sucio
pañuelo―. Pero recuerda que fui la única que quiso seguirte
hasta acá. La única que no tuvo miedo.
―Te deseo suerte.
¡Un día volverás! No puedes negar el lugar de dónde vienes.
Vas a empezar a extrañar…
¿Qué? ¿La basura y la estupidez?
―Pues sí.
―Estás loca. Que tengas buen viaje.
―Vamos a ver si tu mujercita te sigue hasta abajo cuando no
aguantes este ambiente inmundo y sofocante.
―Me seguirá. Pero no tendrá que hacerlo, porque yo no voy a
ninguna parte. Aquí me van a enterrar.
¿Enterrar? ¡Jajajaja! ¿Cuándo has visto que acá entierren a
alguien?
Era cierto. Hugo nunca había oído de enterramientos, ni
siquiera de cremaciones.
¿Estas confundido? ―le preguntó ella suspicaz―. Más lo
estarás cuando te pongas a pensar de qué ganado provienen
los letes que te cocina tu esposita caníbal.
David Herrera Serna
79
Pese a la lógica macabra que se le revelaba, Hugo logró
conservar el temple; solamente apretó con toda su fuerza el
mango de su pesado bastón.
¿Quieres oír más? ¡No sabes lo que he descubierto desde que
estamos aquí!
―Habla, mujer, desahógate, ese derecho no te lo voy a negar
yo. Pero sabe que tengo poco tiempo.
―Te diré en pocas palabras cuál es tu situación actual. Eres un
VHD casado con una caníbal.
¿VHD yo? ¡No me confundas con tu familia, maldita!
―Yo también soy VHD. A todos los que venimos de afuera nos
llaman así.
―Nunca me he oído nombrar así.
―Claro, la gente de acá es muy delicada con eso.
―Eso no me lo creo.
―Pregúntaselo a ella. Yo me voy. Adiós.
XIII
¡Te casaste, tontolín! ¡Y yo que terminé con Rene por estar
contigo!
¿Qué haces acá, Irene? Pensé que te habías muerto.
―Casi, estuve en el hospital.
―No me digas.
―Sí. Así fue. Rodé por las escaleras hasta el piso 90, estaba de
esta con René en el 100. Quedé hecha polvo. Tuvieron que
reconstruirme casi todo el esqueleto.
―Yo te veo muy bien.
¡Ay, Hugo! Te casaste y no me esperaste.
―Irene, al menos un mensaje…
80
HAF
¿Qué querías, si estaba en coma?
La sonrisa de Irene hacía doblar de dolor a Hugo.
¿Me amas, Irene?
―Tal vez.
―Si me dices que me divorcio de Ivonne. Pero antes dime
una cosa. ¿Te gusta la carne?
¿Qué? ¡Horror! Claro que no. Bueno, la de ratón o la de gato,
pero de res… ¿Sabes de dónde salen las reses?
―Claro, de los VHD ¿Por qué no me lo dijiste antes?
―No sé. Ni siquiera nos conocíamos.
―Hay muchas cosas que no sé y deberías decirme.
―Si quieres, puedo ser tu amante.
―Me parece. ¿Desde cuándo?
―Déjame ver... Desde hoy.
XIV
―Que soy un VHD. ¿Por qué no me dijiste eso antes?
¿Qué? No sé qué es un VHD.
Irene había terminado por entregársele. Era un sueño hecho
realidad. Hugo se sentía en la cima de la felicidad. Había
determinado pagarle a alguien para que trajera a Aca en una
silla.
―Irene ¿por qué no querías llevarme a la universidad?
―Porque temo que te conviertas en un juguete de ellos.
―Ya lo soy. Pero ¿a qué te reeres?
―Mírate, Hugo. Te has vuelto un conformista.
―Este mundo me gusta.
―Un mundo al que temías.
David Herrera Serna
81
―Porque no lo conocía.
―Todos estos hipócritas terminaron por ablandar al gran
castigador que eras. ¿Sabes que hacen estos ineptos?
¿Qué hacen, Irene? Cuéntame.
―Nada. Están esperando a que unos supuestos hombres que
dizque viven en otros planetas vengan a salvarnos.
¿Salvarnos de qué? ¿De la gente de allá afuera?
―No seas tonto, Hugo. De la maldita radiación que hay en la
atmósfera después de la guerra atómica. La gente espera que
vengan a rescatarnos. A sacarnos de aquí en naves espaciales.
Porque los de adentro creemos que somos el último residuo
del hombre sobre la tierra. Los de afuera son monstruos llenos
de enfermedades y con el alma atroada. Yo no creo en esa
mierda, claro.
Hugo escuchaba, pero no creía lo que oía.
―Hay otros que piensan que toca salir y cortarle la cabeza a
todos los de afuera, al menos a los que no se sometan a nuestro
arbitrio. Eso también es una mierda, porque nada cambiaría. El
problema es que nadie tiene idea de qué vamos a hacer.
―Pensándolo bien. Yo tampoco lo sé.
―Yo no sé qué hay que hacer, pero sí, qué tengo que hacer.
―Irene ¿qué vas a hacer?
―Voy a salir y ver con mis propios ojos. Si lo peor es que me
convierta en alguien como tú…
―Pues que te vaya bien.
¡Ay Hugo! ¿Vas a llorar? ¡Pero si no me voy a ir mañana!
82
HAF
XV
Aunque fuera cierto que este mundo no era mejor, por nada en
el mundo volvería a vivir en el de afuera. Adentro envejecería,
moriría y se lo comería la gente. Si esa era la nueva ley de la
naturaleza, la aceptaría con resignación. Por otra parte, no
descartaba (cosa que la gente en verdad creía) la idea de que
viniera una misión de otro planeta a rescatarlos. Solo una cosa
lo hacía dudar de ello: que quisieran rescatarlos. Por otra parte,
si la única salida hubiera sido salir y degollar a todos los de
afuera, con tal de salvarse, hubiera entregado su vida a esta
empresa.
Ivonne hacía que se mantuviera decente, y había incluso logra-
do que bebiera con moderación. Hugo se mantenía ocupado
atendiendo a los estudiantes y en reuniones con los profesores.
En una de estas reuniones se discutió acerca del futuro del arte
en los museos. La proposición de Hugo, simple y descabellada,
hizo resonancia en otros profesores. Hugo había dicho simple-
mente, como podría haber dicho cualquier burgués acomo-
dado, que deberían crear un comando paramilitar para salir
a rescatar las obras de arte de los museos. Marco, que seguía
siendo el director de losofía, era de los más interesados en el
proyecto.
―Mi familia es rica, Hugo, y mis antepasados han sido
siempre lántropos. Tenemos sangre de valientes y somos
emprendedores. Creemos que las ideas existen y que hay que
seguirlas cuando aparecen, como un cometa en el cielo, si es
preciso, hasta la muerte. Usted, aunque no tiene el más mínimo
carisma, está lleno de ideas. Buenas ideas.
―Un momento, Marco, no creo que todo eso sea cierto. Yo
tengo carisma. Ideas no. Mejor dicho, no soy un líder.
―Yo estoy de su lado. Usted será un líder si acepta mi apoyo.
¿Para qué demonios, Marco? ¿Para qué quiero yo ser un
líder?
David Herrera Serna
83
―Para guiar la barca de la humanidad en la tormenta. ¿O
quiere que otros la hagan naufragar?
―Está bien. Comencemos con esto: necesito doscientos jóvenes
atléticos.
―Los tiene.
―Quiero equipamiento para todos ellos.
―Dado.
―Necesito a los mejores profesores de arte, críticos y artistas
para que les enseñen cuáles obras extraer de los museos y
cuáles no.
―Hecho.
―Bueno, ese es el primer paso.
XVI
―Mi amor ¿estás pensando en verdad involucrarte activamente
en esas locuras?
―Aún no lo sé.
―Bueno. Cuando lo decidas, volveré.
¿A dónde vas, Ivonne?
―Adonde mis padres.
―Aguarda. Ya me decidí.
¿Y bien?
―No voy a participar en nada.
―Me alegra mucho. ¿Quieres café?
Que se fuera al carajo Marco y su espíritu conspirador. Hugo
no iba a arriesgar por segunda vez la estabilidad de su vida.
84
HAF
XVII
Una tarde sonaron a su puerta unos golpes atronadores.
Cuando abrió vio que era Mamut. Venía lleno de estupor. Era
Arturito, estaba en el hospital. Cuando entraron a la sala de
urgencias encontraron a Alirio bastante serio.
¿Qué pasó? ¿Está bien?
―Sí, no fue nada. Ahora mismo está comiéndose unas colitas
de ratón que le trajimos y leyendo sus historietas.
Maldita sea, pensó Hugo, casi me muero del susto.
