GLITZA
Y OTROS CUENTOS ESCOGIDOS
Antonio Mora Vélez
2020
Este libro es producto de investigación. Fue arbitrado bajo el sistema doble ciego por
expertos en el área.
Corporación Universitaria de Caribe – CECAR
Rector
Noel Morales Tuesca
Vicerrector Académico
Alfredo Flórez Gutiérrez
Vicerrector de Ciencia Tecnología e Innovación
Jhon Víctor Vidal
Director de Investigaciones
Luty Gomezcáceres
Coordinador Editorial CECAR
Jorge Luis Barboza
editorial.cecar@cecar.edu.co
©
2020 Antonio Mora Vélez, autor.
ISBN: 978-958-5547-46-9 (impreso)
ISBN: 978-958-5547-72-8 (digital)
DOI: 10.21892/978-958-5547-72-8
Corrección de estilo: José Luis Hereyra
Imagen central de la portada e imágenes de las páginas preliminares:
Jaime Vélez Alzamora
ColecciónProsa
Sincelejo, Sucre, Colombia.
Glitza y otros cuentos escogidos / Antonio Mora Vélez. – Sincelejo : Editorial CECAR,
2020.
219 páginas; 23 cm.
ISBN: 978-958-5547-46-9 (impreso)
ISBN: 978-958-5547-72-8 (digital)
1. Literatura fantástica 2. Cuentos I. Mora Vélez, Antonio II. Título
808.83 M827g 2020
CDD 23 ed.
CEP – Corporación Universitaria del Caribe, CECAR. Biblioteca Central – COSiCUC
Contenido
Glitza ................................................................................................................... 7
Diez de plata .................................................................................................... 15
Error de apreciación........................................................................................ 19
La duda de un Ángel ...................................................................................... 21
A imagen y semejanza .................................................................................... 25
El ser del seseo ................................................................................................. 29
Desilusión cósmica .......................................................................................... 35
Yusty ................................................................................................................. 41
Ejercicios fílmicos ............................................................................................ 51
La entrevista ..................................................................................................... 59
Thriller .............................................................................................................. 71
Los ejecutores ................................................................................................... 73
La piedra de cuasi oro .................................................................................... 79
Encuentro inesperado ..................................................................................... 89
Trasplante de cabeza ...................................................................................... 97
Tesis de grado ................................................................................................ 107
El oasis de Palas ............................................................................................. 111
Un largo sueño .............................................................................................. 119
Atlán y Erva.................................................................................................... 125
El 603286 ......................................................................................................... 129
La gota ............................................................................................................ 135
Los otros ......................................................................................................... 139
El hijo de las estrellas .................................................................................... 145
Llegada al planeta eléctrico ......................................................................... 151
El sueño de Kirot ........................................................................................... 157
Lina es el nombre del azar ........................................................................... 169
Helados cibernéticos ..................................................................................... 175
Zywia o el cuarto nivel ................................................................................. 179
La conquista de Terón .................................................................................. 213
Glitza
G
lia estaba sentada en su reclinomática, esperando las noticias del
cosmódromo de Libia en el Sahara. Miraba ansiosa a cada instante
el videófono, deseosa de contemplar las manos en alto de su amado,
despidiéndose para siempre. Más que un torbellino, su cerebro era un
tornado de emociones y de ideas. Por sus mejillas resbalaban lágrimas de
angustia que se coloreaban con la luz multicolor alternada de la lámpara
de noche de su sillón electromecánico.
Habían transcurrido pocos minutos, quince tal vez, antes de que la
pantalla se iluminara. Quince minutos, durante los cuales Glia repasó la
historia de sus relaciones con Vernon, desde cuando lo conoció en la sala
de centrifugación de la Academia del Espacio, hasta el día en que él le
pidió, delante de sus compañeros astronautas, con ocasión de la esta de
grado justamente, que lo acompañara por el resto de su vida. Recordó las
sonrisas de los demás graduandos al escuchar la fórmula empleada por
Vernon. “Quiero que seas mi compañera y que me acompañes siempre”.
Y se sonrieron, porque ella no era astronauta, era doctora en Genética.
Dos profesiones de áreas operativas diferentes, cuyo ejercicio no les iba a
permitir mayor tiempo juntos. La regla general era que los matrimonios
se concertaban entre parejas con profesiones iguales o complementarias.
Pero Glia pensaba de otra manera, y así lo hizo saber a todos esa mañana
de la petición de Vernon. “Para seres que se aman y que, simultáneamente,
entregan su ciencia y su energía en ramas diferentes de la actividad
humana, el disfrute del amor durante las etapas vacacionales es mucho
Glia y otros cuentos escogidos
8
más intenso”, dijo. “Es mejor entregar totalmente cuerpo y alma en el rito
maravilloso del amor, que perturbar el éxtasis con una palabra, un gesto
o un pensamiento que denuncien nuestra vinculación mental con otro
sitio”, sostuvo nalmente.
Y todos comprendieron. Las relaciones entre los hombres habían llegado
a un grado tal de hermandad y de solidaridad, que todos se esforzaban
por superar a los demás en la tarea de hacer la vida más hermosa. Cada ser
humano daba todo lo que tenía de sí en su trabajo, entregaba la totalidad de
su capacidad y de su tiempo laboral, consciente de que su aporte, además
de necesario, lo ennoblecía, lo hacía cada vez más hombre. Fue por eso
por lo que Glia defendió, entonces, la tesis de que, lejos de constituir
un obstáculo, la diferencia de profesiones era más bien un incentivo para
el trabajo de ambos. Además, desaparecido el egoísmo en las relaciones
sociales, todo el orbe había convertido en norma el viejo lema de los Tres
Mosqueteros: “Todos para uno y uno para todos”. Un verdadero tributo
de energía para esa sociedad que facilitaba una vida individual, pletórica
de satisfacciones materiales y espirituales.
Glia se ilusionaba con los períodos vacacionales del año, cuatro en
total, en compañía de Vernon, gozando de la brisa cálida del Mar Nuevo,
durmiendo en las casas otantes de Berquelot, dibujando los perles del
crepúsculo amazónico y conquistando la medalla del explorador meritorio
con las siete aventuras del Kilimanjaro. Jamás pensó que la primera misión
de Vernon llevara consigo el peligro real de no poder realizar todos esos
sueños. Por eso, lloraba y deseaba verlo desde el videófono de su casa
veraniega. No se sentía con fuerzas para despedirlo en el cosmódromo.
Los quince minutos necesarios para que el lme de toda su vida con
Vernon se proyectara en su conciencia, pasaron más rápido que nunca.
Antonio Mora Vélez
9
Al nal de los mismos, la luz violeta del videófono anunció el inicio de la
emisión:
―Habla Libia ―decía el locutor, mientras las cámaras tomaban el paisaje
amarillo de maíz que servía de marco a la imponente nave Astral―. En
estos momentos el cosmonauta Vernon Koste se despide de sus hermanos
de la Tierra.
Vernon hizo un ademán de optimismo y de triunfo con ambas manos,
y Glia creyó ver, no obstante, un par de lágrimas que empañaban el
cristal de la escafandra y que reejaban el dolor de la despedida de un
hombre seleccionado para el viaje, no precisamente por sentimental, pero
Vernon no la podía ver y parecía resignado a no verla, cuando la voz
de Glia le hizo retroceder el movimiento de entrada a la cosmonave.
Por videoteléfono ella había pedido la comunicación. Ahora podía
contemplarla, inmensa, en la pantalla del edicio central y podía escuchar
su voz temblorosa decirle:
―Vernon querido... te deseo suerte... te esperaré siempre.
―Regresaré Glia, regresaré para casarme contigo ―le contestó.
Segundos después de que Glia le sentenciara “Vernon mío: te casarás
conmigo”, la comunicación se interrumpía para dar paso a la cuenta
regresivo en su fase nal.
II
El pulsador neutrónico hacía avanzar la nave Astral a velocidades
próximas a la de la luz. El capó de cristal platinado estaba completamente
dibujado por un enjambre de estrellitas de indenidas tonalidades
cromáticas, que superponían al paisaje azabache del innito una imagen
de colorido y belleza. Tal enjambre era producido por la fricción de las
Glia y otros cuentos escogidos
10
partículas de gas y polvo, en las condiciones de una nave ya próxima al
rojo blanco de la conversión lumínica. Vernon impartía órdenes desde su
cabina energomática. Comprobaba el desgaste de los pulmotores láser.
Preparaba la tercera pulsación, que arrojaría denitivamente la nave
fuera de la gravitación solar. La ruta apenas si se había modicado en
dos microgrados discretos y no había necesidad de una nueva corrección
manual. Si todo marchaba como hasta ese día, la tripulación debía estar en
la órbita del Planeta Verde de Alfa del Centauro, cinco años convencionales
después entre los hombres. De Glia quedaba apenas el recuerdo lmado
de su gura, de sus ademanes, de su sonrisa amplia y contagiosa. Todos
los ratos de descanso, Vernon los dedicaba a la contemplación de su
amada y al recuerdo del hijo por nacer. ¿Qué será? Un astronauta, sin
duda, se decía casi siempre. Y soñaba entonces con la fantasía de las dos
presencias.
―El hombre en su afán de dominar a la Naturaleza ―decía Vernon a
los demás tripulantes― no escatima esfuerzos? La vida, se ha dicho y
comprobado, no es un fenómeno exclusivo de nuestro sistema solar. En el
Planeta Verde de Alfa del Centauro los radioastrónomos han encontrado
pruebas de una vegetación exuberante, que puede darnos la clave para la
cosmoproducción agrícola en gran escala.
Vernon siguió hablando, explicando los objetivos de la expedición en la
primera reunión de estudio.
Diez meses terrestres, después, en la nave (muchos años en la Tierra que
los vio partir), ¿nuevas concepciones losócas y cientícas anunciaban
el advenimiento de una nueva Era.
―Yo estoy aquí, pero también en la Tierra ―sostenía―. Allá tengo otro
cuerpo, pero son mis genes y mi espíritu los que activan ese otro pedazo
Antonio Mora Vélez
11
de mi ser. Qué lejos estaba de imaginar que Glia había logrado la más
extraordinaria conquista de la genética con el control y dirección estética
de los genes. Ahora, las características accidentales del físico humano
obedecían a la regulación de la inteligencia y no a la casualidad de las
combinaciones genéticas. Y qué lejos estaba de pensar que su hija había
escogido la profesión de Glia, que pensaba como ella, sonreía como ella
y le amaba tanto como ella, a pesar de solo conocerlo por lmes. Glia, la
Glia que amó desde que la sorprendió con un cachorro de oso en la sala
de centrifugación del cosmódromo, era ya una mujer dos veces mayor
que él, con una idea ja en su mente: el regreso de la nave y de su amado.
Y un propósito: el cumplimiento de la promesa que le hiciera minutos
antes del despegue.
Los años convencionales se sucedían en la nave Astral casi simultáneamente
con las etapas generacionales en la Tierra. Vernon vivía interiormente con
la imagen de Glia, aunque sabía que no volvería a verla ni a estrecharla
entre sus brazos. Se había resignado a vivir con su recuerdo y lo hizo
hasta que el Planeta Verde apareció en la distancia, cuatro y medio años
convencionales después, extraordinariamente denso de vegetación,
convertido en verde esperanza de la humanidad terrestre.
La operación de aterrizaje y la posterior instalación del laboratorio fue
cosa de horas terrestres, gracias a la precisión que la moderna técnica
facilitaba. Poco después, el joven biólogo de la expedición recogía las
primeras muestras de las muchas especies nutritivas que se encontraban
en el planeta. Este parecía una inmensa hacienda de cultivo construida por
la Naturaleza para disfrute de los hombres que consiguieran descubrir su
glauca existencia. En él no se encontraron vestigios de vida animal, ni
siquiera de la escala zoológica inferior, lo cual fue explicado por el joven
biólogo, armando que la concentración clorofílica del océano primitivo
Glia y otros cuentos escogidos
12
era tan grande que hizo imposible la aparición de seres vivos desprovistos
de ella, que necesitaran consumir substancias del medio exterior, en
lugar de producirlas sintéticamente con la ayuda solar. Tal vez, por esa
circunstancia, la nave Astral pudo cumplir con relativa facilidad su misión
y Vernon realizar el sueño de regresar con vida a la Tierra y poder saber,
con eso se conformaba, qué fue de Glia y de su descendencia.
III
La inercia parabólica acortaba la distancia cada vez más. El tiempo
de regreso debería ser menor en año y medio según los cálculos. En
Vernon, solo la inmensa felicidad de llevar a la Tierra el mecanismo de
los futuros planetoides agrícolas, y la esperanza de encontrar a Glia,
mantenía dormida la angustia de saberse separado de la mujer amada.
Porque, en contravía del conocimiento cientíco, en lo más profundo
de sus sentimientos había siempre una esperanza. La esperanza de que
Einstein se hubiera equivocado. La esperanza de un movimiento espacial
complejo que compensara la relativa lentitud del movimiento terráqueo
en torno a su estrella. La terrestre esperanza de que hablara Neruda,
“elaborada como si fuera un duro pan” para acompañar al hombre en
todas sus dudas. Y estaba Vernon tan completamente enamorado de
su esperanza que perdía por completo la noción del tiempo frente a los
lmes desgastados que le complementaban espiritualmente el viaje de
regreso. Con la misma intensidad de pensamiento con que deseó el éxito
de la empresa, ahora deseaba convertir en realidad el sueño de volver al
lado de Glia. Más que la inercia parabólica, ahora era la fuerza de sus
sentimientos la que devoraba las distancias y acercaba la Astral a la Tierra
que la vio partir ciento cincuenta años atrás.
Antonio Mora Vélez
13
Las estaciones ecuatoriales de rastreo habían detectado las primeras
señales herianas de la legendaria nave. En la Tierra todo era expectativa
y emoción, en especial en el corazón de una linda joven de veinte años,
estudiante de último año de la Academia del Espacio, que aguardaba
ansiosa la aparición de la Astral en los cielos de América.
A los pocos días de ser detectada, la nave Astral, de líneas aerodinámicas
anacrónicas, pero admirada por todos, tomó pista en el cosmódromo de
Arizona. Millares de personas observaron entonces la aparición de los
cosmonautas de ayer una vez abierta la escotilla. Y escucharon también
el diálogo del comandante con la joven cadete que se acercaba a recibirlo.
―¡Glia! ―exclamó al verla sonriente, con la misma sonrisa de siempre
y el mismo movimiento de cabeza. Llevaba un ramo de ores caliotas de
Marte y un brazalete de oro venusino que le hizo recordar a Vernon la
tarde en que la conoció en el parque Konstanton Thiolkovski de la ciudad
cosmódromo de Libia.
―No soy la Glia que usted supone. Soy descendiente en la octava
generación de ella ―le contestó, al tiempo que le entregaba las ores y le
estampaba un beso en la mejilla.
―¡Pero si eres igual a Glia! ―insistió Vernon y la tomó por los hombros.
―Gracias a la genética dirigida ―le repuso la joven cadete.
―Pero... ¿cómo?
―Todo es obra del al amor, del más grande y universal de los sentimientos
de la evolución. Por él pudo la Glia que usted amó revolucionar la ciencia
de los genes con el propósito de cumplirle una promesa. ¿La recuerda
usted?
Glia y otros cuentos escogidos
14
―Sí, ya lo creo que la recuerdo. Me dijo entonces: “Vernon mío, te casarás
conmigo”.
Vernon se quedó un rato pensativo, ahondando en sus recuerdos,
revolviendo imágenes del pasado. Después le preguntó:
―Entonces, tú ¿cómo te llamas?
―Me llamo Glia, como mi madre y mi abuela, como Glia quiso que
nos llamáramos todas.
Los ojos de Vernon se empañaron, igual que en la tarde de la despedida
en Libia y por sobre la gritería de los asistentes dijo dulcemente a la joven
Glia:
―Sabes, no habrá una segunda despedida, la próxima vez viajaremos
juntos.
Ella simplemente sonrió y le tomó la mano. Habían bajado las escalinatas
de la astronave y ya se dirigían por el pasillo rumbo a la sección central
del edicio de la Dirección Cosmonáutica. En esos instantes, las paredes
sonoras dejaban escuchar la voz del cantante más popular de la ciudad
cosmódromo, quien decía:
Podrá acabarse el calor del sol
y la Tierra convertirse en hielo,
pero el amor y el calor humanos
tendrán siempre un mañana...
1970
Diez de plata
S
egundos después de haber introducido por la ranura de la casilla de
control residencial, la moneda de cinco que dejaba constancia de su
salida, nuestro personaje estaba en la calle con su propósito entre cejas y
con la satisfacción de haber dejado en orden todas sus cosas.
Puso la moneda de veinte en la casilla vial y tomó el andén rodante que
lo llevaría hacia el sur. Antes, había aspirado en la bomba de la esquina
quince minutos de aire, los que supuso necesarios para el viaje de ochenta
kilómetros que debía realizar hasta llegar a la cabina de los suicidios
legales. El andén lo convirtió en objeto que se transporta por laberintos
de vértigo y vivió entonces la experiencia de la velocidad que borra todas
las imágenes.
A las pocas cuadras, encontró una venta de noticias y quiso saber de
algunas, porque no podía conocerlas todas. Nada más tenía cinco de plata
disponibles y la emisión completa costaba cien de oro. Era algo así como
un mundo de información solo al alcance de los ciudadanos de oro.
...Los ciudadanos de oro no usaban monedas de plata y los ciudadanos de plata no
tenían con qué pagar el cambio de las monedas de oro...
La verdad es que la gente se había dividido en dos grupos, que vivían en
dimensiones separadas y que solo tenían en común la apariencia exterior
desnuda, y no del todo, porque en las carnes y en la tersura de la piel se
notaban las diferencias.
Glia y otros cuentos escogidos
16
Tomó el pequeño auricular del transmisor de noticias, lo puso muy cerca
de su oído derecho y escuchó: “Mañana el tiempo será hermoso, ideal para
salir al campo con la familia. Hágalo por los andenes de diez metros... ¡Ah!
y no se preocupe por el aire, habrá servicio hasta las siete de la noche...
Más noticias con otra de cinco.”, pero no escuchó más. Después de todo a
él solo le interesaban el estado del tiempo y las vías recomendadas para el
día. Lo del aire le importaba poco. Sabía que a los hombres lo que menos
le interesaba era el aire de las calles y los parques. Había llegado a esa
conclusión después de sus frustrados intentos de pretender humanizar a
los cientícos de los conglomerados, quienes habían convertido el oxígeno
en despensa de combustible y, de ese modo, habían generado la escasez
del precioso elemento hasta el punto de su racionamiento, y convertido
así en premonitoria la oda de Neruda, quien no pretendió otra cosa que
rendirle un testimonio de admiración al aire por la vida.
