Glia y otros cuentos escogidos
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Tomó el pequeño auricular del transmisor de noticias, lo puso muy cerca
de su oído derecho y escuchó: “Mañana el tiempo será hermoso, ideal para
salir al campo con la familia. Hágalo por los andenes de diez metros... ¡Ah!
y no se preocupe por el aire, habrá servicio hasta las siete de la noche...
Más noticias con otra de cinco.”, pero no escuchó más. Después de todo a
él solo le interesaban el estado del tiempo y las vías recomendadas para el
día. Lo del aire le importaba poco. Sabía que a los hombres lo que menos
le interesaba era el aire de las calles y los parques. Había llegado a esa
conclusión después de sus frustrados intentos de pretender humanizar a
los cientícos de los conglomerados, quienes habían convertido el oxígeno
en despensa de combustible y, de ese modo, habían generado la escasez
del precioso elemento hasta el punto de su racionamiento, y convertido
así en premonitoria la oda de Neruda, quien no pretendió otra cosa que
rendirle un testimonio de admiración al aire por la vida.
El andén rodó por quince minutos o más. Las paredes de la autopista se
iluminaban para anunciar productos gaseosos. Se detuvo en el parque
de los árboles de piedra, pasó al otro andén y lo puso a rodar con otra
moneda de veinte. Nuevamente, las paredes se perdían a sus espaldas y
se iluminaban fugazmente para decir cosas que sus ojos no podían leer.
Entonces, notó que la dosis de aire se le acababa, y lo notó porque sus
piernas parecían otar sobre la alfombra de acerilio. Con una presión
de sus talones detuvo el andén en el lugar de ubicación de la bomba
expendedora más cercana. Llegó hasta ella con un esfuerzo enorme, y se
dio cuenta que no tenía monedas de diez. Pensó en algún transeúnte, de los
pocos que aún salían de sus casas, y trató de hacer funcionar la máquina
con las de veinte, y, cada vez que tomaba la mascarilla de inhalación,
el cuadrante se encendía con la leyenda: “Deposite diez de plata”. Y así
por muchas veces, hasta que, por n, desesperado, casi exhausto, sintió