XVIII
Hugo había terminado por concebir celos de Edipo en Tabio
por la manera en que Irene se le acercaba. ¿Qué vería en
semejante personaje? Parece un muñeco mal hecho. Trataba de
convencerse de que ella no podría sentir jamás nada por un tipo
con el talante de Edipo en Tabio. Hugo era una persona como
debe ser. Ni un enano, ni un gigante. Robusto, no atlético. Tenía
los ojos, las orejas, la nariz y la boca en su lugar, y su rostro era
de las dimensiones correctas en relación con el tronco. No era
un loco ni un deciente mental. Le quedaba tiempo. Irene no
podía preferir a Edipo en Tabio.
¿Prefieres a ese esperpento que a mí?
¿De quién hablas?
―Pues de Edipo.
―No le digas así. Es tu amigo.
―Ya no lo es. Nunca lo ha sido. Yo solo tengo un amigo.
―Y ¿por qué lo abandonaste?
Hugo alcanzó a levantar el brazo, pero el bello rostro aterrado
de Irene hizo que las fuerzas le faltaran y el pesado bastón se
le cayó de la mano.
David Herrera Serna
85
―Tienes razón. Abandoné a Aca ―dijo y se tomó la cabeza con
las manos.
A Hugo le vino una idea que antes lo había acosado: ¿podría
llegar a decirse que Aca era un animal? Si Aca estuviera
presente podría preguntarle, por ejemplo, qué había dicho
Aristóteles sobre la naturaleza de los animales. Aca sabía de
memoria todo lo que se encontraba en las bibliotecas hasta la
Gran Destrucción. Comparados con Aca, Marco y todos los
de la dichosa Universidad eran seres insignicantes: puros
fanáticos manipulados.
¿Cuándo tienes pensado salir, Irene?
―Pronto.
―Me voy contigo.
XIX
Desde el momento en que Hugo les comunicó a sus amigos la
resolución que tenía de salirse al mundo de afuera, el rostro de
todos mutó visiblemente. Arturito se veía melancólico. A ratos
la voz se le cortaba y se cubría la cara, con la excusa de un dolor
especial debido a su malformación; pero, la verdad era que
no quería que lo vieran llorar. Alirio tenía un aspecto trágico.
Como si en lugar de salir al mundo de afuera, Hugo partiera
para el más allá. Alirio tenía, además de esta, otra pena oculta.
―Yo me iría contigo, pero no sé qué tal le haga a mi cerebro el
descenso de tantos metros.
―Arturito, quédate acá. Este es tu mundo. Jamás lograrías
adaptarte al mundo de afuera.
―Es cierto, Hugo. Además, los médicos me han dicho que no
me queda mucho de vida. Mi enfermedad conlleva una muerte
prematura.
―Vive feliz el resto que te queda. Yo te prometo que intentaré
hacer lo mismo.
86
HAF
―Gracias, Hugo.
―Profesor Hugo ―dijo a su vez Alirio― no sabe cuánto lo
vamos a extrañar. Usted es un hombre realmente inteligente.
Trajo mucho bien a la torre y todos sus libros publicados son
un legado invaluable.
Pero ¿en verdad se iba? ¿Iba a dejar a Ivonne? ¿Y por qué?
¿Porque era caníbal? ¿Porque Irene era más bella? ¿Por ser el
a unos principios que ya se le habían olvidado? Despertaba
todas las mañanas con un aspecto terrible. Ivonne le preparaba
el café.
―Querida ¿serías tan amable de decirle a doña Blanquita que
envíe un mensaje a la universidad diciendo que me siento
enfermo y que no iré a trabajar en toda la semana?
―Claro. Pobrecito. ¿Tan mal te sientes? Tienes muy mala cara.
―Sí, tengo algo atorado en las entrañas.
―Vuelve a la cama, te llevo el desayuno.
Pasó las últimas semanas metido en la cama sin hacer nada
más que mirar un punto jo en la oscuridad. Se le vino a la
mente Marina y se preguntó a quién amaba más: a Ivonne, a
Irene o a Marina. Pensó en Aca y no veía la hora de volver
a verlo. Todo el pasado comenzó a llamarlo. La tabernucha,
Flor, La Nueva Academia, Melquisedec y el enviado de la NI.
Después de todo ¿no era más divertido todo aquello que lo de
adentro? Ivonne nunca aceptaría salir con él. Y, en todo caso,
no tendría sentido. Porque Irene saldría con ellos. Irene, Irene.
¿Qué pasaría cuando salieran? ¿Se casarían? Y él ¿qué habría
de hacer al volver a su mundo? ¿Unirse a la NI? ¿Luchar contra
ella?
La última vez que se vieron, Arturito le entregó un objeto.
¿Qué es esto?
―Es un fémur de ratón. Para que te acuerdes de y de lo
mucho que me gustan las colitas de ratón.
David Herrera Serna
87
XX
―No hagas esa cara Hugo. No pienses que me voy a suicidar
porque me dejas. No sé quién te has creído últimamente. Pero
te digo que eras mejor, más interesante, cuando llegaste. Te has
ablandado. No sé qué vas a hacer allá afuera.
¿Acaso lo sé yo?
―Un día volverás. Pero no me busques.
―Si un día regreso, no te he de buscar. Lo prometo.
―Antes de irte quiero mostrarte algo.
―Encantado.
Ivonne lo llevó hasta el último piso de la torre.
¿Adónde conduce esa puerta?
―A la cima.
¿Cuánto tiempo llevaba Hugo sin ver el cielo? Un tiempo
indefinido. La corriente de viento era tan fuerte que tenían
que aferrarse de una verja puesta, probablemente, para que
la gente no cayera por accidente o se suicidara. Estaban por
encima de las nubes. Ivonne tomó una barra de acero que
había en el suelo.
―Mira lo que hago cuando tengo alguna frustración.
Usando la barra como palanca arrancó una de las enormes
losas que recubrían los muros de la torre. La losa cayó al vacío
y se perdió entre las nubes.
¿Quieres intentarlo?
―No, gracias.
88
HAF
XXI
Hugo intentó tomar de la mano a Irene, pero esta se desaferró
y comenzó a caminar adelante.
―Ten cuidado de donde pisas, viejito. No te vayas a ir de
cabeza.
Cuando pasaron del piso 80 el silencio y la oscuridad fueron
igual de profundos. Hugo iba martillando cada escalón con
su pesada arma. Llevaba puesta su vieja ropa, la gabardina y
el sombrero. Iba ensimismado pensando en cómo habría de
hacer para enfrentar ahora esa otra realidad con el corazón,
como decía Ivonne, reblandecido. Tendría que reajustarse
el alma. Ponerse el hígado bien puesto y no mostrar la más
mínima debilidad delante de sus enemigos. Lo que más temía
era que la ira se hubiese desvanecido. Temía haber dejado de
ser temible.
¿A dónde irás a vivir cuando salgas? ―preguntó Irene con
una especie de sonrisa en los labios.
¿No sé, Irene, y tú?
―A un hotel ¿a dónde más?
―Tienes razón. Iré contigo.
―De acuerdo.
Desde hacía rato, Hugo tenía una percepción extraña: le parecía
que su bastón dialogaba con otro. Cada vez que golpeaba el
suelo oía repicar en un lugar muy lejano otro bastón. Bien
podía ser efecto del eco, pero a Hugo no dejaba de parecerle
inquietante.
―Irene, no sabes a lo que te enfrentarás. Me vas a necesitar.
―Yo creo que más a mí. Soy mujer y defenderme. En
cambio, tú ya estás entrado en la vejez y te has vuelto un
cómodo. Dime ¿vas a empezar a trabajar en algo?
―Puede ser, pero tengo otros planes.
―No me digas.
―Sí te digo.
Atrás había quedado la parte más grande de la torre. Estaban
en el piso 40. Cuanto más descendían, menos estrecha era
la oscuridad. Para este punto, la sensación de que su bastón
dialogaba con otro era virtualmente real.
―Detengámonos ―dijo Hugo.
¿Ya te cansaste?
―Sí, digamos que ya me cansé.
Al decir esto, Hugo alzó el bastón y lanzó en la penumbra un
violento golpe hacia atrás. Su bastón se encontró con otro.
―Profesor, Irene ―pronunció una voz familiar― soy yo,
Alirio.
Alirio convenció a Irene de quedarse con él y los dos regresaron
juntos a lo alto de la torre. Iban felices. Alirio iba exultante.
Hugo también. La verdad es que ya había concebido la idea de,
llegados al piso 30, deshacerse de Irene a bastonazos.
F
I
―Sabía que te encontraría en este mismo lugar, querido amigo.
¿Perdón?
¡Oh, disculpe!