El andén rodó por quince minutos o más. Las paredes de la autopista se
iluminaban para anunciar productos gaseosos. Se detuvo en el parque
de los árboles de piedra, pasó al otro andén y lo puso a rodar con otra
moneda de veinte. Nuevamente, las paredes se perdían a sus espaldas y
se iluminaban fugazmente para decir cosas que sus ojos no podían leer.
Entonces, notó que la dosis de aire se le acababa, y lo notó porque sus
piernas parecían otar sobre la alfombra de acerilio. Con una presión
de sus talones detuvo el andén en el lugar de ubicación de la bomba
expendedora más cercana. Llegó hasta ella con un esfuerzo enorme, y se
dio cuenta que no tenía monedas de diez. Pensó en algún transeúnte, de los
pocos que aún salían de sus casas, y trató de hacer funcionar la máquina
con las de veinte, y, cada vez que tomaba la mascarilla de inhalación,
el cuadrante se encendía con la leyenda: “Deposite diez de plata”. Y así
por muchas veces, hasta que, por n, desesperado, casi exhausto, sintió
Antonio Mora Vélez
17
que alguien lo tomaba por el brazo y le preguntaba por su ruta. Le contó
enseguida lo de las monedas y el problema de la dosis de aire que se le
acabó en pleno viaje, porque calculó mal el tiempo. Y se lo contó con los
ojos y las manos, porque ya la voz no le salía, y le contó nalmente con
su rostro pálido su decisión de morirse porque ya estaba cansado de vivir
en un mundo que se había olvidado del hombre, pero el extraño, que no
parecía interesarse por su estado, le dijo: “Le cambio las dos monedas de
veinte que tiene por una de diez para que no asxie”.
En ese instante, pensó en los hombres que habían decidido sumarse a los
grupos Montag, que luchaban desde las alcantarillas por el renacimiento
humano. En los hijos que no pudo tener, por haber sido excluido del plan
de natalidad. En los muchos maestros como él, condenados al ostracismo
por la tecnología. En la cabina de los suicidios legales, que era el lugar más
elegante y jurídico para morirse. Y en la justicación que había escrito
para su decisión y en la que le decía que su vida no tenía sentido sin hijos,
ni profesión y con cien de años de frustraciones encima.
Introdujo, entonces, en la ranura la moneda de diez que le cambió al
extraño y esperó por varios segundos —toda una eternidad para él— que
la leyenda INHALE apareciera en la pantalla, pero no ocurrió así. En su
lugar, la máquina le pidió que esperara varios segundos más, mientras
salía del atolladero electrónico en el que la había metido él con sus
insistentes monedas de veinte.
―¡Qué lástima! ―alcanzó a balbucir antes de perder el conocimiento―.
¡No voy a poder morirme como quería!
Un polizonte automático llegó en ese instante, y le exigió con sus botines
otros diez de plata para cubrir los gastos de hospitalización, pero ya
estaba ilegalmente muerto.
1970
Error de apreciación
L
a nave galáctica se posó suavemente sobre un paraje del gran desierto
americano. El sol se ocultaba, en ese instante, allende los montes
Grapevine, y un hermoso cielo anaranjado anunciaba la llegada del frío.
En la distancia, dos zorros jugueteaban cerca de una chumbera orecida y
una serpiente reptaba afanosamente en pos de un roedor solitario.
―¡Hay vida! ―exclamó entusiasmado uno de los tripulantes. Su cara
triangular huesuda asomaba por una de las ventanillas de la astronave.
―El aire es como el de Pólux ―agregó el otro, luego de leer la pantalla de
su microprocesador.
Cerca de allí, un poco más allá de las primeras dunas, recostado a un
saguaro de tres metros, un viejo indio fumaba y contaba las estrellas que
ya empezaban a tachonar el rmamento. Era la hora del coyote. Entre una
y otra fumarada, el viejo indio silbaba una melodía dulce que más parecía
un lamento nacido desde bien adentro en el ancestro.
―¿Escuchas ese canto nostálgico? ―preguntó el comandante del espacio.
Este encabezaba el grupo que ascendía lentamente por las dunas hacia el
cactus gigante cuya copa sobresalía por encima de las arenas.
―Parece un silbido de piroxal ―le anotó su más cercano compañero.
…Al rato, ya casi en el límite de la fatiga, los astronautas llegaron al
lugar del indio. Lo encontraron sentado, con un sombrero alerón casi
Glia y otros cuentos escogidos
20
cubriéndole el rostro y una pequeña rama en la mano que masticaba
después de cada fumada.
―¿Hay otros como tú en este planeta? ―le interrogó el comandante
haciendo uso de su traductor instantáneo.
El viejo aborigen se quedó mirando jamente el innito de las dunas hacia
el norte y le respondió:
―¡Están muertos!
―¿Muertos? ¿Todos? ―insistió el comandante.
―¡Todos! ―respondió el indio―. Todos murieron de soberbia. Quisieron
llegar más lejos de sus límites y lo destruyeron todo y se destruyeron ellos
mismos.
El joven del cosmos inquirió otra vez, pero el solitario de las dunas no
habló más.
―Es una lástima porque el planeta es hermoso ―dijo entonces al partir.
Cuando los navegantes de Pólux retomaron el trayecto y se volvieron a su
lugar de origen, varios años luz arriba en la dirección de Venus a las seis
de la tarde, el anciano indio sacudió la arena de su poncho mientras se
erguía, escupió las huellas dejadas por los forasteros plateados y musitó
indignado:
―¡Blancos de mierda!
1981
La duda de un Ángel
U
na sombra avanzaba por el portal del viejo edicio de la Orden de
Los Fundadores. El reector de control apuntó de inmediato desde
la atalaya de enfrente y dejó ver la silueta de un hombre entrado en años,
vestido con una túnica gris encorvado y canoso.
―¿Quién va? ―preguntó enseguida el guarda de la posta.
―Soy presto en la luz y terrible en las tinieblas ―contestó el viejo.
―Siga ―ordenó la voz del cancerbero.
La cancela de hierro crujió al abrirse y, por ella, avanzó hacia el patio
octagonal, el misterioso anciano de gris. El amplio patio rodeado de
bancas y faroles con reatas sembradas de plantas lilas y verdes parecía
la antesala de un castillo medioeval. El viejo lo cruzó despacio por una
diagonal de mármol azul hasta llegar a una segunda puerta cuidada por
otro anciano vestido de paje.
―Soy yo ―le dijo al tocar.
El segundo portero le abrió sin preguntarle nada. La puerta dio paso a un
amplio corredor de paredes calizas y adoquines rojos, que terminaba varios
metros atrás en una habitación de puerta monumental con aldabones de
bronce. Una vez abierta esta, al fondo de la sala, en un pequeño sitial
bocelado, le esperaba un joven de barbas vestido con un overol de color
naranja y botas plásticas plateadas que le llegaban casi hasta la altura de
las rodillas.
Glia y otros cuentos escogidos
22
―Bienvenido, hermano ―le dijo el joven de barbas. El viejo de gris se
sentó en un canapé de bras trenzadas.
―He venido a rendir cuentas ―le respondió.
El joven del overol asumió entonces esa pose de cerebro al acecho que
caracteriza a los confesores trascendentales.
―Te escucho, hermano ―le dijo.
El viejo visitante carraspeó un poco y comenzó a hablar.
II
Por los tiempos de Herodes, en Xue, yo había recibido la misión de
comunicar a la doncella escogida, una hermosa joven hija de Ana y Joaquín,
la determinación de hacerla madre del primer niño habido entre los hijos
de Gerusa y de Xue. Tenía en mis manos el eyector radioplasmático con el
que le practicaría la fecundación a distancia. Me aparecí a ella en la fuente
del pueblo: estaba con su cántaro sobre la cintura.
―Bendita seas, Maryam ―le dije― Has sido escogida por nuestro superior
para recibir en tu seno la semilla de un hijo al que llamarás Jeshua, quien
será el salvador de tu pueblo y quien reinará por los siglos de los siglos,
hasta nuestro retorno.
La doncella me preguntó consternada:
―¿Cómo, señor? Si he hecho la promesa de permanecer virgen ante mi
Dios.
Yo le respondí:
―Concebirás y parirás virgen, porque así lo ha dispuesto mi señor, tu
Dios.
―Hágase en mí su voluntad, según tu palabra ―me respondió Maryam.
Antonio Mora Vélez
23
Y la voluntad se hizo. Una sombra verde apareció y rodeó a la joven, y
por un instante la fragancia de los gases la transportó a ese maravilloso
mundo de salas de cristal con ventanas de jaspe de nuestra astronave de
comando.
III
―¿De qué te arrepientes entonces? ¿No cumpliste tu misión perfectamente?
―interrogó el confesor.
―No, señor. Hay algo que he callado y que, ahora, vencido por el tiempo,
deseo decir para conseguir ese reposo de espíritu que perdí desde entonces
―le respondió el anciano encorvado.
El joven Yavé se puso de pie, se acercó al envejecido astronauta y le dijo
cariñosamente:
―¿Algo, amigo mío? ¿Algo que nosotros no sabemos?
―Así es ―le respondió―. Es algo que no creí poder confesar algún día.
El esbelto comandante, intrigado por el tono del viejo, le inquirió para
que lo dijera todo de una vez. El viejo domeñó su angustia y comenzó:
―Se trata de un cambio que introduje en los planes genéticos acordados,
más concretamente, en la misión de anunciar a la hija de Ana la concepción
virginal decidida por el consejo de asentamiento.
―Un cambio... ¿Inconsulto?
―Así es, mi joven Yavé ―le dijo.
El adusto jefe se puso de pie al instante, se pasó su mano sobre la barbilla
y volvió la mirada hacia Luzbel, el comandante retirado que rendía sus
descargos.
Glia y otros cuentos escogidos
24
―Bueno, todos hemos sido víctimas de nuestras debilidades algún día.
No somos perfectos.
Luzbel no dijo nada, se quedó esperando una nueva pregunta o la orden
de continuar el relato.
―¿Y qué ―insistió el joven Yavé― ¿Ese cambio inconsulto tuvo
consecuencias funestas para el desarrollo del plan?
―No lo sé. Es la duda que me atormenta... Después fuimos relevados
y otros continuaron el experimento. Oí decir a varios de ellos, cuando
regresaron, que la sociedad de ese planeta avanzó algo por el camino de
la solidaridad y el progreso, pero que Jeshua murió crucicado por sus
mismos hermanos...
―Entonces ¿Qué te atormenta? Ese era el plan, hasta donde tengo noticias.
Jeshua hizo lo que tenía que hacer ¿No es así?
―No. El plan fracasó. Los últimos en hacer la visita de control informaron
que en ese planeta persiste el odio, todavía adoran becerros de oro... están
corroídos por el vicio. Y eso no era lo que esperábamos...
―Es el eterno problema de las contingencias; algo debió pasar para que
el plan se desviara, o a lo mejor se demorara más de lo previsto. ¡No es
tu culpa! ―dijo el joven Yavé, tratando de consolar al retirado viajero del
espacio.
El viejo Luzbel, el otrora arrogante mensajero del Yavé de entonces,
guardó un instante de silencio y le respondió nalmente, visiblemente
turbado.
―¡Yo tengo la culpa! ¡El semen que puse en el eyector el día de la
concepción virginal de Maryam no era de Yavé, era el mío!
1981
A imagen y semejanza
B
lanco estaba sentado al lado de una roca amarilla junto al hermoso
lago azul que bordea la isla. Más allá, en los límites del bermellón
formado por el horizonte de nubes bañadas por el sol, Verde bailaba
alegre una danza ritual, agradecido porque había encontrado un recodo
original y paradisíaco y el calor del cenit le entonaba el cuerpo.
A veces el aire se tornaba húmedo, imposible, y Verde se coloreaba de la
ira, pero se contenía: sabía que Blanco lo observaba y que no le toleraría
la más mínima infracción al programa del día. Blanco se inclinaba con
frecuencia para recoger hojas, raíces y pedruscos, y Verde lo miraba y
sonreía, y decía para sí: “Tan tonto él... ¿sabrá acaso que las plantas y las
piedras no piensan?” Pero lo seguía aguardando.
El planetoide era casi del tamaño de Titán, poseía atmósfera de nitrógeno
y una fuerza de atracción inexplicable, como si estuviera formado de
materia neutrónica. Verde lo había divisado con su láser de profundidad
mientras se entretenía comparando los matices del negro cósmico. Blanco
lo felicitó, entonces, y le dijo: Aquí podremos encontrar algunas cosas
interesantes.
Habían transcurrido varios años náuticos desde ese momento. Blanco no
se cansaba de recoger muestras de la supercie y Verde de observarlo,
a prudente distancia siempre. A veces Verde se cansaba de hacerlo y
se dedicaba a fantasear, a viajar con su mente casi perfecta por los más
recónditos parajes del universo, pero, bien pronto, Blanco lo llamaba al
Glia y otros cuentos escogidos
26
orden con su click desesperante y monótono. Entonces, Verde aplazaba
sus ilusiones y encendía su foquito verde y comenzaba a lmar las tareas
de Blanco, y este crujía de satisfacción.
―Así debe ser siempre ―pensaba―, yo recojo y él conserva, yo analizo y
el graba, pero es tan distraído el Verde.
Todo el tiempo del recorrido había sido así. Blanco y Verde sabían ya los
secretos de esa parte del cosmos situada en el límite del sistema solar,
conocían perfectamente la naturaleza de los asteroides descubiertos en
la órbita externa de Plutón, estaban sobre la pista de los extraños cuerpos
vistos sobre Deimos y Fobos, y pensaban en el retorno a casa, aunque con
motivaciones diferentes.
Cuando Verde se ponía pensativo y Blanco le gritaba click, la imagen
ideada por aquel se vestía de nostalgia y se condensaba en el espacio en
forma de lme siónico, mostrando el paisaje azul de la Tierra, que los vio
partir veinte años atrás. Entonces, Verde lmaba a Blanco y a su entorno,
aunque no dejaba de mirar “por el rabillo del ojo” ―como decían los
humanos― la permanencia del paisaje.
Las veces que Verde montaba en cólera y trataba de rebelarse ―y casi
siempre ocurría cuando su compañero no le dejaba contemplar las formas
de la naturaleza desde su perspectiva de poeta―, Blanco dejaba escuchar
su click click y algo en el interior de Verde lo llamaba al orden. Entonces,
Blanco lo inspeccionaba un segundo, como para constatar que todo estaba
bajo control, y luego continuaba analizando fragmentos, convencido de
que Verde lo seguía lmando y almacenando los datos que le transmitía.
―Así debía ser siempre ―pensaba―; yo recojo y él guarda, yo analizo y
él graba.
Antonio Mora Vélez
27
La roca amarilla parecía un huevo gigantesco y Blanco no había detectado
las líneas que semejaban un plano y que se diluían en su supercie.
Al levantarse del suelo y apoyarse en la monumental roca, constató la
presencia del dibujo y llamó a Verde.
―¡Observa, Verde! Parece un mensaje cifrado, como los animales de
Nazca. ¡Grábalo!
Verde observó detenidamente el enrejado de líneas rectas, sinuosas y
parabólicas. Se coloreó con el color típico del desconcierto y no pudo
articular palabra alguna.
―¿Qué te ocurre? ―le preguntó Blanco, intrigado.
Verde miró a Blanco y volvió la mirada sobre la piedra.
―Aquí dice que el hombre estuvo aquí y que decidió continuar el viaje
hasta la próxima estrella...
―¡Eso es imposible! ―exclamó Blanco―. Todos ellos murieron cuando
nosotros salimos, pero Verde, que era un soñador y un optimista, pensó
en la estela brillante que vio dividir en dos el cielo en una de sus noches
de expectación y le dijo:
―El hombre no ha muerto, todavía existe. Y continúa volando, de planeta
en planeta, de estrella en estrella. Como siempre.
Blanco y Verde eran un par de roboticos a la deriva, construidos por los
técnicos de Ciudad Tayrona, a imagen y semejanza de los hombres de
entonces.
1980
El ser del seseo
A
quella noche fría de invierno todo imaginó Laura Díaz menos que
iría a experimentar la sensación más extraña de cuantas hubiera
podido imaginar. Caminaba por un solitario bulevar de Ciudad Caribe,
despreocupada plenamente, porque residía en una pequeña barriada que
no tenía los problemas de inseguridad de muchas otras. Y porque tenía
su pensamiento centrado en Jaime, su atarantado novio de la universidad,
En ese sector de la hermosa ciudad jamás había ocurrido un caso de sangre
o un atraco de noche. Y no solo por la buena vigilancia, sino porque se
decía que por sus calles no solo transitaban seres reales, sino almas buenas
sin identicar que custodiaban la tranquilidad de sus parientes vivos.
Laura caminaba sin prisa y sin el temor que sufren las personas nerviosas
cuando atraviesan una calle desierta por la noche. Llevaba su bolso de
cuero y unas revistas en su otra mano.
Al llegar a la esquina de la calle que conduce a su residencia, Laura sintió,
por primera vez, el seseo. Sintió que una respiración fuerte se le acercaba
y miró a todos lados, pero no pudo ubicar el cuerpo que lo producía. No
obstante, el seseo seguía allí, a pocos centímetros de su cabeza, como si
alguien invisible caminara o otara cerca de ella.
Laura cambió de actitud. Comenzó a caminar de prisa para cubrir los
pocos metros que faltaban para llegar a la puerta de su casa. Miraba
seguido hacia atrás, temiendo lo peor, pero el seseo la seguía sin rasgo
alguno diferente a su presencia sonora. Y entonces empezó a correr y
Glia y otros cuentos escogidos
30
a gritar durante los últimos treinta metros que le faltaban para llegar,
gritos que escucharon sus padres y quienes se levantaron enseguida y la
esperaron en la puerta.
―¿Qué te sucede hija? ―preguntó el padre.
La madre la hizo entrar y recostar en el sofá de la sala. Le acarició los
cabellos y le secó el sudor frío que le corría por el cuello y sus hombros.
Laura estaba muda, y temblaba presa de un ataque de nervios Sus padres
la condujeron a su alcoba, la acostaron y le dieron una gragea de un
calmante para que se durmiera tranquilamente.
II
A la mañana siguiente, en la Compañía Petrolera del Caribe no se
comentaba otra cosa. Un Ovni había sido detectado en las inmediaciones
de la factoría y, como siempre ocurre, su presencia había producido
alteraciones en los mecanismos de producción.
―¿Lo viste tú? ―preguntó una joven a su compañero de tertulia.
―No, pero le escuché decir a uno de los ingenieros de turno que lo había
observado nítidamente. Dijo que era un disco que brillaba como un sol
y que a veces cambiaba de forma y que se desplazaba a velocidades
increíbles.
Laura escuchó atenta este y los demás relatos que fueron divulgados
sobre el tema mientras se desplazaba hacia la ocina. Que eran seres del
espacio tras nuestras riquezas energéticas, porque, con seguridad, vienen
de un planeta al cual se le han acabado los combustibles fósiles. Que son
enviados por Dios para ajustarle cuentas a este mundo tan corrompido.
Antonio Mora Vélez
31
Laura se desentendió de los comentarios y avanzó rápido hacia su
cubículo pensando en el trabajo de redacción de un informe técnico que
debía hacer ese día.
III
El seseo volvió a hacerse audible, pero Laura no estaba despierta para de-
tectarlo. Lo hizo su el perro Goliat, un bóxer de apariencia agresiva, pero
manso, aunque con la virtud de ladrarle a todo lo que se moviera a su
alrededor. El perro ladró una y más veces, siguiendo las frecuencias del
enigmático seseo. Frente a eso el señor Díaz asomó su cara y su carabina
por la ventana colonial de su cuarto, desde la cual tenía una visión perfec-
ta de su jardín. Observó varios segundos y no encontró blanco. “¡ Goliat!”,
llamó a su perro. Este se volvió hacia su dueño agitando la cola y demos-
trando una inquietud inusual en él. “¡Qué pasa?”, le preguntó el viejo. El
perro se limitó a gruñir y a lanzar pequeños ladridos de excitación.
El seseo dejó de escucharse por minutos. Entre las plantas nada parecía
estar escondido completamente invisible a nuestros ojos. Ni siquiera
Goliat olfateaba la presencia de un cuerpo extraño. Tan solo el sonido
característico del seseo que se escuchaba y se perdía periódicamente.
El viejo, luego de un par de minutos y ya frente a la calma del perro, optó
por cerrar la ventana y acostarse, no sin ante dejar a su lado la carabina y
colocarle el pestillo a la persiana.
―¿Sucede algo? ―dijo la señora al momento de sentir en la cama a su
marido.
―Goliat ladraba, pero no hay nadie allá afuera ―contestó.
El seseo volvió a acercarse a la ventana de Laura, más sigiloso que antes,
previendo la acción delatora de Goliat. Por lo visto, era un ser cuidadoso
Glia y otros cuentos escogidos
32
y temeroso de las armas y de los colmillos de un perro. Un par de golpes
sobre el vidrio despertaron de nuevo la inquietud del animal, pero el
seseo dejó de escucharse, como si su portavoz hubiera comprendido que
era eso lo que lo delataba y no otra cosa. Y Goliat se limitó a un gruñido
de advertencia que no produjo mayores incidencias en la casa de los Díaz.
De nuevo, un par de golpes casi imperceptibles, pero sucientes para
despertar a Laura, quien se recobraba el susto y del escalofrío que le
produjo la experiencia del seseo en la calle. “¿Quién es?” preguntó Laura
temerosamente. Goliat volvió a ladrar, esta vez más fuerte. El viejo se
revolvió en la cama y trató de levantarse, pero ni la voz de su hija ni el
ladrido de su el perro volvieron a escucharse. El silencio se apoderó del
entorno, apenas si se escuchaba el tenue silbido del aire seco de esa hora
de la madrugada y la suave cadencia de las ramas de los laureles y abetos
que adornaban la hermosa fachada de la residencia.
La cosa, ese extraño portador del seseo que ya no se escuchaba, volvió a
golpear, tenue, despacio, con un ritmo racional, y Laura, despierta, volvió
a escucharlo, pero ahora Goliat, como si el ser del seseo le hubiera medido
el umbral auditivo, no se inmutaba siquiera.
Laura se levantó cuidadosamente, calculando cada movimiento y se
volvió hacia la puerta con la intención de abrirla y de emprender veloz
carrera por el pasillo hacia el cuarto de sus padres, pero algo la contuvo.
Una fuerza extraña que le taladraba las espaldas y que le hacía pesadas
las piernas. No podía correr y empezó a sentir que su cuerpo se adormecía
como si le hubieran inyectado un anestésico, y un embotamiento del
cerebro que no le permitía coordinar ideas ni pensar respuestas, como si
toda ella se hubiera convertido en un robot manejado por alguien que la
quería para algo en especial.
Antonio Mora Vélez
33
El seseo volvió, pero esta vez Laura, lejos de sentir miedo, quitó el pequeño
cerrojo de la ventana y le permitió la entrada a su alcoba. Cuando el ser
del seseo entró, Laura no sintió el escalofrío de la primera vez ni el miedo
que la había hecho correr como una loca. Laura caminaba como por sobre
espumas, sin peso corporal, en un ambiente de discoteca sicodélica, con
juegos de luces en forma de culebrinas y un aroma de esencias exóticas
de oriente que lo hacían acogedor. El seseo dejó de ser un terroríco seseo
para transformarse en un susurro cálido de música matinal de cuerdas.
Todo el cuerpo de Laura se estremecía frente a la cada vez mayor dulzura
del ser del seseo. Era una suavidad de seda producida por mil dedos
mágicos que salían de una bruma púrpura y que le acariciaban el cuerpo.
Laura se dejó llevar por la música, por las caricias de los dedos sutiles del
enigmático visitante, por el ambiente, y se rindió en la cama, desnuda,
sintiendo que era poseída en todo su cuerpo, como si todo el ser del seseo
fuera un órgano sexual y toda ella también, en una especie de cópula total
que no dejaba lugar para el pensamiento.
A la mañana siguiente, Laura se levantó perturbada, sintiendo la duda
de lo acontecido. Tenía la impresión de que algo maravilloso le había
sucedido en sueños, pero no alcanzaba a concretarlo. Sabía lo del seseo
antes de llegar a su casa y nada más. Lo otro se le perdió en el lugar
oscuro de los episodios inhibidos.
Sus padres le interrogaron, mientras ella tomada su taza de té.
―¿Sentiste anoche a Goliat, Laura? ―dijo él.
―No lo recuerdo bien, padre. Creo haberlo escuchado un rato, pero
no estoy segura, hay algo en mi mente que está nublado. Una serie de
imágenes que se me pierden cuando trato de encontrarlas.
Glia y otros cuentos escogidos
34
―Es bueno que te hagas ver de un especialista, la impresión de anoche te
ha dejado visiblemente traumatizada ―dijo la madre.
―Creo que lo haré esta misma tarde ―contestó.
Después, Laura repitió la misma rutina de todas las mañanas: Se bañó,
se vistió, desayunó y se marchó; cuando estuvo lista, tomó rumbo a la
ocina donde trabajaba.
Su padre la despidió, pensativo. Algo en él le decía que Goliat no había
ladrado en vano esa noche.
1981
Desilusión cósmica
L
a joven vedee del teatro de variedades de la gran ciudad cosmopolita
colombiana había decidido esa noche, después de la función de cierre,
dar un paseo por el malecón que bordea el mar desde la desembocadura
del río Magdalena hasta el hermoso balneario de Moñitos.
Tomó su pequeño automóvil de turbina, marca Jegua, y se deslizó
suavemente por la autopista a 150 kilómetros por hora, rompiendo la
brisa costera y perturbando el silencio de los alcatraces que a esa hora se
juntan sobre las ramas de los mangles para aguardar el olor de la mañana.
Sybila ―que así se llama la hermosa bailarina― había representado minutos
antes la opereta Onomá de Zumaqué, y todavía repetía mentalmente los
movimientos rítmicos de cumbia y de porro que la princesa zenú bailaba
sobre la cima del Murrucucú, cuando una luz enceguecedora la obligó
a frenar intempestivamente y a casi estrellarse contra la baranda de la
autopista. Luego de reponerse del susto y del enceguecimiento, bajó del
auto, que empezaba a calentarse peligrosamente, y se lanzó a correr hacia
el monte tratando de encontrar refugio, pero el rayo de luz la persiguió y
no la dejó llegar.
Sybila se vio al instante envuelta en un torbellino de energía que se
parecía al efecto de los reectores sobre el escenario de un teatro, pero
que la aprisionaba como si estuviera en una cárcel cónica de material
transparente. Y comenzó a ascender lentamente hacia el lugar de donde
salía la luz (un punto brillante en el espacio oscuro de las diez de la noche)
Glia y otros cuentos escogidos
36
y a sentir la sensación de ingravidez de los astronautas, mientras pensaba,
sin poder evitarlo, en la ascensión ocurrida en Betania veintiún siglos
atrás.
Poco a poco el punto brillante como una estrella de jaspe se fue agrandando
ante sus ojos y adquirió las dimensiones de una impresionante cosmonave
de forma esférica. Ahora, el rayo parecía un viaducto salvador que la
protegía del frío y que la transportaba sin tropiezos. Al nal del mismo,
Sybila alcanzó a distinguir la gura y el brillo de una perla gigante que
conjugaba las propiedades aparentemente contradictorias del vacío y la
solidez. En sus cercanías, el espacio interior del rayo se fue convirtiendo
en una masa gelatinosa que no le permitía moverse a plenitud.
Cuando traspasó el umbral de la perla, Sybila tuvo la sensación de que
rompía una membrana, una especie de placenta cósmica que resguardaba
el ambiente interior de ese vehículo extraterrestre. Al entrar recuperó la
seguridad de movimiento y se dio cuenta que respiraba el mismo aire
de la Tierra. Encontró una sala de paredes vítricas de color ónix y un
piso maravilloso que transparentaba el espacio azabache y su innito
enjambre de estrellas. Casi al instante un ovillo de luz se convirtió en silla
frente a sus ojos asombrados. En ella se sentó, después de vencer el temor
natural del hombre hacia lo desconocido.
―¡Sybila! ―dijo una voz metálica, pero dulce. Sybila se puso de pie y
comenzó a buscar al autor del llamado, por todos los rincones de la sala.
La voz se escuchó de nuevo.
―Eres la mujer más hermosa de la Tierra... te observo desde hace días en
tu espectáculo de variedades. Me gusta tu representación de Onomá, tu
danza, tu cuerpo, tu rostro...
Sybila continuó buscando la fuente, el lugar de donde salía la voz.
Antonio Mora Vélez
37
A los pocos minutos resplandeció una de las escotillas interiores,
sutilmente disimulada en la pared, y apareció el cuerpo del astronauta de
la voz metálica, también con un brillo, pero más intenso que el amarillo
crema de la perla recién abierta. Tenía el color de la turmalina. Sybila
retrocedió instintivamente.
—No temas ―dijo él, y se acercó más.
Sybila retrocedió otra vez, pero reparó en sus detalles. Tenía la misma
conguración del ser humano, pero carecía de pabellones auriculares y
la boca era tan pequeña que a lo lejos resultaba imperceptible. Tenía, en
lugar de fosas nasales, un singular lamento en forma de espiral y una
frente amplia y limpia que inspiraba respeto. No era hermoso, a juzgar
por los patrones de belleza nuestros, pero poseía una mirada magnética,
penetrante, que fue suciente a Sybila para encantarse con él. Así lo
sintió ella cuando se dejó tomar de las manos y conducir a un lugar más
amplio, decorado con cortinas blancas y totalmente alfombrado de un
azul mañanero y terso. La voz del joven astronauta la hizo volver en sí.
―¡Desnúdate, Sybila! ―le dijo, con naturalidad, sin inmutarse.
Sybila lo pensó un instante, pero comprendió que estaba a mil millas
sobre la ciudad Caribe y comenzó a despojarse de su conjunto de calle,
pieza por pieza, con la elegancia y maestría de una modelo, hasta que
quedó completamente desnuda. El joven la contempló con la fascinación
de un niño y el asombro de un artista del mármol. Sybila pensó entonces
en la posibilidad del ayuntamiento carnal y hasta experimentó un raro
sentimiento de orgullo porque él la había escogido entre todas las mujeres
de la Tierra y porque sería, de efectuarse, la primera unión de amor en un
lecho espacial entre una mujer terrícola y otro ser de la galaxia, y porque
sería, con suerte, la madre del primer hijo cósmico de la historia.
Glia y otros cuentos escogidos
38
―Me llamo Tubal Arum y desciendo de los primeros expedicionarios de
Tau Ceti que llegaron a este planeta hace dos mil años.
El extraterrestre recorrió con su dedo índice todos los caminos del cuerpo
de Sybila y esta sintió el cosquilleo de la pasión y se dejó caer sobre el piso
mórbido de la astronave, vencida, completamente dispuesta. Le preguntó,
al tiempo que se tendía en el piso, porqué decía ser descendiente de Tau
Ceti.
―¿Es que acaso naciste aquí en nuestro planeta?
Tubal se sentó frente a ella, a la manera yoga, y le dijo:
―Hace exactamente mil novecientos setenta y nueve años mis antepasados
llegaron a este planeta. Se enteraron de que antes que ellos, una expedición
del extinto planeta Dzhin provocó una guerra entre dos pueblos
primitivos de la época. Estudiaron la historia de entonces y concluyeron
que tal desgracia fue propiciada por el bajo nivel de desarrollo cultural
de tales pueblos y por la imprudencia de los dzhijanos... Por esto hemos
demorado en darnos a conocer a ustedes.
―¿Nos consideran también atrasados culturalmente? ―interrogó Sybila,
insinuándose con coquetería.
―Sí. Tienen un buen nivel cientíco y tecnológico, pero ética y
políticamente dejan mucho que desear...
―Entonces ¿Por qué me has raptado? ―insistió la hermosa bailarina de
Ciudad Caribe.
―Es algo que no debo responder... por vergüenza ―contestó el astronauta.
Retiró entonces su rostro brillante a un lado, eludiendo los ojos de Sybila.
Antonio Mora Vélez
39
―No creo que sea una desvergüenza ―le dijo esta, volviéndose coqueta
de medio lado y apoyándose en su brazo derecho mientras se rizaba el
cabello echando mano de un gesto típicamente femenino.
Tubal se la quedó mirando ahora y olvidó el relato de sus antepasados.
Sus dedos largos como raíces volvieron a explorar la geografía erótica
de Sybila y esta se acostó de nuevo y le señaló el camino de la aurora a
Tubal, pero Tubal permaneció indeciso, como el explorador turbado por
la belleza del tesoro encontrado.
―¿Por qué no te quitas el vestido? ―le preguntó Sybila. Tubal cambió de
colores. Su tez asumió todas las tonalidades del rojo y casi que bruscamente
se apartó de Sybila, quien no alcanzaba a entender la conducta de su
raptor, a mil millas sobre cualquier testigo inoportuno.
―No puedo, sería catastróco ―le respondió.
Sybila pensó entonces en lo inimaginable y creyó que a Tubal le
preocupaban las dicultades orgánicas del acoplamiento...
―Tubal... muéstrame tu cuerpo ―insistió.
Tubal Arum escuchó serenamente la solicitud de la mujer. Había
recobrado la calma ceremonial del principio y procedió a quitarse, pieza
por pieza, la indumentaria hasta que quedó completamente desnudo,
pero ligeramente cubierto por la sombra de un batiente de la sala. Sybila
buscó la luz en todo el cuerpo de Tubal.
―¡No es posible! ―exclamó aterrorizada.
―Más que posible, es verdad ―le respondió Tubal con un tono de
pesadumbre―. Como puedes ver...
Sybila recorrió otra vez el cuerpo del astronauta con la vista y se jó en su
zona erógena, tratando de descubrirle el sexo.
Glia y otros cuentos escogidos
40
―¿Quién eres, por Dios? ―le preguntó entonces, acercándose y tomándolo
por los hombros.
Tubal miró a un lado y le contestó de un modo casi impersonal:
―Soy un orgci. Un ser creado por nuestros antepasados de Tau Ceti para
perpetuar la presencia de nuestra civilización aquí en la Tierra.
Sybila, enternecida, con el dejo melancólico de Tubal y ya recuperada de
la desilusión, trató de consolarlo.
―Hace tiempo leí una obra en la que se narra el amor de un hombre con
una mujer semejante a ti, llamada Lorna. ¿Y sabes lo que pasó al nal?
Que el amor venció la incompatibilidad existente entre ambos. ¡Y hasta
tuvieron hijos!
Tubal Arum bajó la cabeza mientras Sybila se apretaba a su cuerpo con
ternura. Entretanto, la cosmonave iniciaba el descenso hacia la costa de
Pasacaballo, en la que un grupo de la policía vial tomaba los datos del
automóvil abandonado sobre la autopista.
1979
Yusty
Y
usty parecía un juguete de felpa cuando estaba dormido sobre
uno de los sofás de la sala. Tenía una pelambrera de color café con
vetas grises y unos ojitos saltones, verdes, rodeados por sendos círculos
negros que daban la impresión de ser unas gafas al natural. El día que
se me enroscó en el cuello por primera vez ―y de eso hace ya diez años,
aproximadamente― sentí como si una serpiente peluda me hubiera
atacado por la espalda. Así de largo era, más largo que un perro salchicha
de la antigüedad.
Ocurrió en una de las cacerías simuladas que hacíamos de año en año, por
la época del deshoje. Ese día, en medio de un calor cenital en pleno valle
del Alto Sinú, Yusty correteaba por entre la hojarasca con sus hermanos de
grupo. Yo avanzaba, pistola en mano, siguiendo la senda que marcaba con
su espada láser, el capitán del safari. Habíamos salido a un descampado
de la selva y los homínidos de la raza de los yusty, alterados por nuestra
presencia, habían optado por guarecerse detrás de los troncos caídos, bajo
el abundante follaje de las laderas o en el fondo de las cuevas que servían
de refugio a los animales silvestres en las frías noches de lluvia.
En el descampado decidimos prender el fuego y organizar las tiendas a
su alrededor. Los cánones de la cacería decían que el fuego ahuyentaba
las eras, pero nosotros, que sabíamos que ya no existían eras en la
zona, hacíamos uso del fuego más por tradición que por prevención. En
verdad, las noches en el campo no eran buenas sin fogata. Como en los
viejos tiempos de los sus, acostumbrábamos a cantar, a danzar y a beber,
Glia y otros cuentos escogidos
42
alrededor del fuego, en el campo o en la playa; una de esas hermosas
costumbres que aún persisten entre nosotros y que nos mantienen atados,
con el hilo del recuerdo, al milenio pasado, llamado del terror.
Me acompañaba DZ3Y, mi compañera; ambos acostados, juntos, alrededor
del crepitar de las llamas; viendo el enjambre de estrellitas fugaces y
el humo que se elevaba hacia lo alto de la noche. El capitán del safari
nos había anunciado que veríamos pasar varios sputniks a esas horas y
que podríamos, incluso, captar las señales de audio de varios de ellos.
Mirábamos absortos el cielo despejado, mientras las virutas encendidas
de la pira enmarañaban el paisaje inmediato. Recuerdo bien que le decía
a DZ que el arte natural seguía marcándole la pauta a la técnica, y que los
pintores electrónicos no podrían jamás lograr un arrebol como el de esa
tarde.
Todo ocurrió de manera imprevista. Yo sentí el crujir de las ramas y me
levanté.