¿Cómo podían haber fallado sus cálculos? ¿Cómo podía haber
errado en su previsión de lo que habría de hacer Aca? Si no había
pasado como él se lo esperaba, entonces debía ser que Aca tenía
algún impedimento o que ya no existía. Pero ¿cómo? A Aca
habría que triturarlo para deshacerse de él. Era indestructible
para la tecnología de la edad de piedra de la NGC. Pero no, he
aquí que sus especulaciones fallan una segunda vez. Porque el
otro señor, el que está al lado del primero, es Aca.
―Acabo de confundir tu sombrero con el de ese señor.
―Es humano errar en lo pequeño. Lo importante, profesor, es
que usted sabía que estaría esperándolo en este lugar.
Hugo le contó todo lo que le había sucedido adentro y le
describió con detalle cada uno de los personajes que había
conocido.
―Parece una fábula, profesor.
―Lo es, Aca, y también lo que sucede acá afuera es una fábula.
Lo terrible es que ninguna de las dos tiene sentido.
Aca encontró entrañables todos los amigos de Hugo allá en la
torre.
¿Cómo se siente ahora, profesor?
―No siento nada, Aca. Esto es lo peor.
―Sí, no es buen síntoma. ¿Quiere que hagamos un viaje?
―Sí, Aca, pero ¿a dónde? Todos los caminos han desaparecido.
Lo más lejos que podemos ir es a Chapinero.
―Si no hay caminos, entonces, los abriremos nosotros.
94
HAF
II
―En este barrio, Aca, vivió un triste antepasado mío. Te
preguntarás cuál de todos. Bueno, pues del que te hablo ahora
fue escritor. El más desafortunado de su época. No es que haya
escrito mal, no; lo que pasó es que no pensaba del todo bien.
―Profesor, ¿fue acaso aquel que terminó su vida cortándose
las venas en una bañera?
―Sí Aca, fue él. Aquí pasó su triste y corta vida arrinconado
por las deudas y tratando de encontrar el Innito en el fondo
de una botella. ¡Mira su casa! No quedan de ella sino sus ruinas.
―Y ¿qué pasó con sus libros?
―Pasaron, se perdieron.
Aca sabía encontrar las antiguas calles, hoy caminos imprac-
ticables, y se ayudaba de un machete para ir abriéndose paso.
Hugo lo seguía defendiéndose de las alimañas con el bastón.
―Descansemos aquí. Dame un cigarrillo, Aca.
Estaban delante de las ruinas de un magníco edicio. Era el
antiguo templo de Lourdes.
―Cuando la gente deja de rezar las iglesias se caen.
―No recuerdo quién dijo eso, Aca, pero está bien dicho ahora.
―Yo tampoco lo recuerdo.
Según señalaban los cerros, iban hacia el norte.
¿Qué vivía acá, profesor? ¿Hormigas gigantes?
―Exacto Aca. La zona tenía el ridículo nombre de Cedritos.
Aca nunca se cansaba. Hugo, en cambio, tenía que detenerse
a cada hora.
―No sé a dónde llegaremos, ni qué estamos buscando, Aca.
―Lo que queríamos era viajar ¿no? Pues estamos viajando.
David Herrera Serna
95
―Tienes razón. Lo que sucede es que me siento perdido.
¿Cómo vinimos a parar a este nido de ratas?
―En efecto, profesor, eso es lo que parece: un nido de ratas
gigantescas. Mire, ahí dice que se llamaba Chía.
¡Qué horror! Puedo jurar que es un lugar maldito en donde
se realizaban rituales incestuosos.
No se quedaron mucho tiempo en ese lugar, por miedo a
ser contagiados por la maldad del lugar. Llevaban dos días
de camino y no habían encontrado un solo ser vivo, salvo
lagartijas y mosquitos.
―Esta noche dormiremos aquí. Este sitio me gusta. Me parece
un lugar mágico. ¡Ojalá supiera cómo se llama! Esta laguna
debe tener un nombre indescifrable, como “Guatavita”, o algo
así.
III
Esa noche Hugo volvió a soñar. Fue un sueño absurdo. Una
mujer salía desnuda de la laguna. Su piel era verde como la
de una serpiente. Este detalle no desalentó a Hugo, que había
concebido el deseo de juntarse con ella. Cuando la tuvo cerca
la besó y la abrazó y se unió a ella delante de los ojos de Edipo
Montaña, que estaba oculto en el ramaje del bosque. La mujer,
a quien Hugo había llegado a identicar con una deidad de
la laguna, lo invitó a tomar un baño. Hugo había escuchado
de niño mil historias sobre estos espantos que conducen a los
incautos y a los ineles a la muerte.
―Tú quieres que me ahogue ¿no es así?
―Es así, Hugo, quiero que te ahogues.
¿Por qué me odias, quien quiera que seas?
―No te odio.
―Me quieres matar con insidias ¿crees que no he visto a tu
amante escondido entre el ramaje?
96
HAF
―No es mi amante, si te reeres a él ―dijo señalando el lugar
donde, en lugar de Edipo Montaña, había ahora una especie de
simio que Hugo nunca había visto, ni siquiera en libros. Algo
más cercano a un demonio que a un animal.
―Ah, bueno ―dijo Hugo sintiéndose más tranquilo―. Llegué
a pensar que eras…
¡No pronuncies su nombre!
―Si acepto bañarme contigo, sé que me voy a ahogar.
―Así es.
―Si no acepto ¿qué harás?
―Te voy a descuartizar.
¡Cómo!
―Estoy bromeando. Eres tan simple. Si no quieres ahogarte
conmigo, Hugo, te perderás una muerte plácida y te encontrarás
cara a cara con la tragedia. ¡Hasta luego!
Allí despertó y se percató de que era todavía de noche.
IV
Aca fabricó con la madera que encontró en el camino una
silla bastante cómoda y le acopló una rueda y dos especies de
agarraderas.
―Antes de llegar, tendremos que enterrar este artefacto, Aca.
Ya sabes la pena que hay por fabricar una rueda. ¡Qué me dices
tú un carro!
Así pudieron hacer en menos tiempo el viaje de retorno. Nunca
el de regreso será lo sucientemente cómodo.
¿Qué va a hacer cuando regresemos, profesor? ¿Por qué no
nos quedamos para siempre por estos desolados parajes? Si le
parece bien, puedo ir a la torre, entrar, subir todos los pisos y
tomar como rehén a Irene y exterminar a todos los que se me
opusieren.
David Herrera Serna
97
―Eso no estaría mal, Aca. Pero no es lo que quiero, por ahora.
¿Acaso me ves tan viejo que no pueda dar todavía un par de
pataditas en el aire?
Aca podía descifrar en las más leves vibraciones de la voz el
estado de ánimo de Hugo. En aquel momento su voz sonaba
inquietante, más aún que cuando quiso suicidarse.
―No te inquietes, Aca. Lo que pienso hacer es confrontarlos a
todos, uno a uno. Por ahora, necesito tu ayuda.
―Estoy a sus órdenes.
―Quiero que te detengas y regreses y encuentres mi bastón.
Hugo descendió del carro. Mientras Aca iba y volvía, se
quedó contemplando el paisaje sobrecogedor de la sabana. Es
verdad, pensaba, no hemos perdido nada si tenemos esto; y
perdemos todo cuando lo perdemos. ¿No lucen acaso mejor
estos campos, incultos durante casi veinte años, que como
estaban en el momento en que habíamos creído haber llegado
al culmen de la civilización? Los ríos han vuelto a correr y un
día el agua volverá a su ser más puro, si es que el ingenio del
hombre no lo corrompe todo de nuevo. La ciencia aniquiló al
hombre. ¡Qué digo la ciencia! ¡La misma Naturaleza fue la que
nos destruyó! Lo que nos ofrece esta que llaman la NGC es una
segunda oportunidad… o mejor, la primera. Seguir el camino
de antes es imposible… porque este ya no existe. ¿Qué camino
seguir entonces? ¿El de la Naturaleza? ¿Y cuál es este? ¿El de
la NI?
Aca estaba de vuelta.
―Aquí tiene su bastón, profesor.
V
Hugo regresó justo en el momento en que se reanudaban las
clases en la NU (Nueva Universidad), tras los nueve meses de
vacaciones. El mundo, al menos en apariencia, no había sufrido
grandes cambios. Todo estaba más viejo y decaído, eso sí. Por
98
HAF
las calles se veían a muchas de aquellas guras en apariencia
humanas, congéneres de Aca, sustrayendo la poca energía que
conservaban las últimas máquinas teletransportadoras. Era un
espectáculo deplorable.
―Están demasiado aferrados a este mundo ―decía Aca en
tono reexivo al verlos.
Cuando iban al mercado, Aca se admiraba de la facilidad con
que ahora Hugo se movía en la oscuridad. Una de esas tardes,
escucharon la conversación que estaba teniendo un agente de
la NP (Nueva Policía) con un parásito cualquiera.