Yusty salió del bosque que bordeaba el cascajal, dio dos o tres saltos y
cayó sobre mis espaldas, enroscándose en el acto en mi cuello y dejando
su carita pícara justo enfrente de la mía, presentándose de ese modo y
originando así la hermosa relación que narramos en este texto.
―¡Hola, soy un yusty! ―dijo. Entonces sonrió y dejó ver una bien cuidada
hilera de dientes como de castor, los cuales utilizaba en el consumo de
sus vegetales preferidos, vale decir, de zanahorias, remolachas, plátanos
y rabanillos.
―¡Al suelo! ―le grité asustado. Más por lo inesperado del percance que
por el temor al animal, que no tenía razón de ser, dado que los yustys son
como niños, buenos y juguetones, y tiernos como una canción de cuna.
Antonio Mora Vélez
43
Yusty entornó sus ojitos y sintió que había hecho lo que no debía y todo
por ser como Epimeteo lo había decidido al día en que, según el mito,
repartió a todos los animales sus diferentes potencias y maneras de ser.
DZ, asustada también de primer momento, notó que el yusty había sufrido
una conmoción con mi grito y lo recogió entre sus brazos.
―Pobrecito ―dijo― está temblando de susto.
II
Apenas unos días después de ese episodio, Yusty acompañó a mi hijo
IK3 a su primera excursión académica. Todos los años, los niños del país
viajaban a algún lugar del mundo que tuviera algún interés prehistórico.
Esta vez sus profesores habían decidido hacer la gira por las tierras
peruanas con el objetivo de estudiar de cerca las piedras grabadas de
Ocucaje y las líneas de Nazca. Las primeras, según ellos, conformaban
una bien documentada biblioteca que tenía más de ochenta millones
de años y en la que constaba la existencia de una raza humana que fue
contemporánea de los grandes saurios.
En el motel escolar del pueblo, profesores y estudiantes decidieron
esperar las primeras horas de la mañana siguiente para abordar el metro
que los transportaría a Ocucaje. Esa noche, en el cuarto 126 de mi hijo,
este, el yusty y dos o tres amiguitos más, iniciaron un interesante juego
de preguntas y respuestas.
¿Qué es un bosón Z?preguntó IK, iniciando el juego.
―Una partícula subatómica transmisora de la fuerza débil ―le respondió
C2J, una linda pecosita de escasos once años.
―¿Quiénes descubrieron la forma helicoidal de los genes? ―preguntó
ella.
Glia y otros cuentos escogidos
44
―Wilkinns, Crick y Watson, en 1953 respondió V2P, el mayor y más
espigado del grupo.
―¿En qué año se construyó el primer Láser? ―preguntó enseguida.
―En 1960 repostó EYG y carraspeó, como era su costumbre, cada vez
que respondía acertadamente.
EYG iba a preguntar para que respondiera SQW, pero Yusty, al parecer
molesto, les increpó por la orientación temática y metodológica del juego.
¿Por qué respuestas simples y en ciencias? les dijo―. ¿Es que acaso
las humanidades no merecen ser tenidas en cuenta?
Esa noche, los jóvenes estudiantes, reunidos en la pieza 126 del amplio y
cómodo motel escolar supieron, gracias al yusty, que los seres inteligentes
éramos parte de un ser total y superior que moraba en otro plano de la
realidad y hacia el cual tendíamos; aprendieron, también, que las formas
superiores de relación necesarias para la consumación del plan, el Amor y
la Solidaridad, eran códigos de la vida inteligente. De modo que el homo
cibernético no tenía otra alternativa distinta que la solidaridad si no quería
morir en el torbellino periódico de las grandes masas.
Al día siguiente, en un descanso durante el recorrido hacia las cuevas de
Ocucaje, Yusty daría una demostración el de su condición al exponer su
vida para salvar a los excursionistas. Un giroscopio particular les seguía
a baja altura y era maniobrado en forma temeraria por su piloto, como si
este quisiera de ese modo asustar o entretener a los muchachos. Yusty,
ese extraordinario ser de apariencia lemur y de inteligencia fuera de serie,
y de cuya historia me siento en parte responsable, se percató del peligro
que corrían todos y se lanzó en veloz carrera hacia adelante para llamar
la atención del giroscopista; antes les dijo a los excursionistas que se
detuvieran a observar lo que él hacía. Hoy, todavía, después de casi diez
Antonio Mora Vélez
45
años, IK3 no consigue una explicación lógica para el caso. Lo cierto fue que
Yusty supo, intuyó, vio, imaginó o dedujo un desperfecto que mandaría
el aparato a tierra en cuestión de segundos; y así fue. Al correr no hizo
sino estimular la temeridad del piloto, quien se fue detrás de él, y casi le
cae encima con su vehículo ―cien metros adelante del grupo escolar―,
de no haber sido por el viraje súbito de 90 grados que hizo Yusty en el
último instante, para caer en el fondo de una acequia. El piloto, como
es de suponer, quedó inservible, y el giroscopio quedó completamente
destruido. IK me rerió después que una vez se repuso del shock corrió al
encuentro de Yusty y lo encontró agitado, pero consciente.
III
Yusty decía que el poema titulado La Ardilla, compuesto por uno de los
últimos poetas del segundo milenio, había sido escrito pensando en él.
Y no estaba del todo equivocado porque, si bien el poema data desde
mucho antes de él nacer, quien lo escribió trató de retratar la vivacidad
de una de las últimas ardillas residentes en el zoológico de la ciudad
Cúpula. Y las ardillas, valga la aclaración, son como yustys encogidos
y sin pensamientos. En todas las reuniones familiares, Yusty declamaba
“La Ardilla”. Le gustaba el poema y lo actuaba. Hacía entre él y los versos
una tal identidad, que era como si el poema, por medio de su personaje,
se interpretara a sí mismo. Decía: “… El rumor de la Tierra / la voz de la
ceiba / y el viento que ltra / el color de la aurora / La ardilla se asusta
/ la luz se estremece / el césped se agita / y la Tierra llora… / La lente se
pierde hacia otros caminos / la luz se refugia/ detrás de las ores / La
ardilla se asoma / se esconde/ se asoma / buscando el recuerdo / del Dios
que la acosa…”. Eran los años de la reexión y de la alegría. La hermosa
tierra suramericana de entonces abandonaba la prehistoria política y el
Glia y otros cuentos escogidos
46
oscurantismo y declaraba, por intermedio de la presidencia colegiada, su
determinación de hacer parte del súper estado que las Naciones Unidas de
Occidente habían conformado para encarar el reto del fundamentalismo
islámico. Yusty era rme partidario de la integración. Un día en el que
departíamos en la terraza de mi residencia, acompañado de mis amigos
intelectuales ―entre los cuales recuerdo a R2B, el famoso politólogo―
expuso su tesis del Estado mundial como peldaño de la conciencia
humana en su ascenso hacia el Ser Total del cual todos somos partes.
IV
Nuestro yusty era aún muy pequeño cuando lo adoptamos. Los yustys
viven en los bosques hasta que son adultos y un habitante de la ciudad los
adopta, pero el nuestro fue un caso excepcional, tal vez por su precocidad
intelectual y su acelerado crecimiento. Llegó a nosotros a la temprana edad
de siete años, pero los yustys tienen una fabulosa capacidad de adaptación
y aprenden con mucha mayor rapidez y facilidad que el más inteligente
de los hombres de ayer. Por esto no fue difícil que se integrara a nuestra
familia y que asumiera rápidamente su rol de yusty. A los pocos días
de estar entre nosotros, ya acompañaba a IK al colegio virtual, recogía la
correspondencia del e-mail y retiraba las píldoras de energía de la tienda
sectorial. Al mes, manejaba los tableros de mando de la casa y grababa los
videos, según los gustos, y nos tenía listos los paquetes de información
media hora antes del almuerzo. No había cumplido los cincuenta días
cuando le suturó a IK con el equipo Láser de primeros auxilios, una
pequeña herida que se hizo en un pie. Y ya entrado en conanza, nos
declamaba en las noches frías poemas ecológicos, de amor y épicos que
acompañaba con el sintetizador.
Antonio Mora Vélez
47
Conviene precisar que lo mejor que le puede ocurrir a un yusty suelto
es ser adoptado, ya que, lósofos y hedonistas por naturaleza, les tienen
pavor a las preocupaciones materiales. Los yustys jamás han construido
una fábrica o una ciudad, no obstante que pueden aprender los
conocimientos teóricos y técnicos para hacerlo. O viven en una residencia
humana, y se amoldan a la rutina de sus dueños, o viajan durante
algún tiempo por el campo hasta que deciden morir, pero en casa son
ecientes y laboriosos, como si hubieran sido hechos para manejarlas. A
un yusty jamás se le olvida que debe desconectar el intercomunicador;
como tampoco el encendido de los colchones térmicos, o de las pastillas
contra los insectos durante el sueño. Poseen casi todas las virtudes
de los robots mucama de principios de este siglo, pero con algo que
aquellos no tenían: sentimientos. Los yustys son humanoides y como tal
bastante cercanos a nosotros en materia de comportamiento. Se parecen
también a los androides de primera generación, pero mientras tales
androides eran fríos y extremadamente lógicos, los yustys exhiben una
gama de emociones y sentimientos, con no pocas aciones al arte y a la
imaginación. Solo que, mientras en el campo escriben sus poemas en las
hojas de las cabinas telefónicas y los dicen acompañados con el laúd, en la
casa preeren utilizar el procesador de palabras y el sintetizador. La casa
inteligente, nuestro hábitat, transforma a los yustys. Sueltos dicen: “Nada
como vivir en paz con la naturaleza”. Ya habituados al quehacer de una
casa, arman que lo mejor del mundo es manejarlo todo desde un tablero
de barras y botones o con células fotoeléctricas. No habían transcurrido
todavía los seis meses del ajuste, que eran de ley para lograr la aprobación
comunal de adopción y nuestro yusty ya daba señales de querer quedarse
entre nosotros. Nos encontrábamos ad portas de una gran festejo: el día
de la fraternidad universal, el cual celebrábamos, como casi todos los
Glia y otros cuentos escogidos
48
habitantes del planeta, con una cena en familia y a la que invitábamos a
dos o tres vecinos. Estábamos en la ultimación de los detalles de la reunión
(escogencia de los invitados, electro tarjetas, menú, ambientación, etc) y
Yusty insistía en que fuesen los esposos CT6 y M8, por la anidad artística
e intelectual existentes entre ellos y nosotros.
Me gustan los M8 ―decía―, porque son imaginativos. Hablar con
ellos es hablar de temas interesantes, además, saben producir la música
electrónica. Los CT6 son joviales y simpáticos. No han leído el Kibalión,
pero son artistas de la cerámica y la jardinería, y preparan un guacamole
delicioso.
Después de haber denido el menú y la ambientación (“Música sideral
de JMJ tomada del centro de TV ambiental”, del gusto de IK) y de haberle
enviado a los esposos CT6 y M8 las correspondientes tarjetas de invitación
por el computador local, le toqué el tema de sus dos formas de vida.
Nosotros no dejamos de ser lo que somos, simplemente nos adaptamos.
Para un yusty la vida es compleja, pero no tiene porqué complicarnos a
nosotros. Estar en el hábitat de los hombres implica un reto y es parte de
nuestra misión. Nos limitamos, es verdad, pero le ayudamos a entender
al hombre que la ciencia se hizo para servirse de ella y para vivir la vida.
Así de fácil. me dijo.
V
A ningún yusty le gusta que le pregunten por su origen. Están tan
convencidos de su carácter mesiánico que no admiten, ni siquiera como
probable, la conjetura de que pudiesen tener como origen un experimento
de laboratorio. Tampoco creen en la tesis de la mutación producida por una
explosión nuclear a nes del siglo XXI. Mientras los cientícos humanos
Antonio Mora Vélez
49
se devanan el cerebro intentando diferentes teorías acerca de la génesis
de los yustys, estos dicen que para el caso da lo mismo haber sido el fruto
de un accidente o de un plan de conservación de la vida inteligente en
el planeta. Lo importante y concreto es que tenemos la clave para hacer
que el hombre sea feliz y eterno, dicen. Nuestro yusty no se cansaba de
repetir que el hombre era un ser incompleto y que le faltaba el medio
para alcanzar la fase de la perfección; ese medio eran ellos, los yustys.
Esa noche de la esta, Yusty nos narró las etapas del viaje hacia las altas
esferas espirituales. Nos contó que todos los seres evolucionan y tienden
hacia la fusión con la divinidad y que el alma es el vehículo portador
que nos hermana con Ella, con la armonía cósmica, con el principio rector
inmanente que mora en la interdependencia de todos los cuerpos. Los
yustys, sobra decirlo, dicen ser los portadores de ese mensaje de salvación,
más exactamente de espiritualización, que hará posible la conversión del
hombre moderno y su salto hacia la comunión con el cosmos divino, del
cual provenía. Son como mensajeros de las estrellas con la responsabilidad
de evitar que la línea humana de la evolución se frustre por tercera vez en
la Tierra, tal y como ocurrió con la civilización de las tres lunas y con la
mucho más antigua que existió por la época de los dinosaurios.
―Hoy ―dijo Yusty en el momento del brindis― no va a ser una
catástrofe sideral ni un accidente en el manejo de la energía, como en
los casos anteriores. El n de la humanidad vendrá como consecuencia
de la automatización que convierte al hombre en un animal peor que los
gigantes mitológicos que devoraban a sus propios hijos.
Después de esa armación, no sobra decirlo, nos quedamos pensativos un
rato, recordando los años de la dependencia biológica y reexionando en
el porvenir de nuestros modernos chips neuronales y en las posibilidades
que estos abrían al pensamiento.
Glia y otros cuentos escogidos
50
Entretanto, Yusti consumió un poco de guacamole con tortillas que le
brindaron los CT6 y se quedó mirando hacia el bosque, por la ventana,
seguramente pensando en esa otra vida de libertad que los yustis
abandonan cuando deciden mudarse, con nes pedagógicos, a la casa de
alguna familia androide de cuarta generación como nosotros…
1988
Ejercicios fílmicos
B
ent y yo, investigadores del centro de experimentaciones sicofílmicas
de Jaraquiel, realizábamos la función de seis de la tarde con grandes
deseos de progreso en nuestro proyecto. Sobre la pantalla horizontal y
convexa del tridivisor se erguían las gurillas de dos danzantes en medio
de una atmósfera de vapores rosados que salían del cristal y que los hacía
ver otando como si en lugar de estar en la supercie bruñida de color
ónix, estuvieran en el espacio exterior haciendo la caminata Leonov de
reglamento.
La danzarina vestida de tul llamaba con sus dedos de mil arpegios a su
compañero desnudo que se encontraba ensimismado, contemplando la
limpidez del agua que bajaba rauda por el río. El joven se volvió y admiró
el hermoso cuerpo que transparentaba a través del vestido y sonrió.
―¿Por qué le pusiste esa sonrisa? ―inquirió Bent a mi derecha― ¡Es
insulsa!
El joven no se dio por aludido. Continuó contemplando a su Elisa desde
la orilla mientras el agua corría por la supercie mostaza del cauce.
―¿Eres tú, mi amor? ―preguntó ella desde lo alto; temblorosa, con ese
rubor casi infantil de las heroínas― Te he estado buscando por todas
partes— Puso sus manos sobre sus rodillas en actitud coqueta.
―Estaba bañándome. Antes corrí un poco por la pradera simulando ser un
potro salvaje... ¿Te sientes bien? ―le respondió él después de abandonar
el agua y dirigirse al talud de la ribera.
Glia y otros cuentos escogidos
52
La mujer bajaba por una ligera pendiente rocosa cubierta de gramilla
lila. La brisa liberaba los siete velos de su ropaje y toda ella parecía una
almendra de nácar cubierta por ráfagas de sedas al viento. Al verla llegar,
él sintió la punzada del deseo en el bajo vientre. Ella inició sobre la arena
un baile de incitación al amor; movía sus brazos en forma sincronizada
con todo el cuerpo, como si fuera una oruga que se encogía y estiraba, o
un cisne que abría sus alas y luego las recogía, alternadamente.
―¡Pura cursilería! ―exclamó Bent, contrariado, y se situó enfrente de la
pantalla del tridivisor, contemplándola.
La danzarina continuó sus movimientos y su compañero se extasiaba con
ellos y se tendía desnudo sobre la playa, esperándola.
―El nal es demasiado obvio ―agregó Bent y se volvió hacia mí. Yo
me lo quedé mirando jamente, molesto por sus insistentes y mordaces
apuntes.
―¡Toma tú el control, entonces! ―le dije y me levanté del sillón.
Bent trajo a cuento el tema de las relaciones entre la fantasía y la realidad
mientras se sentaba frente al tablero del tridivisor y comenzaba a mover
sus videobotones.
—Verás un buen lme ―me dijo―, con más imaginación y profundidad,
con menos cliché....
Sobre la pantalla, casi al instante, aparecieron dos agitados astronautas
que huían de una bestia en un desierto ferroso de Caciopea; la bestia
corría tras ellos, pero los valientes astronautas, armados de valor y de
un adminículo antigravitatorio que les permitía volar a baja altura, se
mantenían a salvo.
Antonio Mora Vélez
53
―¡La misma historia de siempre! ―ataqué entonces, porque era mi turno.
Y no pude evitar una sonrisa al ver la cara de contrariedad de Bent.
―Ya verás que no ―me respondió. Cerró los ojos como para lograr una
mejor concentración y continuó desparramando ondas lumínicas sobre la
caja de integración del tridivisor.
―Prepárate para ver algo original ―agregó.
Sobre la pantalla aparecieron entonces los mismos astronautas con sus
vestidos de desembarco, cabalgando sobre dos briosos corceles en una
hacienda del oeste norteamericano del siglo anterior. Se preparaban para
un rodeo, pero, fantásticamente, este estaba próximo a iniciarse en un
monumental estadio de “hard ball” con techo de bra de vitrex.
―Eso no es real, es un disparate ―le dije, insistiendo en la vieja polémica
existente entre él y yo.
―¿Qué es lo real y qué es lo ilusorio, lo sabes tú acaso? ―respondió en-
seguida―. ¿No podemos crear situaciones escénicas que satisfagan nues-
tros deseos? ¿En qué queda la libertad de creación, contigo? ―comple-
mentó y continuó con el ejercicio.
Los astronautas dieron la vuelta al estadio en medio de los aplausos
y de la algarabía del público, de un público heterogéneo que reunía
individualidades vestidas a la usanza de la Grecia heroica, del
Renacimiento orentino, de los años treinta en Chicago y de los sesenta
en la era del rock y del petróleo en América y hasta de las calendas de
Hermes, el atlante que se comunicaba con Sirio desde su observatorio
piramidal en Egipto.