―Sí. Y dizque vienen camuados y que tienen cosas feas para
hacer daño.
¿Cosas feas?
―Sí. Dizque algo que llama “armas”.
Días más tarde era día de protesta. Las consignas esta vez
eran en contra de una supuesta guerrilla que se iba a tomar
la ciudad por las armas. Hugo no sabía qué pensar. Conocía
perfectamente cómo funcionaba el mundo al interior de las
torres, pero también sabía que todo lo del mundo de afuera era
una invención, una parodia ridícula de la realidad.
¿Qué opinas, Aca, de lo que dicen de una tal guerrilla?
―No lo creo en absoluto. Pero podría ser cierto.
―Me temo que estoy igual a ti.
VI
Cuando Hugo entró al salón para dictar su primera clase del
trimestre, vio el enorme mal que, durante su tiempo en la torre,
había causado a la humanidad la NI. La que tenía al frente era
ya otra especie. El Nuevo Humano era un ser completamente
alienado y esterilizado. Repetía lo que la NI decía. Comía lo
que la NI le indicaba. Bailaba como la NI le pedía que bailara.
Nunca hacía nada porque su voluntad se lo indicara, ya que
David Herrera Serna
99
no tenía voluntad. Tenían los ojos como adormilados y los
cráneos se habían ajustado a la reducción de la masa cerebral.
El tronco, por el contrario, era muy bello y escultural. Por su
puesto, seres así solamente le producían horror a Hugo.
―No sé qué hago acá.
―Está dictando clase, profesor.
―No, no lo estoy haciendo. Y tú cierra esa horrible boca.
¿Está de mal humor, profesor?
―Sí, y me pienso desquitar con ustedes.
Eran todos iguales.
¿Qué está comiendo usted allá?
Era una jovencita. Una de las más bellas. A Hugo le causaba
terror.
―Estoy comienzo Nuevas Papitas ―dijo ella.
¿Y por qué durante mi clase?
―Porque son saludables y ricas.
Las carcajadas huecas de estos seres obligaron a Hugo a salirse
del salón. Cuando se calmaron, regresó y comenzó a gritarles
cosas insultantes y a conminarlos a salir; los iba, decía, a hacer
pedazos a bastonazos. Todos salieron como unas pobres reses
que llevan al matadero. Varios de ellos recibieron alguna
caricia del bastón mientras iban dispersándose despavoridos.
¡Melquisedec! ¡Melquisedec Costa! ¡Salga ahora! ¡Pedazo de
Estiércol!
¡Acá estoy Señor! ¡Acá estoy Señor! ¡Acá estoy Señor!
Costa estaba a sus pies. Hugo lo despidió de una patada.
¡Voy a acabar con todos ustedes!
Costa no podía responder, tal era el pavor que tenía.
100
HAF
―A un lado, Melquisedec Mierda. Voy a ver al enviado de la
NI.
¡Oh! ¡Oh! ¡Al gran Edipo Montaña!
―¿Cómo, Edipo Montaña…
―Sí, asesinó al enviado de la NI, que era su padre, y ahora es
el nuevo enviado de la NI.
―Lléveme con él. ¿Qué espera?
¡Oh! ¡Oh!
VII
La ocina del Enviado de la NI quedaba a pocos metros de la
Nueva Universidad. Cuando estuvo adentro, Hugo pensó: he
aquí lo que me disgusta de estos arribistas del pensamiento.
Las paredes estaban tapizadas de diplomas y la biblioteca tenía
una nutrida colección de libros y revistas.
―Como ve ―comenzó a decir el Enviado― nuestra facultad
es una de las más prolícas de la Nueva Academia. Estamos
pensando, con el beneplácito de la NI, construir un nuevo
edicio para la Nueva Biblioteca.
―Me parece una obra importante ―dijo Hugo, dejándose sor-
prender por un instante― ya que he visto la Antigua Biblioteca
desmoronándose.
―Sí, claro, la Antigua Biblioteca... ―contestó Montaña extra-
yendo un volumen que, por su peso, se le resbaló y cayó rui-
dosamente al suelo.
La intención de la Nueva Academia, siguiendo directrices de
la NI y del omnipotente gobierno de la NGC, no era rescatar
las colecciones de la Antigua Biblioteca: estas se perderían para
siempre por culpa del maldito descuido. La construcción del
Nuevo Conocimiento consistía no en conservar y estudiar las
obras y las ideas, sino en ir alejándose de ellas cada vez más.
Escribir y escribir sobre una obra y después sobre la obra que
David Herrera Serna
101
comenta la obra, en un ciclo interminable de comentarios sobre
comentarios, de manera que aquellos interesados en consultar
determinada obra tuvieran que verse en el penoso trabajo de
recorrer un camino cada día, cada instante más y más largo. Lo
anterior, claro, con el n de que fuera, literalmente, imposible
acceder al verdadero saber. Una vida sería insuciente para
alcanzarlo.
―Estamos ansiosos de que nos envíe sus producciones,
profesor.
Hugo les había enviado todos sus trabajos sin recibir respuesta.
―Ya sé para donde va, Montaña.
¿Para dónde voy?
―Ahora va para donde su jefe y le dice que necesito hablar
con él.
―Deme una oportunidad, profesor de la Vega.
―Ya se la di, en el campo de futbol ¿recuerda?
―Déjeme intentar razonar con usted.
¿Razonar usted, Montaña? ¿Quién se ha creído?
―Bueno ―dijo una voz femenina interrumpiéndolos―. ¿Vas a
dejar hablar o no, Hugo?
Era Marina.
¿Qué haces tú acá? ¡Demonios! ¿Vienes a matarme?
¿Matarte yo? Deja de pensar en conspiraciones, no seas niño.
Marina lo conocía y sabía que golpeaba con la diestra; por eso
le bastó moverse un poco hacia la derecha para evitar un golpe
que habría sido contundente.
―No me importa que seas mujer ―le dijo Hugo nervioso, con
los ojos inyectados―. Si te me acercas, te parto el alma con esta
cosa.
Los tres guardaron silencio.
102
HAF
¿Por qué no te vas Marina? ―dijo al n Hugo en tono
conciliador.
―Porque no.
¿No puedes estar un minuto sin él?
―No. Y ahora déjalo hablar.
―Hable Montaña, pero sin rodeos.
―Entiendo que usted me culpe por…
―Yo no lo culpo de nada. Es, simplemente, que usted me
resulta asqueroso. Mírese, Montaña. Si parece que se hubiera
echado un pote de mantequilla entre el pelo y la cara. Tiene
siempre los ojos llorosos. Jamás se seca las lagañas y sufre
de una molesta conjuntivitis que lo obliga a parpadear más
frecuente de lo normal. Hiede y se ve sucio. Por supuesto, tiene
usted la perfecta facha de un bastardo. No hablaré más con
usted, patético remedo de sabio. Voy a ir a quebrarle la cabeza
a su jefe.
VIII
Esa mañana, Hugo parecía diez años más viejo. Intentó pedir
café, pero no tuvo el aliento suciente. Aca estuvo pendiente de
que no se desplomara de la silla donde tomaba todos los días
el desayuno. Después de devorar seis huevos, doce rodajas de
pan, tres litros de jugo de naranja y un litro de café se dio a
hablar.
―No vuelvas a dejarme beber de esa manera.
―Pero si solamente se tomó una totumada de chicha con guaro.
―Precisamente, Aca.
Su cuerpo estaba desacostumbrado a un trago tan repugnante
y mortífero. También se había desacostumbrado, después de
haber conocido a Irene y a Ivonne, a la fealdad de Flor. A la
rubia ni siquiera había ido a verla.
David Herrera Serna
103
―Es evidente que has envejecido, Hugo.
¿Por qué lo dices, Flor?
―Hugo, porque ya no tienes ganas.
Hugo se queda serio.
―Amor mío. ¿Qué pasa contigo? ¿Te me estás quedando
dormido? ¿Qué pasó con la ira de antes? Hasta Zeus, sin el
rayo, pierde mucho.
Flor tenía razón. Había algo que se había perdido. Era como
si ahora no le importara nada. Se estaba convirtiendo en una
sombra. Estaba empezando a olvidar por qué hacía lo que
hacía. Los motivos, los principios, se estaban disolviendo en el
irrevocable olvido.
A veces, yendo por la calle con Aca, miraba hacia lo alto para
ver si caía alguna losa del cielo. No le gustaba mucho estar en
casa, porque temía que la nostalgia le corroyera aún más el
alma. No se aburría ya con el mismo gusto de antes.
¿Qué hacemos mientras tanto, profesor?
Obtener una cita con el Jefe del Enviado de la NI podía
demorarse mucho.
―No sé Aca, ya no hay tiempo para nada.