Se diría que los jinetes de ese extraño rodeo se habían sobrado en las pruebas
de monta y de coleo, a juzgar por la ovación. Yo le reclamé entonces a Bent
Glia y otros cuentos escogidos
54
que ese tipo de mixturas fílmicas no eran originales, que ya Mel Brooks,
un realizador de cine de los primeros Estados Unidos de América, las
había llevado al celuloide y que en este año 2.047, en plena era de los
neurotrones, no era racional ni ético conjugar diferentes personalidades
y situaciones correspondientes a épocas diversas, para tratar de plantear
problemas del presente. Cada época tuvo su ser humano, con sus virtudes
y defectos, con sus capacidades y sus carencias. Y así hay que tomarla. En
su contexto. En cada era el hombre tal cual fue.
Bent se quedó un rato pensativo, luego miró el reloj y me pidió que apagara
el aparato. “Es hora de ir a la reunión del consejo”, dijo para justicar la
interrupción de la sesión. Yo apunté con mi dedo el icono “On O” y lo
observé mientras guardaba los neurotrones en sus cajas esféricas. Hecho
esto se dirigió a mí:
La imaginación es como las alas del pensamiento; un hombre sin
imaginación es como un pájaro sin alas dijo en tono magisterial y
empezó a despojarse de su mono de trabajo.
Nos disponíamos a abandonar el laboratorio para salir hacia el edicio
del Consejo, con los documentos del nuevo estadero que la cooperativa
proyectaba construir en el hermoso balneario de Broqueles, y Bent notó
que algo no estaba bien en el tridivisor.
―Es esa luz residual tenue ―me dijo con expresión de incertidumbre.
Hizo entonces un leve contacto digital con el icono rojo y exclamó: “¡Está
apagado!”. Sin embargo, había remolinos de luces en aumento sobre la
pantalla que no podían provenir del tridivisor. Eran como esos remolinos
de estrellas que anteceden al proceso de reintegración de la materia.
Antonio Mora Vélez
55
―¿Otro producto de tu imaginación, Bent? ―le dije, pensando que tal
vez trataba de tomarme el pelo. “No, esto es otra cosa”, me contestó. Su
pensamiento se perdió en los laberintos de la meditación.
En ese instante los ovillos luminosos cobraron forma y aparecieron sobre
la pantalla los mismos astronautas del ejercicio fílmico anterior, pero
saliendo de una pequeña nave de líneas tradicionales que se posaba sobre
un terreno plano y desértico.
―¡Eureka! ―gritó uno de ellos. Temerosamente armó su pie derecho
en la supercie rme del planeta, manteniéndose asido a los pasamanos
de la astronave y con el otro pie sobre el último peldaño de la escalinata.
―¿Todo bien? ―preguntó receloso un cosmonauta.
―¡Baja! ―le contestó su compañero.
El segundo hombre bajó entonces con un poco de mayor conanza.
Entretanto, el primero daba saltos como un niño sobre la Tierra del mundo
que acababan de descubrir.
―Parece que es un defecto de reincidencia ―dijo Bent―. A veces ocurre.
Es como un sueño, una reactivación de las conexiones nerviosas, pero en
forma desordenada.
Bent observaba detenidamente el paisaje árido que reproducía el tridivisor.
―¡Mira, Bent! ―grité yo, señalándole las insignias de la nave estelar. Bent
se acercó hasta el límite permisible por el campo envolvente. “¡No puede
ser!”, exclamó. “¿Douglas Wilson y Arthur Pendleton?”. Bent me observó
con cara de incredulidad.
―¡Ellos son! ―agregué yo, y le señalé la pantalla.
Glia y otros cuentos escogidos
56
―¡Pero, si esta gente salió hace dos años rumbo a Barnard! ¿Cómo pueden
estar allí? ―preguntó Bent, y señaló la supercie bruñida del tridivisor.
―Es posible que hayan llegado a Barnard y que eso que vemos sea una
transmisión siónica del acontecimiento...
―No, no puede ser ―interrumpió Bent―. Estos aparatos no están
diseñados para captar ese tipo de señales, y ellos (señalándolos) deben
estar a seis años luz de la Tierra...
Sobre la pantalla del tridivisor creativo.
―¿Es eso Barnard, Douglas? ¿No te parece muy raro que hayamos llegado
antes del tiempo previsto? ―le dijo un astronauta al otro, al tiempo que
recogía del suelo un pedrusco que parecía carbón.
―Para serte sincero, estoy tan confundido como tú. No si esto es el
planeta óptimo de Barnard, lo que sí te puedo asegurar es que no es región
alguna de nuestro sistema solar que conozcamos (miró en dirección a
nosotros, bóveda arriba) La supercie es enigmática y, sobre todo, esa
bruma que no nos deja ver más allá de la curvatura...
―Es posible que estemos en una estación orbital abandonada ―dijo
Arthur. Y se cubrió las cejas con ambas manos, tratando de mirar a través
de la bruma.
Bent y yo escuchábamos atentos, sin querer dar crédito a lo que nuestros
ojos miraban. De repente Bent se puso de pie, como si hubiera encontrado
la solución del problema. Tomó el extractor entrópico y lo colocó en
dirección a la pantalla.
―¿Qué pretendes hacer, Bent? ―le pregunté, temeroso de las
consecuencias.
Antonio Mora Vélez
57
―Quitar eso que ellos llaman la bruma que no los deja ver más allá de la
curvatura.
―¡Estás loco, Bent! Eso puede generar una reversión de campo en el
pequeño espacio de los astronautas ―le dije.
―No, nunca he estado tan cuerdo como hoy ―me contestó; encendió la
unidad de carga del extractor e inició la succión de la bruma que inquietaba
a los astronautas y que no era otra cosa que energía compresa por la cara
interna del campo que envolvía la pantalla del tridivisor.
―No olvides que la imaginación es como las alas del pensamiento. ¿Quién
me dice que esos no son Ray Douglas y Arthur Pendleton en persona,
trasladados a esta pantalla por alguna extraña fuerza del cosmos? —agre-
gó y siguió en su tarea.
―Es posible, Bent. Bastante posible ―le respondí.
1981
La entrevista
A Germán Espinosa (In memoriam)
y Orlando Mejía Rivera,
con mi admiración y aprecio.
E
l caballo atravesaba una pradera y sus extremidades de fuego parecían
como si volaran. El jinete que lo conducía iba hacia el llamado Castillo,
que quedaba en la cima de una colina de poca altura en la que remataba
una pendiente sembrada de pastos que servía de alimento a las cabras de
su misterioso habitante. De él se decía que parecía un ser de otro mundo
y que tenía el aliento de un dragón, que no hablaba con nadie y que
solo salía en las horas de la noche, sobre todo en las de luna nueva, para
platicar con la brisa y cogerle el pulso a la oscuridad.
El jinete había estado unos minutos antes en el llamado museo de los
recuerdos y en él había visto una nevera en la que se conservaba el hielo
de los años históricos y algunas de las bebidas que se consumían por esos
tiempos. Había conversado con el actor que la atendía y este le había
dicho que tenía varios días que no veía al enigmático dueño de la vieja
casona de la colina.
―¿Habrá muerto? ―le preguntó.
―No, no lo creo ―le respondió el actor del museo, al tiempo que lo
invitaba a tomarse una soda con sabor y un pan de sal que todavía le
quedaban del anterior suministro de alimentos del pasado.
Glia y otros cuentos escogidos
60
El jinete saboreó el helado y burbujeante líquido de color ámbar, hizo un
gesto de complacencia con su boca como si catara un trago de vino de
bodega y enseguida empezó a comer el pan, que no era sino pan francés,
pero duro y harinoso.
A la entrada del Castillo, el jinete notó la presencia de varios niños de
la escuela de formación para la vida que habían ido a pasear por los
alrededores en busca de aventuras y que se encontraban a pocos pasos
de la puerta de hierro del jardín de la misteriosa mansión. Al notar la
presencia del jinete uno de ellos le preguntó:
―¿Qué se le ofrece, señor?
―He venido a hablar con el dueño, debo hacerlo ―le contestó.
El jinete siguió de largo y se dispuso a tocar la cancela de hierro, pero
encontró que estaba abierta, entró al jardín y tomó el sendero con rumbo
a la entrada de la casa. Miró la fachada de cerca y pudo constatar que
toda ella parecía una imagen congelada del pasado porque los barrotes de
las ventanas estaban oxidados, las paredes descascaradas y sin pintura,
las puertas carcomidas, muchas de las baldosas levantadas y partidas, y
algunas estructuras abiertas que dejaban ver las varillas también oxidadas,
y porque toda ella estaba cubierta de mugre y polvo acumulados durante
años.
Caminando con la vista al suelo para evitar pisar la basura, llegó a una
alcoba que parecía la principal y que, a diferencia de las demás, tenía la
imagen de las cosas revestidas de actualidad. Estaba limpia, al menos.
Y daba la impresión que habitada, aunque no se escuchaba nada que
delatara la presencia de un inquilino, ni siquiera el zumbido de las moscas
que le había acompañado durante el recorrido inicial.
Antonio Mora Vélez
61
“Creo que lo mejor es tocar”, pensó, e intentó hacerlo, pero la puerta se
abrió misteriosamente antes de que sus nudillos la golpearan y todavía
es la hora que no sabe si por la acción del viento o por algún mecanismo
termomecánico o por obra y gracia del deseo de su residente que, supuso
entonces, vigilaba sus pasos desde algún mirador escondido.
El jinete entró y regó la vista por todo el cuarto y pudo contemplar lo que
parecía ser la apoteosis del desorden, pero sin mugre ni desechos, aunque
con un poco de polvo de varios días. Dirigió su atención sobre las muchas
revistas y periódicos anacrónicos acumulados sobre una mesa sin mantel.
Observó los demás muebles: un diván deteriorado, dos taburetes viejos
de cuero y una mecedora de mimbre con muchos descosidos, un samovar,
un aguamanil y una tinaja. Y miró también los libros arrumados en el
escritorio, uno de ellos abierto y separado con un puñal de plástico. Miró
la portada y leyó el título: El planeta de los simios. Al lado de él, cerrado,
estaba otro libro de menor grosor y pasta más sencilla titulado La noche de
la Trapa, del escritor Germán Espinosa.
Luego de esa visión inicial el jinete decidió buscar al inquilino en el
patinejo y se asomó inicialmente por una ventana con hojas de madera
que estaba semiabierta y por la que se ltraba un olor a ores y a hierba
fresca. El jinete observó todos y cada uno de los lugares del pequeño
descansadero del castillo, desde las reatas sembradas de begonias y
magnolias del fondo, pasando por la fuente central con sus bancas y sus
pequeñas esculturas de ninfas y auras y el surtidor con forma de ánfora,
pero sin agua.
Al otro lado de la tapia unos niños recogían frutillas. Los demás se
ocupaban en otros menesteres. Unos cazaban mariposas amarillas, otros
jugaban a la pelota como se dice que jugaban los indios mayas antes de la
Glia y otros cuentos escogidos
62
misteriosa diáspora y los demás corrían por el desladero tras imaginarios
bridontes, montados en sendos caballos de vapor y blandiendo espadas
de luz, con las que hacían explotar como pompas de jabón las imágenes
de los animales fantásticos que descubrieron en uno de los cuentos de
las clases de realismo que tomaban para saber cómo eran los dioses que
amaban y sufrían más allá del mundo de las páginas y las letras.
Al percatarse que el extraño personaje del castillo no se encontraba en la
parte habitable del mismo, y ver que los niños jugaban en los alrededores
como si nada, decidió ir hacia ellos para preguntarles por él, porque
supuso que lo conocían y podían decirle en donde se encontraba en ese
momento.
Los encontró jugando a la identidad de las cosas y uno de ellos tenía entre
sus dedos un ramito de hojas verdes y preguntaba a los demás de qué
planta eran.
―¿Sabes tú acaso dónde está? ―le preguntó a ese que parecía lideraba la
sesión, al tiempo que le señalaba la pared exterior del patinejo.
―¿Soy yo acaso el guardia de mi hermano? ―le contestó riendo.
―¿Y para qué lo necesita? ―le interrogó otro, con arrogancia, mientras
hundía en la Tierra una pala que usaba para recoger basuras.
El jinete se desconcertó un instante por la actitud de los niños, burlesca la
del primero y casi desaante la del segundo. Y no pudo evitar una ligera
mueca de desaprobación que a los niños les pareció graciosa.
―Es un trabajo de investigación que adelanto por razones de patria –le
respondió el jinete pocos segundos de meditación después.
―¿Razones de patria? ―exclamaron todos en coro.
Antonio Mora Vélez
63
―¿Y no nos dijeron en clase de ética que la patria había desaparecido
por culpa de la soberbia y el egoísmo de los hombres? ―dijo otro de los
chicos.
El jinete se sintió en otro lugar de la historia, como si hubiera olvidado
poner el temporizador antes de salir del cilindro transportador de la nave
Enterprise, del capitán Kirk. Luego prosiguió su charla al notar que los
niños seguían expectantes.
―Todo empezó en un cuento titulado El asunto García. En él, el personaje,
un estudiante costeño de apellido García, se siente asediado por un fauno
burlón vestido de levita negra y sombrero de copa, pero al cual se le veían
los cascos y los cachos que lo identicaban plenamente como fauno. Y al
parecer, por culpa de ese fauno obsesivo, el personaje del cuento estuvo
en el lugar equivocado y lo mataron en lugar de a Jorge Eliécer Gaitán y
eso le cambió el rumbo a la historia de Colombia en esta dimensión de
ustedes.
―¿Y al fauno qué le pasó? ―dijo el muchacho de más edad.
―Eso trato de averiguar, aunque en el cuento el fauno es un símbolo para
signicar esa fuerza misteriosa que algunos llaman azar y que hace que
las cosas ocurran de una u otra manera ―le contestó el jinete.
A esta altura del diálogo ni el jinete ni los niños se habían percatado del
acercamiento del extraño residente del castillo que venía subiendo a pie la
ladera. El primero continuó su relato del cuento y le comentó a los niños
que El asunto García había sido uno de los tres nalistas de un concurso
nacional de cuentos de ciencia-cción y que si no ganó fue porque a los
jurados se les escapó el detalle del fauno y no cayeron en cuenta que
ese era el verdadero acierto del texto, al menos desde el punto de vista
losóco.
Glia y otros cuentos escogidos
64
El niño mayor iba a preguntar qué era eso de losóco, pero los demás
vieron que el habitante del castillo estaba a pocos metros y emprendieron
veloz carrera.
―¿Por qué huyen? ―alcanzó a decir el jinete.
Los niños le señalaron hacia abajo y el jinete vio al extraño personaje
vestido con una sotana negra, botas también negras y guantes y capucha
del mismo color. Trató de mirarle el rostro, pero un antifaz y una cinta de
tela se lo ocultaban casi plenamente.
―¡Huyen de mí! ―le dijo el encapuchado con una voz impostada que
parecía salir de un altoparlante―, pero no tema, no soy peligroso para
ellos ni para usted. Huyen de mí porque me han hecho algunas travesuras
y les prometí un castigo por ello.
Al escuchar esto el jinete se tranquilizó y no dudó en decirle cual era el
objetivo de su visita.
―Vengo a hacerle una entrevista, bueno, si usted no pone reparo alguno
―le dijo.
El hombre de negro lo miró con algo de resignación, como diciendo:
―¿Otro? ―Y lo invitó a que subiera hasta su alcoba.
Unos minutos después estaban el jinete y el llamado hombre del castillo
sentados en sendos taburetes de cuero, contemplando el paisaje del jardín,
la fuente seca con sus estatuas y disfrutando de un par de cigarros que al
enmascarado le suministraban los libusteros que vendían artículos de
las islas casi desérticas y despobladas del Caribe.
―¿Entonces usted cree que el fauno del cuento vive en esta dimensión?
le preguntó el antrión al jinete, luego de las explicaciones iniciales acerca
Antonio Mora Vélez
65
del motivo de la visita. Antes le había preparado al visitante un extraño,
pero delicioso jugo de frutillas del monte que este degustó complacido.
―Sí ―le respondió el jinete―. Y la razón me la da Phil K. Dick. Como usted
seguramente recuerda, la novela El hombre del Castillo de Dick cuenta la
historia después de la segunda guerra mundial tal como él la pensó si en
lugar de haber ganado los aliados hubiera sido el fascismo el triunfador.
Los japoneses ―como se cuenta en la obra― hubieran dominado gran
parte de los Estados Unidos y hubieran anticipado en muchos años su
extinción como potencia.
El hombre de negro ―que seguía sin descubrir su rostro, aunque se había
despojado de la sotana, de los guantes y de las botas― le dijo entonces
que no entendía la relación entre el fauno del cuento y el ejemplo de
la segunda guerra. Aprovechó para caminar unos pasos y señalarle
tocándola― la fuente seca.
―Desde que desapareció el Estado no hay agua en las cañerías, ―dijo con
algo de pesadumbre―. Pero hay allí una relación de causalidad que no
veo en su ejemplo ―concluyó.
El jinete pensó en ese instante explicarle la discusión ya superada entre el
determinismo y la incertidumbre y explicarle que las nuevas técnicas de la
cibernética hacían posible la recuperación del pasado, pero prerió volver
al mundo de esa dimensión que visitaba con frecuencia para investigar
eso que él llamaba los ripios de la historia.
―En esta dimensión las cosas no ocurren como en la otra de donde
vengo, fruto de un cruce de hechos y circunstancias ―dijo―. Acá hay
un evidente demiurgo que las programa, alguien que ejerce su dictadura
mental sobre los hombres y no les deja otra alternativa diferente a ser lo
que él quiere que sean.
Glia y otros cuentos escogidos
66
―¿Y? ―dijo el antrión con evidente interés.
El jinete lo miró jamente, pensando cada una de las palabras que le iría
a decir enseguida.
―Yo creo que el Jorge Eliécer Gaitán de mi cuento vive en este mundo, en
esta dimensión escondida de la memoria y creo que puedo recrearlo para
indicarle a mi pueblo lo que perdió por culpa del fanatismo.
Dicho esto, bajó la cabeza como escarbando en el recuerdo y le soltó esta
pregunta inesperada al enmascarado:
―¿Es usted, acaso, el personaje de un cuento de ciencia cción?
El hombre cambió de semblante, frunció el ceño y los labios, cambios que
el jinete no alcanzó a ver por el cubrimiento del rostro.
―¡Sí! ―contestó secamente―, pero no el que usted se imagina y es usted
el quinto en venir a hacerme perder el tiempo con sus preguntas.
El jinete se quedó mudo con la respuesta y trató de levantarse con la
intención de despedirse, y ponerle punto nal a la entrevista, pero el
misterioso entrevistado lo detuvo.
―Perdóneme, pero no ha sido mi intención rechazarlo ―le dijo―. Lo que
pasa es que usted no conoce el drama de mi vida en esta dimensión —
agregó.