IX
¡Qué distintas son las tinieblas cuando las inunda la profunda
luz de la verdad! ¿Qué vinimos a hacer a la tierra cuando
habríamos podido permanecer en la Gloria? ¿Por qué la parte
del hombre fue la descomposición y la muerte? Vivir fuera
del mundo debía ser nuestra herencia, si es cierto que somos
hijos de un dios. Descendamos, observemos con la plenitud
ausente de un ave gigante la pequeñez aparente del ser
humano. Las torres, donde se reproducen mundos complejos,
parecen cañones de juguete apuntados hacia las estrellas.
La humanidad es un juego de niños a esta altura. Nada se
104
HAF
distingue. Se ve solamente una especie de organismo que
bulle. Es la humanidad. Pronto será invisible.
A Hugo ya no le parecía que el café sabía a tierra. Le parecía
estar tomando infusión de tierra. Por eso en las mañanas lo
tomaba cada vez menos. No una, sino dos veces, destruyó
algunas tiendas de mercaderes porque le dijeron que no
quedaba tabaco. ¿Dónde quedaba toda la maldita abundancia
de la NGC?
―Señor ―decía parando a cualquier pasante―. ¿Por qué hace
toda la mierda que hace en su cochina vida?
―No entiendo, amigo; por favor, baje el bastón.
―Tratar de sobrevivir, copular con su mujer, hacerle hijos,
matarse porque ellos vivan. ¿Por qué hace toda esa mierda?
―Francamente, no lo sé. ¿Acaso sabe usted cuál es su misión
en el mundo?
―Claro que sí. Vine a joderlos a ustedes.
¿Cómo así?
―Vine a cagarme en todo.
Hugo iba al menos una vez cada dos días a ver qué pasaba con
el trámite de su cita con el Jefe del Enviado de la NI.
―Espere ahí, por favor.
Ahí era un ángulo de la sala. Hugo se retiraba y se quedaba en
la esquina, marcando un tempo tenso en el piso de madera con
su bastón.
―Debo irme, señora ―volvía a intentarlo―. ¿Usted no?
Déjeme ver al Jefe del Enviado de la NI.
―Pero ¿para qué quiere verlo? ¿Quién lo recomienda?
―Yo mismo.
―No, el JENI no lo puede atender ahora.
David Herrera Serna
105
¿Cómo? ―decía perdiendo por completo los estribos―. ¿Es
que estás mal culiada?
¿Qué dice? ¡Descarado!
―Mira, niña. ¿Qué quieres? Te doy lo que quieras.
―No quiero nada. La NI me satisface.
X
―Para ver al JENI tiene que mover mucho, hermano.
Quien así hablaba era Adán. Adán era siempre el primer
hombre, pero, al mismo tiempo, era siempre el último. Conocía
a todos, pero no era nadie. Todo el tiempo estaba alardeando
de sus relaciones.
―Anoche estuve con Antonio Cortázar, Gabo Ramírez y Mimí
Neruda.
¡Mimí Neruda!
―Sí, esa mujer es genial.
¡Es hermosa!
―Me encanta lo que escribe.
¡Tiene buenas piernas!
―Van a publicar su tercer libro de Nuevos Poemas.
¿Dónde dice que fue la esta?
―El hijo de Montaña, Tersites ¿lo recuerda?
―No, pero me lo imagino.
―Tiene una tertulia.
¿Y la gente va?
―Sí, aunque el tipo es feo como un simio.
106
HAF
¿Qué le importaba a Hugo la apestosa tertulia de Tersites
Montaña? Lo único que le interesaba era que le presentaran a
Mimí Neruda y eso fue lo que consiguió.
Allí estaban Mimí, Hugo, Adán, Gabo y Antonio Cortázar. Este
último tenía en ese momento la palabra. Estaba hablando de
su último libro. Hugo apretaba nerviosamente el mango de
su bastón. Muy cerca de él estaba Mimí Neruda. A Hugo le
parecía que esta quería rozar su cuerpo con el de él. Exasperado
por la palabrería de Antonio Cortázar, intervino cortando
bruscamente su discurso.
―Un momento, amiguito. Sea directo cuando habla. Díganos
de una vez de qué trata su condenado libro.
¿Cómo de qué trata, profesor?
¿Es que no me oyó bien? Quiero saber qué pensamiento
pretende transmitir con él.
¡Ah, bueno! Pues ninguno.
A Hugo le chirriaban los dientes.
¿Qué demonios contiene su libro, Cortázar? No se haga el
imbécil.
―Digamos que mi libro es un reejo de mi conciencia.
―Qué bien. ¿Y de qué habla su conciencia?
―Otra vez, no entiendo ―dijo Antonio Cortázar con una
sonrisa que a Hugo se le antojó estúpida y malévola.
―Me está aburriendo, Cortázar. Responda solo a esto: su libro
muestra su posición frente al mundo ¿no?
―Sí.
¿Y cuál es esta posición?
―Pues ninguna.
No era del todo cierto lo que decía el escritor. Su posición era
aquella que la realidad manipulada de la NI y de la NGC quería
David Herrera Serna
107
que tuviera, la que convenía en el momento. Hoy defender con
ahínco una causa, mañana atacarla con rabia y desprecio. Pero,
en n ¿no era esto como no tener ninguna posición?
―Mi libro describe el mundo que veo, sin añadir a ello ninguna
idea universal ―dijo por n Cortázar―. Nuestra tendencia
es a que las palabras tengan el menor signicado posible.
Nuestros libros cuentan historias que nos suceden o que
podrían sucedernos, a nosotros o a cualquier otra persona que
imaginemos. Salir a caminar, almorzar con un amigo, conocer
a una mujer, emborracharnos, ser felices. No queremos decir
más, porque no creemos que haya más por decir. Hay una
corriente, que no criticamos, pero que no es exactamente como
la nuestra, que se dedica a criticar a los libertinos (así llamaban
a los defensores de la antigua cultura).
Existían dos corrientes: las Nuevas Cabezas, a los que
pertenecían Cortázar, Gabo Ramírez y Mimí Neruda; los otros
se hacían llamar las Nuevas Luminarias, a estos se estaba
reriendo Cortázar en ese momento.
―Eso, en el fondo, me parece bien ―continuó el escritor―,
porque alguien tiene que decirles un par de verdades a esos
amantes de la civilización perdida. ¡No sé cómo los dejan
vivir, sabiendo el peligro que representan! Por ellos fuera,
volveríamos a ser esclavos de las máquinas, de la cultura y de la
ciencia. Aunque nosotros escribimos, lo nuestro no es cultura.
Escribimos por escribir y sabemos que más tarde otro escribirá
algo que hará que lo nuestro se olvide. Porque, como no hay
nada más en todo lo que hacemos que unas impresiones de
un mundo que, a nal de cuentas, va a desaparecer del todo,
pronto… Nadie, dentro de diez años, va a entender ni a tener
relación alguna con lo que escribimos.
Por supuesto, toda esta parte tan interesante de la conversación
le pasó por alto a Hugo, quien había acercado la mano y le
acariciaba con los nudillos el muslo a Mimí.
108
HAF
―Vámonos de aquí ―le decía al oído a la Nueva Poeta, toda
una Nueva Eminencia―. Quiero meterte la mano en los
calzones.
A Mimí no le disgustaron las insinuaciones de Hugo.
―Eres un viejito chistoso ―le decía más tarde desnuda en su
cama.
―Así es, ahora lárgate.
XI
¿Oyes, Aca, lo que dicen?
―Los oigo, pero entiendo que no dicen nada.
―Exacto. Otra vez.
¿Quiere decir que ya les cambiaron otra vez el discurso y que
por eso ya no gritan consignas contra la supuesta guerrilla?
―Exacto.
Hugo había cambiado denitivamente el café por el té de
coca, planta que se encontraba en todas las esquinas. Como
el pan también había desaparecido, había comenzado a
separar el guaro y amasar la chicha para fabricar arepas. Este
procedimiento estaba a cargo de Aca. Los días que no iba
ni a la universidad ni a enterarse de cómo iba su cita con el
JENI, Hugo y Aca iban a recoger frutas a un jardín que por
azar habían descubierto. Eran frutas desconocidas, y antes de
probarlas Aca se aseguró de que no fueran venenosas. Después
se adentraban por un sendero boscoso, por el que los iba
guiando el rumor de una fuente cercana. Hugo se desnudaba
y tomaba un baño de aquella agua helada que rugía al caer de
una alta piedra. Luego se tendían los dos en el césped y Hugo
comía unas bellotas amargas que le producían una embriaguez
alucinante. Durante los momentos de trance, Hugo hablaba
con todo el mundo, como si todos estuvieran presentes. Con
Marina y Edipo, con la rubia, con Flor, con Irene, con Ivonne,
con el hombre champiñón, con Alirio, con Melquisedec. Tenía
David Herrera Serna
109
accesos de risa que lo hacían retorcerse y llorar. Se levantaba,
caminaba como si estuviera llevando del brazo a alguna de sus
mujeres y le hablaba de cosas incomprensibles apoyando su
argumentación con complejos movimientos de la mano en la
que esgrimía el bastón. De repente, se lanzaba como una era y
embestía a varios enemigos de aire. Luego volvía, se serenaba
y, exhausto, dormía bajo las estrellas. La Gran Guerra había
hecho que el eje de la Tierra se desplazara y esta había quedado
alineada de forma distinta con relación a los otros astros. Hugo
podía notarlo. Aca se lo había señalado.