La noche empezaba a llenar de oscuridad el castillo y los alrededores. El
hombre enmascarado encendió un par de velas para disiparle el temor
al jinete. Los niños ya estaban bien lejos del castillo, durmiendo en ese
otro lugar que los dioses diseñaron para que los niños fueran felices y
contagiaran de felicidad a todos los demás niños del mundo.
Antonio Mora Vélez
67
―Le voy a contar ahora mi historia ―le dijo al visitante, mientras se
acomodaba en el diván―. En ella también tiene que ver un cuento, como
en su caso. ¿Recuerda usted La noche de la Trapa de Germán Espinosa? ―le
preguntó.
―Sí, lo leí hace muchos años y lo estoy viendo en la mesita de esta alcoba
con las mismas letras rojas y el fondo negro de la edición de 1965.
―Pues bien, si recuerda el cuento sabrá que un cientíco de nombre
Melchor de Arcos había convertido a dos chimpancés en hombres y que
uno de ellos llamado Chip huyó y que al otro lo asesinó de Arcos en el
instante en que lo encontró disfrutando del sexo con su esposa y en su
propia cama.
―Así es ―respondió el jinete―. Y recuerdo el nal del cuento, cuando
Melchor de Arcos llega al Monasterio Trapense para purgar con el
enclaustramiento su crimen y constata que el monje que lo recibe, Fray
Roberto de Clarabal, es el mismo simio Chip a quien él había convertido
en hombre y que se había fugado de su laboratorio.
El jinete hizo una pausa y reparó en el libro que estaba sobre la mesa de
centro. Luego prosiguió.
―Lo que no entiendo es ¿por qué tiene que ver el cuento con usted?
―Mucho ―le dijo el enmascarado. El cuento terminó donde usted dice,
pero la historia no. Después ocurrió que Melchor de Arcos, aún dolido
por su fracaso, intentó matar a Fray Roberto de Clarabal, a Chip, sin
permiso de Espinosa y que este, para evitar la truculencia y dejar que el
cuento terminara en el momento preciso, decidió borrar esas escenas de
la historia publicada y los condenó a vivir, a Arcos y a Chip, en este limbo
que forman los borradores archivados de los escritores.
Glia y otros cuentos escogidos
68
El jinete aspiró una bocanada del cigarro que le había obsequiado
minutos antes el antrión y se quedó un rato pensando hacia adentro,
como buscando la mejor explicación de lo que diría después. La noche era
acompañada por un viento frío que silbaba como en las viejas películas
de ultratumba y que se metía por las rendijas de ventanas y puertas del
castillo y cerraba las que estuvieran abiertas.
―En el cuento de Germán Espinosa ―dijo el jinete― el escritor se realiza
con el progreso intelectual de uno de sus personajes, el tal Roberto de
Clarabal;, pero en el citado por mí, en El asunto García, el escritor quedó
inmerso en una duda que lo atormenta porque no sabe qué desear más,
si la muerte de Gabriel García, el escritor costeño que estaba en el lugar
equivocado o la del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán. ¿Se imagina
usted lo que hubiera sido de Colombia con Gaitán de presidente?
―Algo he oído de eso ―dijo el hombre del castillo―. de una región
de esta dimensión en la que vive un abogado penalista de apellido Gaitán
que se salvó en un cuento de un escritor Mejía.
―Me gustaría conocerlo...
―No se lo recomiendo. Me han dicho que él, agobiado por la soledad de
estas páginas y al saber que para que él viviera tuvo que morir un escritor
que hubiera ganado el Nóbel, se ha dedicado a la bebida.
―Y bien que lo sé ―respondió el jinete―. Como que he sido yo quien le
salvó la vida para que entonces viviera en esta dimensión.
―¿Ha sido usted quien lo ha mandado a la papelera de reciclaje?
preguntó el entrevistado― ¿Y, a propósito, quién es usted? ―insistió con
rmeza y evidente curiosidad.
Antonio Mora Vélez
69
El jinete dudó unos segundos antes de responder. Pensó en toda la historia
del cuento, la utilizada y la desechada. En lo triste para la literatura si el
costeño estudiante de Derecho hubiera muerto como lo conjeturaba El
asunto García y de él se supiera apenas por el informe de policía que daba
cuenta de su muerte y que relacionaba el párrafo inicial de La casa, la que
sería su gran novela. Y le respondió al ermitaño de negro con la seguridad
aprendida en las muchas lecturas que tuvo que hacer antes de decidirse a
escribir su primer texto.
―Digamos que soy un poco ese Gabriel García que murió asesinado en
mi cuento o uno de los muchos autores que andan en busca de personajes,
pero la verdad, soy el escritor Orlando Mejía, autor del cuento El asunto
García, y estoy investigando en esta dimensión para escribir el cuento de
Gaitán vivo en un país que evitó la tragedia del 9 de abril y los gobiernos
conservadores, liberales y uribistas que le siguieron...
El hombre del castillo dejó escuchar una breve risa que parecía ngida,
una especie de “ja, ja, ja” actoral que minimizaba la importancia de la
anterior versión.
―¿Y eso es todo? ¡Lo mío sí que es importante! ―expresó.
El jinete miró al enmascarado un instante, con enfado por su pedantería,
y al caer en cuenta que tampoco sabía de quién se trataba, le preguntó:
―¿Y usted quién es... porque yo tampoco sé quién es usted?
El enmascarado sonrió, viró su cuerpo a un lado y se llevó las manos a la
cabeza.
―¿Por qué cree usted que ando con la cara cubierta? ―le contestó
y empezó a quitarse el antifaz y la cinta de terciopelo que le cubría la
boca y el mentón—. Yo soy Fray Roberto de Clarabal y tuve que escapar
Glia y otros cuentos escogidos
70
del monasterio trapense para evitar que el cientíco Arcos me mutara
nuevamente en simio, lo que logró parcialmente.
Al tener la cara descubierta levantó la cabeza y dijo con la voz quebrada.
―¡Mire mi rostro mezcla de humano y de primate!
―¡Ah, bestia! ―exclamó en voz baja y con desilusión, el escritor Mejía
Rivera.
2007
Thriller
A
quella noche lluviosa de mayo, el poblado agrícola de Mocarí era
apenas una fogata desde las alturas. En la garita de su cementerio, el
celador y un amigo jugaban una partida de dominó, desentendidos de la
apacible estancia de los muertos. Mataban el frío y el tedio con el delicioso
aguardiente anisado y el juego.
Hacía apenas un par de semanas que el cielo había asperjado sobre las
sementeras una lluvia de partículas luminosas que hacían aumentar el
brillo de las hojas mañaneras y que habían generado entre los pobladores
toda clase de comentarios, cuales más fantasiosos.
―Es el abono de las estrellas ―había dicho el padre Anselmo para aclarar
las cosas y evitar mayores desmadres de la imaginación.
Y el pueblo le creyó.
Esa noche, la lluvia de partículas se hizo visible sobre la extensa zona del
camposanto. Juan y Martín, los silenciosos jugadores, no se dieron cuenta
sino al rato, cuando un rayo de luz que salía del torbellino celeste bañaba
todas las tumbas.
―¡Carajo, parece como si fuera de día! ―dijo Juan.
―Parece no, que es ―le contestó Martín, impresionado.
Ambos se pusieron de pie y salieron de la caseta para ver lo que ocurría.
Un brisón barría el polvo de los caminos y mecía los arbustos de
ornamentación en esos instantes.
Glia y otros cuentos escogidos
72
―¡Miércoles! ―exclamó Martín―. Estas son vainas del Maligno.
―¡Qué Maligno ni qué carajo! ―le contestó el celador―. Es como un sol
chiquito ¡Mira!
Martín miró hacia el cielo brillante y pudo observar en todo su esplendor
de jaspe el disco desde el cual salía el misterioso rayo. Ambos quedaron
absortos en la contemplación y por eso no notaron lo que ocurría en el
suelo. Martín fue el primero en percatarse de la anormalidad.
―¡Las tumbas se están abriendo! ―gritó, visiblemente alterado.
Y así era, en efecto. Las tapias fueron, una a una, saltando en pedazos.
Las lápidas caían hacia atrás, removidas por el borbollón del suelo. Y
los muertos salían de sus féretros y se dirigían hacia ellos en procesión
macabra y amenazante, con los brazos extendidos hacia adelante y los
rostros aún cubiertos de barro.
―¡Vienen hacia nosotros! ―advirtió Martín― ¡Corramos!
―¡Espera... esta escena yo la he visto antes!
Martín se quedó mirando a Juan con extrañeza y luego emprendió veloz
carrera hacia la puerta del cementerio.
―¡Espera, Martín! ¡Ya de qué se trata! ―le gritó Juan, quien seguía en
actitud de expectación no obstante el peligro.
Martín no lo escuchó y siguió en su fuga. Entretanto un hombre con
rostro de lobo y vestido de lentejuelas hacía su aparición, rítmicamente,
en medio de los muertos.
―¡No te vayas, espera! ―insistió el celador a su amigo. Este se detuvo un
instante y miró a Juan en la distancia de la garita.
―¡Ya dónde he visto la escena! ―le gritó Juan― No es nada del otro
mundo. ¡Mira... son los seres de ultratumba de Michael Jackson!
1984
Los ejecutores
A
quella era una noche fría de saturnal, el mes de las lluvias, con un cielo
encapotado que no permitía ver la luz de la luna. Las calles estaban
solas y las pantallas del alumbrado languidecían misteriosamente, como
si la energía hubiera optado por el atajo de Carnot y se perdiera en ese
impreciso lugar en donde el fuego se libera de sus alas para retomar el
ciclo.
Me disponía a salir de una taberna del tipo alemán situada en el
populoso sector de Mocarí. Había estado allí en la agradable compañía
de mis amigos de tertulia. Durante horas y horas habíamos hablado de
política, de mujeres, de rones, de las últimas decisiones de Mutltivac. Y
la conversación giraba y giraba, alrededor de uno y otro tema, y a los
oídos de cualquier parroquiano de siglo XXV era como si nada hubiera
cambiado sobre la faz del Caribe después del Gran Salto.
Nabo y Castillejo, mis eternos compañeros de farra, habían consumido
quince sifones de cerveza rubia con pitillos enervantes. Yo, en cambio,
por el temor de mi Gota, apenas si ingerí un par de whiskys dobles en la
roca que el barman muy gentilmente accedió a venderme no obstante las
restricciones del día ordenadas por la sección etílica de Multivac.
Yo estaba aburrido, es lo que quiero decir, de modo que no hay razón
alguna para atribuirle al alcohol la procedencia de todo mi dicho, de lo
que mis ojos vieron esa noche después de la juerga. Juro que es tan verdad
como la luz que ahora contemplo en esta hermosa terraza de plasma
Glia y otros cuentos escogidos
74
cósmico que me hace recordar los viejos tiempos de mi estancia en Tierra
Santa, de cuando era un principiante en comunicación social y jugaba
con las palabras de la jerga en la elaboración de intrincados poemas
matemáticos que ni yo mismo lograba descifrar.
Salí como a las doce y cuarto de la taberna, solo. Castillejo trató de
detenerme con su verbo y con esa prosopopeya tan suya, pero tan
ostensiblemente impostada, diciéndome que no habíamos terminado el
tema de los decibeles ónticos, pero yo lo despedí cortésmente, haciéndole
un gracejo con su estilo de antiguo lord inglés, pero vestido de hojalata, y
apelando a mis conocidos achaques articulares.
Intenté tomar un troley, pero la hora no era la más apropiada y me decidí
entonces por un robotaxi que pasó justo a los diez minutos de la espera.
Lo abordé y le dije mi dirección de llegada. Su cerebro prodigioso me
respondió que tendría que hacer un ligero rodeo antes de llegar ya que
se había producido un crimen por el sector y varias calles se encontraban
interceptadas.
―Muy bien, como usted ordene ―le contesté―. El vehículo inició la
marcha por el carril interior de la autopista y yo me recosté en el espaldar
de la butaca, intentando dormir durante el recorrido.
Eran ya las doce y media de la madrugada del sábado, hora en la que,
según los noticieros breves, salían a cumplir con su ocio los llamados
ejecutores del tiempo, los correctores de la historia que anticipara
genialmente Isaac Asimov en su novela El fin de la eternidad, a nes del
milenio anterior.
Tal vez por esa circunstancia las calles se hallaban más solitarias que de
costumbre. Nunca se sabía en qué lugar y hora exacta de esa franja de la
madrugada, podía aparecer un auto fantasma con un grupo de ejecutores
Antonio Mora Vélez
75
dentro. Para ellos, que duda cabe, todo noctámbulo era potencialmente
un candidato a la dulce muerte de los dardos de luz disparados como si
fueran sencillas proyecciones de cine digital.
El auto cibernético avanzaba raudo por la avenida de Los Fundadores,
conmigo en su interior totalmente despreocupado de la ciudad. La suave
brisa de las primeras horas despeinaba ligeramente el perl del sector.
La avenida y sus alrededores parecían un cuadro fugaz de Piescarollo,
el maestro de la nueva pintura vibrátil. Yo me sumergía en el recuerdo
de mis noches de bohemia en La nueva Ola, de cuando era un simple
perifoneador de comerciales en la Radio Ambiental. El tablero de mando
del robotaxi ejecutaba una sonata de colores alternados que yo miré de
reojo simplemente.
A la altura de la calle 681 el cerebro del auto me dijo, alzando la voz
para volverme en mí: ¡Viene un carro fantasma por la autopista paralela!
Yo abrí los ojos y me acerqué a la ventana izquierda para observarlo.
El robotaxi siguió su marcha normalmente. Yo permanecía adherido al
vidrio, contemplando el raudo desplazamiento del auto fantasma. Era
algo que no podía dejar de hacer; se trataba de un grupo de ejecutores y
siempre quise verlos en acción.
Al pasar casi frente a mí pude observar que uno de los ejecutores
disparaba un ash en dirección nuestra. La luz arropó mi rostro durante
una fracción de segundo y yo me sentí en el instante feto, niño, joven,
adulto, en sucesión fantástica, como si mi vida se hubiera repetido en un
lme que me era introproyectado siónicamente.
El robotaxi me dijo entonces: No cabe discusión, se trata de un equipo de
ejecutores en plena acción. Yo mismo le he sentido.
―¡Sigámosle! ―le ordené.
Glia y otros cuentos escogidos
76
El auto titubeó, lo cual quiere decir, en términos de cibermecánica, que
aceleró y desaceleró en forma imprecisa. Al tomar la curva de unión de
las dos autopistas casi nos chocamos con uno de los postes de oxígeno de
la entrevía. Después de recobrado el control, el parlante del carro me dijo:
¿Está usted seguro de lo que me pide?
―¡Por supuesto que sí! ―le contesté―. Soy periodista y no puedo perder
esta oportunidad de cubrir una ejecución. Qué tal que sea un ajuste
histórico. Podré anunciarle al mundo del futuro que una posible línea
de desarrollo queda borrada de la lista… A veces creo que las aparentes
contingencias de la historia se deben a este tipo de ajustes y no a la simple
casualidad.
―¡La razón estaría de parte de Demócrito, después de tantos siglos!…
Demócrito? ¿O era tal vez Heráclito?
Se inició entonces la persecución.
De no haber sido por el mismo carro fantasma, le hubiera resultado
imposible a mi robotaxi darle alcance, pero el vehículo de los ejecutores
se detuvo unos cuantos kilómetros adelante, enfrente de lo que parecía
ser un viejo motel abandonado.
Cuando llegamos ―mi auto y yo― vimos que los dos ejecutores, vestidos
como se decía que vestían, esto es, con buzos plateados y con cascos
brillantes, tocaban la puerta del edicio mientras se ajustaban las viseras.
Al menos eso me pareció. Eso creí.
El robotaxi se acercó al lugar de estacionamiento del carro fantasma. Se
detuvo y yo me bajé lentamente, con la precaución vista en las dos guras,
en esos dos viajeros del tiempo que estaban a punto de introducir una ligera
variación en la historia. O tal vez un cambio radical. De ellos se sabía ―de
tiempo atrás― por la literatura. ¡Fantasías! decían muchos. Lo que jamás
Antonio Mora Vélez
77
se pensó fue que verlos en acción se convertiría, con el correr de los siglos,
en una de las más emocionantes aventuras de la información. Ni siquiera
Asimov pudo imaginar que para ser ejecutor había que reunir un mundo
sin par de condiciones; estar a prueba de recticaciones, sin resquicio
alguno por donde pudiera penetrar el enjuiciamiento rigurosamente
lógico de los Ordenadores. Como si dijéramos: ¡Un ejecutor jamás podía
ser ejecutado!
Y yo estaba allí, delicioso privilegio, observándolos en el preludio de
una ejecución que no sabría si calicar de sublime o justiciera, pero que
era a todas luces necesaria, si los Ordenadores, esos sabios inmensos del
siglo XXII lo habían decidido así en benecio de la estirpe humana. Era
una especie de cirugía para extirpar un tejido malo que no convenía al
desarrollo armónico del cuerpo, había dicho alguna vez en uno de mis
informes de referencia. Y los ejecutores no fallaban. Jamás se equivocaban.
Por eso la historia del siglo XXX transcurría sin perturbaciones. Toda
fuente de perturbación era ejecutada, extirpada, antes de que pudieran
estabilizarse sus secuelas, ¡Así de sencillo y de maravilloso!
Avancé unos pasos con mi tarjeta de informador en alto. Soy periodista,
dije en voz alta. Los ejecutores me miraron serios y uno de ellos blandió su
espada de luz y la puso en dirección mía. Te esperábamos, me respondió.
Un corrientazo cruzó por mi cuerpo en todas direcciones y yo quedé
paralizado, impávido, con el temor a la muerte sembrado en mis ojos y la
vista ja en las dos guras de plateado que me observaban serenos, sin el
menor asomo de impaciencia o dubitación en sus rostros y cuerpos.
―¿A mí? ―les pregunté, todavía con la esperanza de que me estuvieran
jugando una broma para castigar mi osadía de reportero.
Glia y otros cuentos escogidos
78
―Hemos estudiando tu prontuario y estamos seguros de que eres la
persona que buscamos ¿Tú te llamas Marcos Antonio?
―Sí ―les contesté.
―¿Y estamos en el siglo XXX? ―interrogó el otro.
―Exactamente! ―le dije.
―Entonces eres la persona que buscamos. El dictado retrospectivo de tus
líneas vitales así lo indican…
Recordé al instante el ash que me encegueció minutos antes y que me
hizo sentir feto, niño, joven y adulto al borde de la muerte, en sucesión
rápida del pensamiento.
―¿Qué es lo que mis descendientes han hecho o intentado hacer en el
siglo de ustedes? ―les pregunté.
―Nada. No hicieron nada que valiera la pena. Justamente por eso
los Ordenadores creyeron necesaria tu eliminación en el programa
de proyecciones de este siglo hacia el futuro. Al no implicar cambios
progresivos, tu existencia se convierte, aún en tu presente, en superua.