XII
―Aca, ayúdame a pensar. ¿Qué haré después de que haya
hablado y destruido al JENI?
―Eso depende.
¿De qué?
―De a qué esté dispuesto usted. Si quiere luchar, el paso
siguiente, después de destruir al JENI, es acordar una cita con
el Nuevo Sub Papa o NSP.
―Y esta la obtendré cuando me será imposible levantarme de
la tumba para ir.
―Por otra parte, podemos retomar nuestras andanzas. En vez
de cigarrillos ahora podríamos apostar hojas de coca.
¿Me estás diciendo que decline?
―No. De hecho, existe una tercera posibilidad.
¡Vamos Aca! ¡Qué misterio el tuyo! Apuesto a que es esta la
que vamos a seguir.
―Yo también lo creo.
―Y esta es…
―Usar la fuerza.
110
HAF
Había estado al menos ciento cincuenta veces en la puerta del
despacho del JENI, pero la misma mujercita seca y amarga
le había negado el paso. Lo que había que hacer era abrir a
bastonazos ese candado.
―Buenos días, señor… ¡Eh! Un momento, no puede entrar, así
como así, a la ocina del JENI.
¿Quién me lo va a impedir? ¿Tú, so arrastrada?
Hugo parecía un loco con el bastón en el aire y los ojos irritados.
―Ahora sí, pase, el JENI lo está esperando.
Había dicho las palabras mágicas.
El despacho del JENI olía a perfume barato y estaba lleno de
porcelanas baratas de perritos y gatitos. En las paredes se
exhibían unos cuantos diplomas, expedidos todos por la NI,
en los que se certicaba que había asistido al seminario de
actualización de los procesos y doctrinas de la NI para el NG
de la NGC. Además de los diplomas había unas cuantas fotos
familiares hechas con las últimas cámaras que existieron. Eran
unas fotos viejas, oscuras y Hugo pudo ver en ellas cuán fea
era la familia del JENI. Iba destruyendo todo a su paso. Para
llegar hasta el escritorio había que pasar por una galería de
chucherías y cosas cursis que a Hugo le produjo escalofrío. Un
dibujo de uno de los hijos, unos zapaticos del bebe, una or
articial. A medio camino emprendió la carrera lanzando un
grito que pretendía causar espanto en el JENI, pero, cuando
llegó hasta su escritorio y destruyó porcelanas, perritos y
suvenires con el bastón, vio que en la silla había un letrero que
decía: estoy almorzando.
XIII
―Con lo de esta semana, Aca, al menos logré llamar la atención
del NSP.
¡Vamos, profesor, no sea tan modesto! Fue toda una victoria.
David Herrera Serna
111
¡Ay, Aca! Por primera vez en la vida me siento haciendo
bien las cosas. Estoy siendo consecuente conmigo mismo. Mi
misión no es evitar la destrucción, esto supera mi condición. Lo
que debo hacer es que los que están destruyendo al hombre, no
lo hagan tan a su sabor.
―Si quiere, podemos ir hoy al bosque a interiorizar.
―No es mala idea, Aca, pero hoy tengo que recibir a dos de
esos cabecitas de estudiantes.
¡Ay, qué horror! ¿Por qué no les dice lo que siempre les dice?
¿Será?
―No lo piense dos veces.
―De acuerdo. Pero no les voy a decir nada. Mejor que me
esperen hasta que se cansen.
En un canasto, que después debía regresar cargado de frutos
silvestres, Aca llevaba el pan de chicha y un vino muy bueno
hecho de una de las frutas que recogían. El camino iba por la
montaña que antiguamente se llamaba Monserrate y ahora
Nuevo Monserrate. Hugo cumplió el mismo ritual, se bañó
en la fuente y masticó algunas bellotas amargas que estaban
en plena sazón. Esta vez, en lugar de hacer locuras, se quedó
completamente inmóvil, como un tronco; solamente Aca podía
percatarse de que aún vivía. Cuando llegó la noche y una
inmensa Luna apareció sobre las montañas, una parte de Hugo
se alzó y comenzó a caminar por el bosque. Iba, seguramente,
guiado por alguna deidad de la montaña, pues encontró un
camino completamente oculto por la hierba. Siguiendo este
tenebroso sendero dio con la entrada de una cueva tan oscura
que era imposible, incluso para Hugo, ver más adelante de
la propia nariz. Aun así, entró y caminó un largo espacio en
aquellas tinieblas. Cuando advirtió que se hallaba perdido,
una voz sobrecogedora le indicó el camino.
―Por acá, profesor.
112
HAF
Había una especie de pendiente que, al parecer, conducía a una
cámara iluminada por un fuego. Estando allí, supo a donde
había llegado. Había mucha gente reunida. Todos conversando
unos con otros. Sentados en unas sillas bastante elegantes, vio
a sus padres y fue hacia ellos.
―Hijo ¿qué haces acá?
―Te dije que dejaras de fumar.
―Papá, no estoy muerto. Simplemente se me concedió venir
para verlos otra vez. No tengo mucho tiempo.
¡Ay, hijo! ¡Qué alegría verte! ¿Te estás alimentando bien?
―Sí mamá, Aca me cuida bien.
¡Ah! Mi querido Aca. ¿Qué se cuenta ese viejo terco de Aca?
―Papá ¿te parece que Aca es terco?
―Sí, cuando era joven no me dejaba hacer lo que yo quería.
―Bueno, conmigo hizo lo mismo.
―Salúdalo de mi parte, hijo.
―Claro, padre.
―Hijo.
―Madre.
―No quiero meterme en tu vida. Pero tampoco quiero que te
vuelvas nada por Marina. Tienes que superar eso.
―Madre, tengo más edad que tu cuando moriste. ¿Puedes
dejar de tratarme como a un niño?
―Lo digo por tu bien. Ahora vete, te están esperando aquellos
señores.
Los señores eran, claramente, gente de una época muy muy
remota. Eran de una estatura superior a la de los demás
mortales. Tenían una fuerza aterradora. Hugo adivinó que uno
era Ulises, el otro Ayax, hijo de Telamón, y el tercero, Aquiles.
David Herrera Serna
113
Abordó primero a Ulises.
¿Tienes que decirme algo, oh fecundo en ardides, Ulises?
―Aprende a ser taimado como yo, Hugo. Puedes hacer mucho
daño al enemigo si logras engañarlo.
―Gracias.
―Poderoso y enloquecido Ayax. Dame ahora tú un consejo.
―Que nadie diga de ti que no hiciste todo por ayudar a tus
amigos y todo por destruir a tus enemigos.
―Gracias.
―Algo más. Es mejor la muerte que el fracaso.
Hugo pasó esta vez a hablar con Aquiles quien así le dijo:
―Mi amistad con Patroclo no es nada al lado de la tuya con
Aca: ustedes han vencido a la naturaleza.
Cuando se hubo alejado de los tres héroes, Hugo oyó que otra
voz tenebrosa le decía:
―Profesor, por acá. Es hora de volver.
Era Caronte que le indicaba subir en su barca. Durante el viaje
de regreso Hugo pudo ver el alma de todos los muertos: unos
felices y otros tristes, inconsolables. Volvió a ver la luz de la
Luna y bajó de la barca detrás de la fuente.
―La próxima vez que quiera descender ―le dijo Caronte―
puedo recogerlo en este mismo lugar. Pero tendrá que traer
con qué pagar.
XIV
La ocina del NSP quedaba en un viejo edicio en ruinas en
una desolada calle de la Nueva Santafé de Bogotá. Hugo sabía
ya a qué hora salía el NSP y conocía perfectamente su itinerario
hasta que llegaba a casa. El viejo edicio en ruinas era la casa
del antiguo presidente de la vieja Colombia, por lo que el NSP
tenía que atravesar la Nueva Plaza del Nuevo Bolívar y ver la
114
HAF
Catedral también en ruinas y el Palacio de Justicia en cenizas.
Caminaba por lo que fuera la carrera 7ª y cruzaba el río por
el Nuevo Puente Colgante. A la izquierda estaba la antigua
Iglesia de San Francisco, hoy Iglesia de San Juan Jacobo, el
único edicio que había resistido al deterioro del descuido. En
el camino fumaba uno o dos cigarrillos. A veces se paraba en
una tabernucha y se echaba una totumada de chicha con guaro.
La gente lo saludaba por la calle, gente de la que deambulaba
por esas calles de noche. ¿Qué clase de tipo es el NSP?, se
preguntaba Hugo, ¿un maldito borracho decadente? ¿Cómo
pudo haber llegado a tener tanto poder? Vivía al lado de un
botadero de basura. Antes de entrar pasaba por un negocio que
vendía unas frituras repugnantes y se compraba dos porciones.
Subía cincuenta escalones y giraba a la izquierda. La chapa se
abría al revés. El cuarto quedaba al fondo, pero el NSP pasaba
lascivamente el tiempo en el sofá de la sala.
XV
Se veía muy mal en las mañanas. Había perdido un par de
dientes y más de la mitad del pelo. Se había vuelto terriblemente
gruñón. A ratos, Aca prefería evitarlo. Además, había vuelto a
beber como antes.
―Mira, querida, me conoces de siempre. Sabes que soy un
puro varón.
―Hugo, no empieces a lastimarme con ese palo. perfecta-
mente que eres todo un varón. Pero te estas convirtiendo en un
simio o en un cerdo.
―No me importa lo que pienses rubia, mujerzuela, dame de
beber o te saco el cerebro por la nariz.
Decía lo que se le ocurría, sin pensarlo. Actuaba sin premedita-
ción. La emprendía con el que fuera por cualquier insignican-
cia. Aca tenía que quitarle a menudo de las manos una de sus
presas para que no la asesinara.
―Estoy harto, Aca, quiero terminar con esta historia.
David Herrera Serna
115
¿De verdad está harto?
―Sí, esta comedia no tiene sentido.
¿Y quién sabe si la tiene para los que la están mirando desde
lejos?
Los dos alzaron la mirada y vieron el cielo poblado de estrellas.
Como estaban en los nueve meses de vacaciones, hicieron
varios viajes para conrmar la existencia de algunos lugares
míticos.
Fueron a Melgar.
Girardot.
Fusagasuga.
Silvania.
Mesitas del Colegio.
Carmen de Apicalá.
Anapoima.
Anolaima.
Zipaquirá.
Tocancipá.
Gachancipá.
Nemocón.
Y otros lugares de que habían tenido alguna vez una remota
noticia.
―Sé a qué podemos dedicarnos, Aca.
¿A qué?
116
HAF
―A hacer listas.
―Es una buena idea. Las listas son interesantes de por sí. Dan
la idea de un todo complejo.
―Sí, Aca. Últimamente me lees el pensamiento.
XVI
¿Vive aquí el abogado Pedro Roca?
―No, no vive aquí. Pero dame esa maldita carta, porque es
para mí. Y no esperes que te de otra cosa que esto.
Hugo le da al mensajero un bastonazo que le quiebra dos
huesos de la mano.
―Ahora vete y no vuelvas.
Lee y luego hace añicos la carta.
¡Qué les den por el culo!
Aca estaba preparando el té.
―Aca, me duele la panza. ¿No sabrás qué será?
―Algo que su cuerpo no digiere bien.
―Sí, pero ¿qué?
¿Será el maíz de la chicha?
―Puede ser.
Aca le pone al frente la taza de té.
¿Quieres que te diga que decía la carta que acabo de recibir?
―Sí, por favor.
―Decía que tengo que presentarme en la sala 2 del complejo
penitenciario 5 antes de la 1 para apelar por última vez la
condena a muerte de mi cliente, Segismundo Vives. De no
presentarme, la pena será impuesta de manera inmediata y sin
remedio.
David Herrera Serna
117
―Está claro que la carta no era para usted.
―Puede ser Aca, también podría tratarse de uno de los
ridículos juegos de la NI para mantenerlo a uno como tonto.
―En ese caso ¿qué es lo que querrían? ¿Ponerlo en un dilema
moral?
¿Cuál dilema?
―Que ahora tiene usted, sin quererlo, algo de responsabilidad
sobre la vida o muerte del señor Vives.
―Mira, Aca, que no me lo había planteado de esa manera.
En ese momento suenan unos golpes en la puerta. Aca abre. Es
el mismo mensajero. Trae la mano vendada.
―Carta para el ingeniero Panecio Pepino
―Es acá, pero mejor corre antes de que te fracturen la cabeza.
―Déjame que la lea, Aca.
―Aquí tiene.
Hugo lee en silencio y luego hace añicos el papel.
¡Qué les den por el culo!
¿Qué dicen esta vez?
―Dicen que van a relevar al actual NSP por “sinrazones”
de salud. Entonces, todo el seguimiento que le hicimos a ese
pervertido borracho no sirve ahora para nada.
¡Qué asco!
―Hemos perdido nuestro tiempo, Aca, siguiendo el más
mínimo movimiento de una escoria más de la NI.
―Así es. ¿Desea más té?
118
HAF
―Sí, por favor.
Después de una pausa, Hugo vuelve a hablar.
―No sé qué haremos Aca. Estoy perdiendo el interés en todo.
―Podemos intentar salvar al señor Segismundo Vives.
¿Para qué Aca? ¿Para entregárselo como esclavo a la NI?
¿Para que lo sigan torturando con un proceso que no tiene n
ni lógica?
―Quizás tenga familia que no querrá verlo colgado de un
árbol.
―Eso debe ser algo demasiado horrible. ¿Cómo dices que se
llama el tipo?
―Segismundo Vives.
―No lo conozco. Aunque bien podría haberse cambiado el
nombre. No sabemos siquiera si existe. Repíteme el sitio donde
lo van a matar, supuesto que exista y lo maten.
―Sala 2 del complejo penitenciario 5.
¿Hora?
―Una.
¿AM, PM?
―No dice.
¿Existen complejos penitenciarios en la NGC?
―Al menos eso dicen.
―Podríamos ir y comprobarlo.
―Sí, pero no pensemos ya en salvar a nadie, profesor, acaba
de dar la una.
XVII
¿Cuántos años tenía Mimí Neruda? Hugo no lo sabía. No
era tan joven como Irene e Ivonne. Tendría la misma edad de
David Herrera Serna
119
Marina. Una edad en que muchas mujeres conservan la belleza
en la imaginación. Mimí, sin embargo, era despampanante. Era
una amazona sensible y letrada.
―Preferiría que callaras Mimí, no quiero ser brusco contigo.
―Hugo, eres tan, pero tan decadente.
―Mira quién lo dice. ¿Acaso soy yo el que voy a tocar a tu
puerta para pedirte sexo?
―Debo confesar que tu forma de tratar a la gente como a una
basura me excita.
―Y a mí me excitan tus piernas y tu olor de yegua vieja.
―Me gustaría saber qué piensas de todos nosotros.
―Pienso que todos ustedes son excremento. Son unos malditos
tarados que no se agarran el culo con ambas manos.
¿Qué quiere decir eso, Hugo?
―Nunca lo he sabido. Pero te lo digo porque los creo incapaces
de crear nada que valga la pena. Son unos farsantes. Eso pienso
de ustedes, Mimí, como artistas, poetas y escritores. Como
personas me resultan nauseabundos, débiles, sin honor, sin
sangre en las venas. A ti te he cogido aprecio, pero no es algo
perdurable, sino circunstancial.
¿Quieres saber qué pensamos todos de ti?
―No.
¿Te da miedo oír algo que te pese?
―No. Porque me considero intachable.
―Aun así, te lo diré.
―Bueno, mujer, si lo que quieres es decírmelo, hazlo, pero no
des tantos rodeos.
120
HAF
―Eres un enfermo.
¿Eso piensan?
―Eso pienso ahora. Por favor, cierra el pico y déjame hablar.
―Adelante.
―Pensamos que eres el maestro más grande que ha nacido
después del Armagedón.
¿Eso piensan?
―Sí.
―Quítate otra vez la ropa, Mimí. Eso que dices me excita.
XVIII
¡Vaya si tenía mala cara en las mañanas! Antes de tomar el té
tenía que vomitar la bilis retenida durante la noche. Gruñía,
daba bastonazos en el aire, como si viera presentes a todos
sus enemigos, luego reía en silencio; hacía todo lo que antes
ejecutaba en estado de trance, pero ahora lo hacía sin necesidad
de morder bellotas amargas.
―Hoy voy a ver al NSP. Voy a irrumpir en su ocina con todo
el furor de un salvaje ofendido.
―Estoy seguro de que nadie le opondrá resistencia.
―Vas a ver Aca. Les voy a sacar los sesos a todos.
Aca le pone el pan de chicha.
―Gracias, Aca, pero hoy me voy en ayunas. Pienso
desayunarme con su sangre.