Yo guardé silencio entonces y esperé la acción. El robotaxi seguía las
palabras de los viajeros del tiempo desde su lugar de estacionamiento. Y
desde allí pudo ver el rayo de luz que acabó con mi vida. Dijo, entonces,
para sí: “Los ejecutores jamás fallan. Los ejecutores jamás se equivocan”.
1985
La piedra de cuasi oro
J
uan Cerro, cadete de servicios de la compañía latina de recolección de
escombros espaciales, se dirigía ese día, como de costumbre, a su hotel
de vacaciones de Coveñas. Conducía su aerodinámico autojet marca Zenú
por la espaciosa y arborizada autopista de la costa Caribe. Lo acompañaba
su hermosa mujer de nombre Dora, inteligente secretaria ejecutiva en una
importante empresa de cosméticos.
Esa mañana caía sobre la costa un sol pleno que resaltaba la belleza natural
del paisaje. La autopista estaba ese día más despejada, tal vez porque el
puente vacacional había comenzado el día anterior. A Cerro le gustaba
devorar las distancias de las carreteras, como si en lugar de conducir el
sencillo convertible de dos puestos piloteara una nave espacial recolectora.
Apenas un par de horas antes se había encontrado con Dora en el
helipuerto. Ella acababa de salir de su ocina con la tarjeta de vacaciones
en el bolso y a él le quedaban pocas horas disponibles de licencia ya
que debía reportarse al cosmódromo de Ciudad Tayrona a más tardar
el miércoles próximo. Conversaban animadamente, no obstante, la
velocidad. Dora le tocó el tema de los escombros espaciales y la ecología
y Juan se quedó callado, con la atención ja en la máquina y en la vía,
mientras la brisa continuaba peinando el paisaje y los cabellos de Dora,
y a lo lejos un pelícano se lanzaba en picada sobre las aguas mansas del
golfo
Glia y otros cuentos escogidos
80
―¿Por qué tan preocupado? ―le preguntó Dora. Se arregló entonces
el cabello con ese gesto femenino y la expresión coqueta que la
caracterizaban―. ¿Acaso por el vuelo del jueves?
Juan pensó un instante antes de responderle. Desde que se enroló en la
compañía de aseo espacial, jamás había tenido que recurrir a los mecanismos
de emergencia del lanchón X-82l, astronave en la que trabajaba desde su
vinculación al servicio. Todas sus jornadas de recolección terminaban con
una buena colección de clavijas, tornillos, fragmentos de toberas y otras
piezas más de basura orbital.
En la ruta hizo su aparición la curva de los cocoteros que anunciaba la
proximidad del balneario. Juan disminuyó la velocidad a ochenta.
―No es el viaje lo que me preocupa ―le respondió. Había pasado la curva
y entrado en la parte de asfalto del trayecto. El sol caía casi verticalmente
y la carretera negra parecía karma, pero en trance de fundición.
―Entonces ¿Qué es? ―insistió Dora.
―Son unos fragmentos extraños que han sido descubiertos por los físicos
del servicio. Parecen haber sido fundidos en la misma órbita, lo cual
resulta un enigma.
El automóvil llegó al balneario y Juan lo detuvo enfrente del hotel.
II
Chinguiz descubrió la piedra en un solar repleto de trastos inservibles.
Jugaba con un par de amiguitos a la prenda exótica. No era difícil
encontrar en los solares de desperdicio artefactos inverosímiles. Desde
que la técnica impuso el úselo y bótelo, aumentó el número de objetos
raros en los solares. Allí los niños podían encontrar, con una buena dosis
Antonio Mora Vélez
81
de imaginación adicional, cápsulas espaciales, mísiles, pistolas de rayos,
rockets y demás elementos que les servían para armar la trama de sus
juegos.
―¡Miren! ¡Miren! ―gritó Chinguiz―. ¡Gané yo!... Esto no me lo superan
ustedes―. Había encontrado una gema de contextura terrosa, de color
amarillento y de consistencia casi metálica, con planos y aristas; una
especie de oro a medio formar, con persistencia de impurezas silíceas.
―¡Uaaooo! ―gritaron a coro los demás niños. Eso debe valer mucho
dinero, anotó uno de ellos. Llévaselo a tu papá. Él debe saber para qué
sirve, le recomendó otro.
Chinguiz titubeó. Dudaba un poco de la importancia de su piedra y estimó
por un instante que sus amiguitos se pasaban de aspaventeros, pero esa
primera impresión le pasó bien pronto. Uno de los niños le hizo notar
que la piedra vibraba y Chinguiz sintió, al cogerla, como si una corriente
eléctrica de poco voltaje le pasara por sus manos pequeñas.
III
En el populoso sector de Mocarí, de la hermosa capital sinuana, en predios
del centro universitario de recreaciones Ramiro Bustamante, un grupo
de estudiantes de último año de la facultad de Ciencias discutía con su
profesor de tesis los últimos detalles del experimento que proyectaban
realizar en Isla Fuerte y con el cual aspiraban a demostrar que es posible
enlazar y domar un ciclón como si fuera un caballo de raza. Es un simple
problema de polarización de campos, decía Mirna, la hermosa trigueña
encargada de la parte física del trabajo. Esa tarde habían denido todos
los pasos del programa de viaje.
Glia y otros cuentos escogidos
82
A la mañana siguiente, bien temprano, abordaron en el aeropuerto Los
Garzones el helicóptero que los llevaría a la isla, previa escala en el
balneario de Moñitos. Durante el vuelo pudieron contemplar el complejo
turístico de Broqueles y la comba de la ensenada de Moñitos, que era
como un abanico azul ensamblado en la alfombra verde que semejaba el
continente.
Al descender en el helipuerto del balneario, una hermosa periodista del
semanario Córdoba hoy interrogó a Mirna sobre los nes y perspectivas del
experimento.
―¿Es posible lograr eso que ustedes dicen? ―le preguntó.
―Se trata de lo siguiente ―le contestó Mirna―. Todo movimiento genera
un campo gravitatorio a su alrededor. Los ciclones y huracanes son un
efecto de cortes en la masa de aire producidos por el movimiento de una
corriente de diferente temperatura. La masa ciclónica genera un campo
que la sostiene y la conduce. Nosotros pensamos que es posible generarle
un anti campo que la desvíe y que, incluso, la disemine. Es todo.
―¡Vamos! ¡Vamos! ―apuró Williams, otro de los estudiantes― Tenemos
que instalar la antena antes de que el huracán pase por las islas de San
Bernardo.
IV
El lanchón X-821 orbitaba la Tierra a la altura de los 850 kilómetros. Esa
era la zona más peligrosa de recolección por la abundancia de artefactos y
desechos de las primeras astronaves soviéticas y norteamericanas. Desde
el mirador, Cerro contemplaba el enjambre de piezas sueltas que seguían
la ruta de la gravitación en un orden tan meticuloso que parecía obedecer
a los dictados de alguien que se ajustaba a una melodiosa partitura.
Antonio Mora Vélez
83
Muy a pesar de las juiciosas observaciones del comandante anterior
del planchón, en el sentido de que a lo largo y ancho del cinturón de
desperdicios del kilómetro 850 existían huellas de una conagración,
el actual comandante había decidido permanecer por más tiempo en la
órbita para tratar de recoger el mayor número posible de fragmentos de
material dorado, como el encontrado por Chinguiz.
Cerro y su equipo habían logrado hacerse a varios fragmentos utilizando
el brazo recolector del planchón. Cuando ya estaban a punto de terminar la
jornada, surgió en el innito un punto luminoso que asumió la condición
de haz en desplazamiento parabólico y que apareció de pronto, sin rastro
alguno de explosión, como si emergiera de la nada o simplemente perforara
el telón limítrofe de este universo. El comandante ordenó enseguida
asumir los puestos de navegación en el segundo grado de alerta, el
abandono de la órbita y el posterior retorno a la estación espacial Cosmos
II, el sitio de aprovisionamiento de las astronaves latinoamericanas.
―Parece como si saliera de alguna de las estrellas del cúmulo de Boyero,
y lo más curioso, se agranda en forma progresiva ―dijo.
El lanchón recolector se dirigía a la estación espacial y Cerro, asomado
por una de las escotillas, creía ver la línea divisoria del universo.
V
Chinguiz y su padre habían ido a la universidad con el n de mostrarle
al profesor de geología la misteriosa piedra. Este los recibió en uno de
los cubículos de la primera sede. Creo que se trata de cuasioro. Hace
un par de años supe de un pedazo más grande que fue encontrado en
órbita por uno de los lanchones recogedores de basura tecnológica. Los
peritos, por desgracia, guardaron silencio y nos quedaron debiendo el
Glia y otros cuentos escogidos
84
dictamen. Desde entonces las especulaciones acerca de las emisiones de
ondas fuertes en la frecuencia del agua y de la acción conversa de los
rayos cósmicos detectados en Arecibo. Hasta se ha dicho que alguien, en
un cúmulo estelar situado a 10.6 años luz, nos envía señales, les dijo.
Del cubículo pasaron al laboratorio. En él, el viejo profesor de Geología
colocó la piedra en el platillo del analizador fotónico. Oprimió un botón
que inició un concierto de luces que al niño le pareció de fantasía porque lo
transportaba imaginariamente al interior de una astronave ulterlumínica
en viaje por los espacios siderales. Una vez terminado el proceso de
análisis, el profesor leyó en la pantalla. Luego les dijo a sus visitantes:
Es cuasioro, como les había dicho. Para ser más exacto es una aleación
desconocida producida por una fuerza también desconocida. El profesor
miró entonces a Chinguiz y le preguntó: ¿Dónde me dijiste que habías
encontrado este fragmento?
VI
Mientras el lanchón X-821 retornaba a su estación orbital y Chinguiz y su
padre lo hacían a su casa, inconformes con el concepto del profesor, una
nave crucero de la Fuerza Caribeña del Espacio ascendía majestuosamente
a la órbita de los interrogantes. Su comandante estaba al tanto del viaje
y accidentes del lanchón recolector de basuras y sabía que lo encontraría
en algún recodo de ese camino peligroso de desperdicios en que se había
convertido la tan mentada órbita. Tal vez por esa actitud escrutadora
pudo contemplar también la división del rmamento en dos inmensas
tapas negras, como si una navaja de los dioses lo hubiera partido en
dos. ¿Habrán detectado esto los tripulantes del planchón? se preguntó.
Ordenó entonces a los ingenieros de comunicaciones la conexión radial.
Estos, sin demora, iniciaron el barrido de frecuencias y la lectura del
Antonio Mora Vélez
85
llamado. Llamando al X-821. Llamando al X-821, repetía a intervalos cada
vez menores el comunicador del crucero. Un concierto de murmullos
metálicos y de gorjeos como de aves canoras, ese sonido peculiar del
cosmos que parece conrmar a Pitágoras con su tesis de la música de las
esferas, fue todo lo que recibieron como respuesta.
A esa misma hora, en Coveñas, Dora se despertaba con los nervios de
punta y la imagen de Juan sembrada en el recuerdo del sueño. Lo había
visto inicialmente en sus labores de rutina, recogiendo antenas, alerones,
toberas y tableros de diferentes tamaños, pero poco después dividido en
dos por un rayo de luz que venía del espacio exterior.
VII
En Isla Fuerte, luego de instalarse en el hotel, los cuatro estudiantes y
el director de tesis se disponían a iniciar el montaje de la estación de
ondas furkianas. El cielo estaba encapotado y a lo lejos, en el horizonte
del Caribe, los vientos sacudían la epidermis del océano. El director de
tesis comentó guradamente que era como si Neptuno cabalgara colérico
sobre un corcel de aguas violentas. A Max, el meteorólogo del grupo, le
pareció que esa oscuridad en movimiento era un buen presagio para el
experimento.
―El huracán se acerca ―anotó Mirna―. Y sigue la ruta prevista por el
satélite.
―Ojalá no se desvíe mayor cosa ―agregó el profesor.
En Coveñas, Dora tomaba el teléfono rojo que la comunicaba con la
estación orbital. El sueño de la noche anterior la tenía preocupada. Dora
era muy sensible y poseía una imaginación que la hubiera conducido a la
fama literaria si hubiera elegido esa carrera.
Glia y otros cuentos escogidos
86
A los pocos minutos escuchó la señal de contacto y luego la voz de la
joven del conmutador. Dora introdujo su tarjeta en el aparato y casi al
instante preguntó por Juan. Acaba de llegar en el lanchón —le contestó
la operadora―, pero en estos momentos se encuentra informando al
comando sobre la experiencia del rayo detectado. Dora apeló a su condición
de mujer de un astronauta de servicios, con derecho a comunicarse con él
después de cada misión. Es urgente, señorita, le dijo a la recepcionista. La
operadora procedió entonces a establecer la comunicación.
―¡Aló! Sí, soy yo, amor ¿cómo estás? ―dijo Cerro una vez escuchó las
palabras atropelladas de su esposa. Esta no lo dejó articular frase alguna
y le informó enseguida los detalles del sueño. Me preocupa tu trabajo en
la órbita de los 850 kilómetros, le dijo nalmente.
Cerro vio en su pensamiento el rayo llegando a él, al lanchón, y su cuerpo
convertido en tea otando en el frío del espacio.
VIII
Los tripulantes del crucero fueron los primeros en dar la alarma. El rayo
se dirigía hacia nuestro sistema solar, venciendo las distancias a una
velocidad taquiónica. En la Tierra, a partir de esa noticia, todo giró en torno
a la espera. Al habitante común le parecía tan distante y completamente
ajeno a su rutina el malhadado rayo y sin embargo estaba tan cerca de
ocasionar una catástrofe. Los hombres inventariaban su pasado y ponían
al día sus ilusiones.
Finalmente, siete días después de su descubrimiento, el rayo llegó a las
puertas de nuestro sistema solar y describió una curva que hizo pensar
a los cientícos que se perdería en otros connes del espacio, pero esa
esperanza duró poco. El rayo retomó la ruta, buscó nuevamente el rostro
de nuestro mundo y se metió en el vórtice de la magnetosfera terrestre.
Antonio Mora Vélez
87
En un pequeño solar de barriada varios niños jugaban a la prenda exótica.
El crucero estaba ya a la altura de la órbita de los desperdicios y el huracán
Klaus destruía los manglares de Tinajones. El comandante de la astronave
mantenía la vista ja en la zona del rmamento desde donde emergía la
línea de fuego, blanca como un chorro de leche, pero con un sabor amargo
porque signicaba el posible límite en el tiempo de nuestra civilización,
del mismo modo que el desprendimiento de la segunda luna lo fue de la
anterior.
Cerro, desde su cubículo en la estación orbital, y el comandante del
crucero desde su cabina de comando, vieron cruzar el rayo por la amplia
zona del kilómetro 850 y quemar varios de los desperdicios, fundiéndolos
en una masa amarilla y brillante que se fragmentó en todas direcciones,
uno de cuyos pedazos cayó en el solar de juego de Chinguiz y sus amigos.
El profesor y sus alumnos vieron también caer el rayo, preciso en el vórtice
del huracán, segundos después de haber ellos generado en esa misma
dirección el paquete completo de ondas furkianas con el cual esperaban
destruirlo. Después se extasiarían de asombro al contemplar el famoso
huracán convertido en suave brisa mañanera.
―¡Triunfamos! ―gritó Mirna, entusiasmada.
Todos brincaban de alegría y se besaban, felicitándose por el éxito. Apenas
el profesor se mostraba parco en sus expresiones. Pensaba que todo no se
podía atribuir a las ondas furkianas y que sus estudiantes debían repetir
el experimento para borrar las dudas.
―¡Miren! ―gritó el niño Chinguiz―. ¡Otra piedra de cuasioro!, pero debe
estar al rojo porque aún humea y la hierba a su alrededor está chamuscada.
1985
Encuentro inesperado
L
os jóvenes astronautas de la expedición a Titán tenían ya dos días
terrestres de estar sobre la supercie ferrosa del enigmático satélite
de Saturno. La expedición había sido programada para desentrañar el
misterio del eco metálico que los radio astrónomos habían detectado en
él.
Debe tratarse de un satélite articial como Fobos sostuvo uno de los
astronautas.
¡Imposible! ―exclamó el otro―. Fobos tiene un diámetro aproximado de
16 kilómetros, en cambio Titán posee 4.794 ¿Crees tú que haya podido ser
obra de seres racionales con esas dimensiones?
Algunos años atrás, cuando la humanidad encaraba seriamente los
problemas conjugados de superpoblación y contaminación, la Dirección
Central para la Conquista del Espacio determinó la colonización de Marte
y de sus satélites. Los primeros astronautas en llegar al planeta rojo en
desarrollo de ese plan fueron Joseph Collins, Lon Chang y Andrei Zajarov,
a quienes les cupo el mérito de haber descubierto la naturaleza articial
de Fobos. “Es una esfera metálica”, dijo al mundo Collins, luego de la
observación preliminar del suelo. Posteriormente, encontrarían huellas
de seres bípedos en los senderos polvorientos del satélite.
Por ese antecedente de Fobos, fueron muchas las personas que se
aventuraron a fantasear con la naturaleza articial de Titán, y de
especular con la hipotética existencia de una civilización extinguida, que
Glia y otros cuentos escogidos
90
habitó el satélite de Saturno y que extendió sus dominios hacia Marte y el
desaparecido planeta de los asteroides. Pero los hechos se encargaron de
derribar tales especulaciones. En Titán no se encontró la esperada esfera
metálica y el eco, como de metal, era producido por la alta concentración
de hierro existente en su supercie, que era un inmenso desierto de dunas
rojas con pocas elevaciones y abundantes cráteres producidos por los
meteoritos que caían con mucha frecuencia sobre su supercie. Y algunos
pequeños mares y lagos de metano. En cambio sí encontraron rastros de
vida anterior, pero no racional. Eran las mismas huellas de los animales
bípedos de Fobos. Gracias a este hallazgo, la desilusión no fue total y la
expedición encontró una razón para su permanencia en esa parcela del
cosmos.
II
Eran tres los cosmonautas sobre el satélite. Tirado y Abad en la tienda
levantada a pocos pasos del módulo y Lakat, dentro de este, recibiendo
la información y trasladándola al cerebro de la nave. Desde que bajaron
a la supercie, Tirado y Abad no se apartaron mucho de la tienda, entre
otras razones porque allí mismo, por una de esas extrañas colaboraciones
del azar, habían encontrado huellas de los misteriosos bípedos de Fobos.
Por esto cuando Abad propuso un paseíllo por toda la meseta, Tirado
lo pensó dos veces y Lakat, desde la tienda, opinó que todavía era
arriesgado. Como Abad insistió ―“Esto es arena ferrosílica que rueda
sobre una supercie rocosa…y el aire no es tóxico, un tanto duro, pero
nos podemos ayudar con nuestras reservas”―, Tirado cambió de parecer
y se dispuso a acompañarlo.