Aca le dio la gabardina, el sombrero y el maletín. El bastón
estaba colgado del picaporte. De camino recordó una canción
y se puso a canturrearla.
Meraviglioso… ma come… come... Meraviglioso.
Había olvidado parte de la letra. Meraviglioso sería el
porrazo que le daría a su enemigo, a ese monstruo que estaba
David Herrera Serna
121
destruyendo las mentes de los hombres. Meraviglioso sería
el inerno que crearía en la ocina del NSP. Meraviglioso
él, Hugo, como Heracles, exterminando a los enemigos de la
humanidad. La gente que iba por la calle se asustaba al verlo
refunfuñando. Cuando llegó se asombró de ver la puerta del
NSP franqueada y ni rastro de secretaria. Un distractor, pensó.
Entró sin asomo de duda y comenzó a derribar cosas que se
iba encontrando a su paso, pero quedó paralizado cuando vio
que las cosas que derribaba eran sus propias cosas, sus libros,
sus porcelanas, sus suvenires traídos de pueblos remotos hoy
desaparecidos.
―Hugo, mi amor ¿qué te pasa?
―No me jodas, ¿Ivonne, te atreviste a salir para buscarme y
para ello te convertiste en el NSP?
¿Quién es Ivonne, Hugo?
―Bueno, mujer, descúbrete, quítate la máscara.
―No es una máscara, soy yo, Marina.
¿Tú, el NSP? La verdad es que no suena descabellado. Pero
¿qué hacemos en nuestra antigua casa?
¿Antigua? ¡Pero si es nueva, la acabamos de comprar!
¿Qué hago yo aquí?
―Acabas de llegar. Saliste a traer el pan.
¿Y dónde está el pan?
―Lo tienes en la mano.
Hugo se mira y en vez del bastón ve que está aferrando un
talego con el pan.
¿Qué es esto?
―Hugo, mírate al espejo, por favor.
Hugo obedece y ve un reejo que le recuerda a sí mismo, pero
que no es del todo él. El otro tiene algo de diablesco.
122
HAF
¿Qué quieres que vea?
―Mira bien.
Hugo se concentra en el tipo del espejo y este, de súbito,
salta sobre él y comienza a morderlo y a arrancarle pedazos
de carne. La sangre mana a chorros de sus heridas. ¡Es una
traición!, piensa.
Esa mañana, al despertar, tenía la peor facha de su historia.
XIX
¿Puede ser, Aca, que me sienta demasiado viejo para pelear
contra el NSP? No te niego que nada más pensar que después
tendré que vencer, tras pasar muchos otros obstáculos, al
Nuevo Papa o, si no, nada de todo esto tendría sentido, me
llena de desaliento
¿Perdón?
―Aca ¿estás sordo? Mi amigo ¿puede ser que estemos
envejeciendo juntos?
―Es el ruido de la calle. ¡Esas malditas protestas no me
permiten oír lo que dice!
―Está bien, Aca. Lo que decía era… ¿sabes? Acabo de olvidar
lo que te estaba diciendo.
―Bueno, hagamos algo.
―Aca ¿olvidas que tengo que salir a combatir a la NI?
¡Oh, sí, es verdad!
Esa mañana Hugo salió bastante confuso. Varios indicios le
hacían pensar que Aca estaba sufriendo de algo. Lo primero
fue al desayuno: Hugo tuvo que beber agua caliente y comerse
un pan completamente carbonizado. Antes de salir le había
dado una almohada en vez del habitual sombrero. ¿Qué será?
Se preguntaba Hugo, que no recordaba ya adonde se dirigía
cuando salió de casa. La idea de quedarse sin Aca lo sobrecogía.
David Herrera Serna
123
¿Y qué pasaría si Aca se quedara sin mí? Era el instante más
tenebroso de su vida. Entonces recordó aquel poema que citó
el poderosísimo Ayax.
―Nadie diga de mí que no hice todo por ayudar a mis amigos y todo
por destruir a mis enemigos.
Y recobró el norte y el sentido de la vida. Destruir todo lo que
alcanzara.
¿Le han dicho que se parece a un mosquito?
―Sí. Jajajajaja. Varias veces, profesor.
―Se ve usted muy frágil ―decía Hugo aferrando con rabia el
bastón delante del Nuevo NSP―. De un porrazo le arranco la
cabeza de raíz.
―Cuando terminemos de hablar, podrá usted decidir qué
hacer de mi nueva humanidad.
―Entonces hable y déjese de ceremonias.
―Ya que me lo permite… No crea, profesor, ha logrado llamar
la atención.
¿De quién, si se puede saber?
―De la NI, claro.
¿Qué diablos, dígame usted, es la NI?
―Se lo diré en seguida. En la conformación de la Nueva Iglesia,
se aliaron todo tipo de charlatanes espirituales: curas, monjas,
chamanes, imanes, rabinos, culebreros, santeros, vuduistas,
pastores, quirománticos, adivinos, espiritistas, numerólogos,
angeólogos, yerbateros, rezanderos, magos, brujas, hechiceras,
envenenadoras, clarividentes, alquimistas, médiums, yoguis.
¡Era cosa de ver cada vez que se reunían!
¿Qué pasaba? Cuénteme.
―Un manicomio.
―Pero ¿qué? ¿Hacían orgías? ¿Sacricaban niños?
124
HAF
―Cosas peores, profesor. Se sentaron a escribir la Nueva Biblia.
―Bueno, ¿pero qué es lo que quieren de mí?
―Queremos que viva tranquilo.
―No me apetece. Ustedes quieren que yo deje de atacarlos.
¡Malditos socialistas!
¿Usted cree que somos socialistas? Jajajaja. Cuán fácil le
quedaría pelear contra nosotros si fuéramos simples socialistas.
Jajajajaja. No me diga, profesor ¿es usted socialista? No, pero
usted es inteligente, profesor. Usted no podría ser un socialista.
Hugo notó que al Nuevo NSP le salía baba de un ojo.
―No me diga. Hable, Mosquito. Lo estoy escuchando.
―Lo único de lo que quiero hablar es de sus logros, maestro.
Cuando se sintió llamar “maestro” por un miembro de la NI,
Hugo, sin poder contenerse, vomitó una cosa negra y espesa.
―Usted es Judas, maldito demente ―le dijo, completamente
asqueado, al Nuevo NSP.
Lo cierto es que Hugo estuvo ausente casi toda la reunión, que
se prolongó siete horas. Una sola cosa le preocupaba en ese
momento.
XX
Aca se había quedado, literalmente, frío.
¡Oh Dios! ―gritó Hugo― ¡No puede ser posible!
Esa misma noche soñó otra vez con la Ninfa Guatavita.
―Hola tontín. Estás hecho un esparto.
¿Un qué?
―Digo que te ves terrible, querido. ¿Quién te ha quitado toda
la carne y los músculos?
David Herrera Serna
125
Cuando se percató de su ser, Hugo vio que era, en efecto,
solamente su esqueleto.
¿Qué me has hecho? ¡Maldita sea!
―Todavía no estás muerto, no tiembles. Quiero que me digas
qué es lo que te da miedo.
―¡Si te lo dijera!
―Pues dilo, mi querido tontín.
―Todo. Todo me da miedo. Hasta el rose del aire.
La Ninfa Guatavita le regaló una sonrisa que hizo sonreír a
Hugo, pese a lo angustiado que se hallaba.
―Ven conmigo.
―No quiero.
―Voy a mostrarte algo.
¿Qué me vas a mostrar?
―La tierra de la que vienes.
―Entonces, vamos.
Subieron a una barca que comenzó a ser guiada por la corriente
misma del rio Bogotá.
―Algo falta en el paisaje ―dijo Hugo que iba muy despierto,
pues temía que la ninfa hiciera en cualquier momento voltear
la barca.
¿Qué es? ―preguntó ella.
―No quedan rastros de la antigua civilización. ¿Dónde está
Bogotá?
―No existe. Nunca ha existido.
―Me estás tomando del pelo. Dime qué pasó. ¿No fue cierto
que sobrevivimos a la Gran Destrucción?
126
HAF
―Nada de eso ha pasado todavía, Hugo. No vayas tan aprisa.
Apuesto a que meas los pantalones por salir del baño a la
carrera.
―Parece que me espiaras.
―Jaja.
¿Cómo puede ser que el río Bogotá esté tan limpio?
―Es porque no existen todavía los humanos.
―Me gusta como se ve todo. ¡Aquí me placería vivir!
―Entonces, quédate conmigo.
―Ni hablar. Llévame de vuelta.
¿Estaba llorando la Ninfa? Sí, estaba llorando.
―No llores, niña. te hace feliz que me quede, pues me quedo.
XXI
Llegó el momento de la perfecta unión. No hay nada más que
decir.
14.10.2019
Versión digital
HAF
Abril, 2020
Sincelejo, Sucre, Colombia