―¿Recuerdas el paseíllo de Aldrin y Armstrong sobre la Luna? ―le
preguntó Tirado a Abad.
Antonio Mora Vélez
91
―Sí, pero en la Luna ellos casi volaban en cambio nosotros tenemos que
hacer un gran esfuerzo para poder dar un paso.
―Aquello sí fue un verdadero paseíllo ―terció Lakat desde la cabina.
El paseo, que no era tal por la pesadez de los cuerpos, apenas se extendió
unos cincuenta metros. Ubicados en un pequeño promontorio, casi en
el borde de la meseta, los dos pudieron contemplar mejor el paisaje. Al
fondo, en la línea de horizonte, se observaba una rara oscuridad como
si el suelo, en lugar de dunas, estuviera cubierto por pistas petrolizadas.
III
Continuaban lentamente sobre la pradera negra. Un fuerte viento los
obligaba a cubrirse el rostro alargado. A lo lejos, en la parte clara, divisaron
a unos seres extraños que husmeaban.
―Parecen inteligentes ―dijo el más alto a su acompañante.
Tomaron, entonces, sus binóculos, y contemplaron el paisaje de las arenas
rojas que acostumbraban a visitar en las horas suaves, y se detuvieron en
los extraños movimientos de esos seres bípedos que tanto se parecían a
los extintos conquistadores de Alcmeón.
―Tengo el presentimiento de que hemos llegado a un planeta habitado
por seres inteligentes.
―Ya me lo dijiste hace un instante.
―¡Pero ahora lo estoy viendo!
―No debemos arriesgarnos… Acuérdate de lo que les ocurrió a los
investigadores de Almagrab con los presuntos racionales de Dzhin.
Glia y otros cuentos escogidos
92
Los dos iniciaron un lento acercamiento a la nave, midiendo cada paso,
sin perder de vista la tienda y el módulo. El viento arreciaba y cada vez
era mayor la cantidad de arena que levantaba. Abad y Tirado estaban
acostumbrados y tenían protectores especiales, unos lentes de adaptación
a la luz brillante de la parte clara que les protegían también de las
tempestades de arena.
―¡Mira ―gritó Abad―, esos extraños bípedos nos observan!
―¿Seres racionales esos bichos? ―le respondió Tirado.
―Parecen ―dijo Abad―. Y lo que es más, vienen hacia nosotros.
Los astronautas cubrieron el trayecto que los separaba del módulo
en el menor tiempo. Subieron aprisa por la escalerilla y la guardaron
seguidamente después. Se quedaron entonces a la espera de los extraños
seres bípedos, contemplando el paso lento de estos y la polvareda que
producía el arrastre de sus pies.
La espera se prolongó por casi dos horas. Y mientras los curiosos bípedos de
caras largas avanzaban con todo el temor acumulado en sus extremidades,
dentro del módulo el sueño se apoderó de los tres terrícolas, un sueño que
era como un sopor interminable mandado a hacer y en contra del cual
lucharon en vano durante más de veinte minutos.
Afuera la arenilla cubría las toldas y mantas de la tienda y las dos guritas
se acercaban más y más.
IV
El módulo parecía una araña con las patas desplegadas. Estas tenían una
altura de dos metros y eran cuatro en total. Terminaban en un disco exible
que podía asumir la forma del relieve que pisaba. El cuerpo del módulo
Antonio Mora Vélez
93
poseía una ventana única que abarcaba todo el diámetro de la nave. A
esta ventana, por la cual se podía divisar todo el paisaje, se acercaron los
dos seres bípedos que habían partido desde la zona oscura. Iban armados
con una especie de sensor que más bien parecía un micrófono de vedee.
Nada peligroso a simple vista.
Estaban frente a la ventana circular del módulo contemplando el sueño
profundo de los tres astronautas. Los dos bípedos extraños tenían la
elasticidad del caucho y unos ojos expresivos que hablaban por sí solos.
Poseían esa apariencia de bondad que tipicó el comportamiento social
de los pontíces romanos antes de la aparición del anti—Cristo.
Uno de ellos, luego de examinar bien a distancia a Lakat, dijo:
―¡Junk…son de albúmina!
Junk, que también observaba atentamente a los terrícolas dormidos, le
contestó:
―Tienen estructura ósea y son de albúmina, lo que quiere decir que
pertenecen a nuestro lum cósmico.
Quiz se quedó mirando jamente a Lakat, que estaba más cerca de
la ventana. Su cabeza, gracias al alargamiento del cuello, quedó justo
enfrente de la del sinuano, apenas separados por el grueso vitrex de
la ventana. Junk se acercó en el momento en que Lakat despertaba y
ambos, al contemplarse frente a frente separados por los centímetros del
vitrex, dieron sendos saltos hacia atrás, pero mientras Junk conservaba
el equilibrio gracias a su cuerpo elástico, Lakat se iba de espaladas sobre
la silla de mando en la que dormía Tirado. El golpe y el ruido lo hicieron
despertar en el acto. Al enterarse de la situación, Tirado hizo lo mismo
con Abad, moviéndole los hombros y señalándole afuera. De ese modo
los tres navegantes provenientes de la Tierra vieron por, primera vez a
Glia y otros cuentos escogidos
94
Junk y a Quiz, con la misma incredulidad con que estos los examinaban
a ellos.
V
No era la primera vez que seres de planetas diferentes se encontraban en
el espacio. Ya antes había ocurrido a los expedicionarios de Antares, pero
esta era la primera vez que ocurría de manera casual, sin saber los unos
la naturaleza y procedencia de los otros. Había ese toque de misterio que
acompaña siempre a las grandes conquistas de la inteligencia.
Junk miraba a Tirado y sonreía. Lakat detallaba a Quiz y a Abad,
comparándolos. Una corriente de simpatía los unió desde entonces, como
si se conocieran desde siempre.
―Usemos el código ―dijo Tirado a sus colegas.
Abad echó mano enseguida de los pequeños símbolos grabados que
mostraban el planeta de origen, el aire que respirábamos, el elemento
base de nuestra composición química, el número de cromosomas y otros
datos más que nos identicaban plenamente.
―No sabemos en qué idioma nos van a responder. Hasta es posible que
no hablen como nosotros, sino que se comuniquen mentalmente ―dijo
Lakat.
Entonces Tirado inició la función de muestra de los símbolos terrestres
en el código espacial de información. Junk y Quiz miraron atentos a cada
trozo de fórmica o de estaño que Tirado les fue señalando a intervalos.
Al cabo de un rato Junk miró con los ojos expandidos a Quiz y ambos
reejaron la sorpresa, y más que la sorpresa, el asombro, el desconcierto,
en sus rostros polimórcos y grises.
Antonio Mora Vélez
95
―¿Cómo es eso? ―preguntó Junk a Quiz.
―¡No puede ser! ―le respondió Quiz.
Los terrícolas desde el interior del módulo notaron la conmoción en que
se hallaban los dos bípedos extraños. Lakat murmuró algo.
―¡Miren, sacan también elementos de su código! ― dijo Tirado.
Los bípedos sacaron también sus láminas y guritas del código
informativo de su planeta de origen. Y fueron, una a una, mostrándolas
a los impresionados terrícolas, que permanecían todavía en el interior
del módulo. Tirado, Lakat y Abad siguieron con atención la descripción
hecha por los bípedos con las unidades de comunicación.
―¡No puede ser! ― exclamó al nal Tirado.
―¿Nos toman el pelo? ―dijo Lakat, dirigiéndose a ellos, como si pudieran
entenderle su esperanto mal hablado.
―Debe ser un error de interpretación nuestro ―agregó Abad.
Los cosmonautas morenos, altos y elásticos rieron entonces a carcajadas
al contemplar las expresiones de asombro de los tres terrícolas.
―Están en las mismas que nosotros ―dijo Junk.
―No es tan fácil aceptar realidades como estas ―agregó Quiz.
Los terrícolas abrieron entonces la escotilla del módulo y al cabo de un
rato los cinco navegantes del cosmos departían alegremente afuera,
protegidos del sol y de la arena dentro de la tienda, tratando de explicarse
la increíble procedencia única de ambos grupos, en el lenguaje común
encontrado luego de varios intentos: el spanglish técnico del siglo XXII.
1983
Trasplante de cabeza
M
i nombre es Carlos Lince y soy un ciudadano común y corriente
de este país. Trabajo en un colegio de secundaria como docente de
mandarín, idioma que aprendí de niño en Shanghai durante los años que
estuvo mi padre en esa ciudad haciendo parte del cuerpo diplomático de
Colombia en la República Oriental China. Vivo en una ciudad intermedia
de clima templado y bastantes parques y avenidas arborizadas, el copia
de las recientemente construidas en los Estados Unidos del Este para
descongestionar las antiguas metrópolis. Estoy casado con una mujer
menudita de cabellos rubios que me ha parido tres hijos: una hembrita
y dos varones que ya están en la universidad. Resido en un barrio de
forma circular que tiene como eje un gran centro comercial en donde
se encuentran todas las ocinas, tiendas y servicios. Voy a mi lugar de
trabajo todos los días en mi automóvil marca Lada.
En mi misma calle reside mi amigo Juan Cruz, también casado y con hijos,
pero mecánico de profesión; Juan —a diferencia mía— va todos los días a
su taller en una motocicleta de alto cilindraje con la que despierta a todo el
mundo por las mañanas con su ruido. Su esposa no es rubia sino morena
y tiene el mejor cuerpo de la vecindad; trabaja como cajera en una tienda
de víveres. La misma que mi señora y yo visitamos casi todos los días
para comprar jamón de pavo, lonjas de queso dietético y un pan francés
con ajo, para la cena.
Glia y otros cuentos escogidos
98
La historia de este cuento comenzó cuando supe que tenía un cáncer
de riñón con varias metástasis y que ya nada se podía hacer distinto de
prolongarme la vida unos años más.
―Que sean cinco, doctor ―le dije al urólogo―, para poner en orden todos
mis asuntos de familia.
Y así me propuse hacerlo con la ayuda y comprensión de mi esposa.
Primero redacté el testamento de los bienes muebles y de los bonos y
acciones, y traspasé la propiedad de los inmuebles, que no eran muchos,
a mis hijos. Después me dediqué a hacer lo que antes había aplazado por
mis ocupaciones o mis achaques de salud, como por ejemplo: comer todo
lo que me había sido prohibido por los médicos, ir al teatro de conciertos
con la familia, jugar ajedrez con los dos varones, ir al campo nudista con
mi esposa y visitar a los amigos, en especial a Juan, a quien poco visitaba
, aunque lo saludaba todos los días cuando salíamos para el trabajo y lo
veía salir disparado como alma que lleva el diablo con su Yamaha de alta
potencia.
―Un día de estos te vas a matar con esa moto ―le gritaba a ratos para
censurarle su velocidad por las calles.
No sobra decirles que surgió entonces entre ellos, los Cruz, y nosotros, los
Lince, una comunicación permanente de calle de por medio y una gran
ayuda de puerta a puerta, que me hizo sobrellevar la tortura de saber que
en contados años o tal vez meses, entregaría mi cuerpo a la madre tierra
y mi alma al gran espíritu universal que según el cerebro conservado de
Stephen Hawking, habita en el mega universo que nos envuelve, el cual
ltra a través del Big Bang la energía sutil que después se transforma en
las partículas de nuestro mundo y dan origen a las galaxias y planetas que
conocemos.
Antonio Mora Vélez
99
Pero ocurrió algo inesperado, pero previsible. Un día, que resultó ser
el día menos pensado, Juan Cruz, acionado a la velocidad, murió
estrellado contra un árbol de una de las avenidas circulares exteriores.
Su moto tropezó con un pequeño obstáculo de la vía y él salió disparado
en dirección al tronco grueso de la ceiba que se encontraba al fondo de la
curva. Eso dijeron los periodistas que tuvieron acceso al lme grabado
por una de las cámaras de velocidad del sector.
Arman quienes los vieron ―yo no me atreví a hacerlo―, que su cabeza
quedó destrozada y que en cambio su cuerpo quedó intacto sin rasguño
alguno, tirado contra el piso con los brazos y piernas abiertos.
Aquí debo contarles que los urólogos del Hospital Oncológico me habían
dicho que existía la probabilidad de prolongar mi vida y de acabar con el
cáncer si encontraba quien me donara un cuerpo sano, proceso este que
tenía el visto bueno de la ciencia y de las autoridades, pero que enfrentaba
la resistencia de los familiares de donante y donatario. Y por eso exclamé:
¡Eureka! al saber que el cuerpo de mi amigo había quedado sano, porque
era un cuerpo de apenas cuarenta años y el mejor conservado del barrio
no solo por obra y gracia del trabajo de Juan como mecánico automotriz
sino porque era un acionado a la gimnasia y a las pesas.
Como lo deben suponer, antes de que lo pudiesen cremar, puse en
conocimiento de sus deudos mi aspiración de contar con ese cuerpo por
el resto de mis días para así sacar el cáncer de mi pensamiento y de mi
vida, y vivir más años dedicados a mi hogar y mi trabajo y ver progresar a
mis hijos y crecer a mis nietos. A Sara, la viuda, no le pareció descabellada
la idea.
―Si se lo hubieras propuesto en vida, con seguridad lo habría aceptado,
enamorado como estaba de su físico ―me dijo―. Además, lo que menos
Glia y otros cuentos escogidos
100
le servía era la cabeza, tan loco como era ―agregó―, pero a mi esposa no
le gustó tanto.
―Oye ¿no has pensado que si eso ocurre yo tendría que acostarme en
adelante con tu cara y tu cerebro, pero con el resto de Juan? ¿Que Sara
podría alegar derecho de uso sobre el órgano de su marido muerto? ¿Y
que sus hijos querrán verte todos los días en el gimnasio para sentir que
tienen todavía a su padre vivo?
―¡Mierda!... la verdad no había pensado en todo eso... pero es el precio
que hay que pagar por la vida ―le respondí.
Y así fue. Se hizo el trasplante del cuerpo de mi amigo a mi cabeza o de
mi cabeza al cuerpo del amigo ―como quieran― (cirugía complicada,
pero que fue bien realizada por los cirujanos con la nueva tecnología
quirúrgica y la utilización del polietilenglicol (PEG) para pegar las dos
secciones de la médula espinal, que era lo más difícil) y se procedió a la
cremación de mi cuerpo invadido por el cáncer y de la cabeza muerta
de Juan. Una ceremonia que presentó el dilema de denir dos cosas:
Primero: si Juan moría no obstante quedar vivo su cuerpo o si el muerto
era yo por haber sido cremado el mío. Lo que se resolvió de manera obvia
al dejar constancia de que una parte de los dos moría y que la otra parte
quedaba con vida, pero que para efectos de la ley el fallecido era Juan
Cruz porque ya no podía pensar más y yo sí. Y segundo: denir ¿qué
primaba, si la identidad de las huellas dactilares supérstites, que seguían
siendo las de Juan, o el pensamiento del nuevo ser que continuaba siendo
el mío? Asunto que también se resolvió con el cambio de huellas en
mis documentos, previa constancia de la cirugía de trasplante y demás
pruebas conducentes aportadas por el Hospital y por nuestras familias.
Antonio Mora Vélez
101
Pero el conicto ideológico mayor fue el teológico. Si el alma está unida al
cuerpo en vida y sale de este con la muerte ¿Cuál alma salió y cuál se quedó
en el nuevo ser? ¿Salió solo una parte del alma de Juan ―la de la cabeza―
y la otra se quedó en su cuerpo ahora mío, y también, en mi caso, salió
una parte de mi alma al cremar mi cuerpo y la otra quedó en mi cabeza?
¿O lo que es lo mismo, coexistían en mi nuevo ser dos almas diferentes?
El debate se abrió y en él, durante varios días, participaron por las redes
sociales los más eminentes teólogos del mundo, algunos partidarios de
la tesis del alma múltiple según cada parte del cuerpo humano, que fue
considerada una burda tergiversación de la tesis aristotélica; y los otros,
radicales defensores de la unidad del alma humana, quienes armaban
que el alma reside en algún lugar de la corteza del cerebro aún no
descubierto y que su origen se remonta a los cromosomas que nuestros
antepasados del cielo dejaron sembrados en nuestra memoria genética.
“El alma que te acompaña es la tuya, la de Juan se fue con su cabeza”, me
decía mi mujer para quitarme esa duda de mi pensamiento.
Para no alargarles el relato les cuento que esta gran discusión solo fue
cancelada cuando el nonagenario Papa Francisco, haciendo acopio de las
pocas fuerzas que le quedaban, apareció ante miles de eles congregados
en la plaza de San Pedro del Vaticano, y ante el asombro de ortodoxos y
cristianos y en especial de los llamados obispos masones, caracterizados
defensores de las viejas tradiciones amenazadas, exclamó: “¡El alma
no existe!” y le explicó a los azorados y atónitos espectadores de todo
el mundo, las razones teológicas, losócas y cientícas de semejante
armación.
Pero, la verdad, nada de lo anterior fue problema. Como no lo fue el
posible rechazo biológico de mi nuevo cuerpo a mi cabeza o viceversa,
los cuales se entendieron muy bien desde el principio. Los problemas
Glia y otros cuentos escogidos
102
vinieron después, como paso a relatarles, y espero que no se escandalicen
con las situaciones que les voy a narrar. Antes, no está demás decirles que
estaba orgulloso de mi nuevo cuerpo. En comparación con el famélico
que fue consumido por el cáncer y por el fuego, ahora podía presumir
de tener unos bíceps de miedo, unos hombros como los del titán Atlas,
un abdomen musculoso y plano y unas manos que parecían de piedra,
capaces de tumbar con un solo golpe al más pintado de los bravucones
de la comuna. A mis hijos también les gustaba verme haciendo cincuenta
lagartijas, levantando ochenta kilogramos de peso y trotando cinco
kilómetros todas las mañanas.
―¡Estás hecho un toro, papi! ―me decía mi hija.
Pero a mi esposa no le hizo mucha gracia sentir que no era mi viejo físico
de setenta kilogramos sino otro de cien el que se subía sobre ella con la,
desde luego, loable intención de cumplir con eso que los juristas llaman
“el débito conyugal”. Y sentir que, como decían los antiguos narradores
de las fantasías orientales, no eran catorce sino veinte centímetros de mi
anatomía los que entraban en su integridad desnuda. “Siento que estoy
haciendo el amor con una aplanadora” me dijo una vez. Y no dejaba de
quejarse por el maltrato que padecía en cada uno de nuestros encuentros
íntimos y de pedirme que fuéramos a un consejero matrimonial para
ventilar el asunto.
En honor a la verdad, a Sara tampoco le hacía mucha gracia saber que
el cuerpo que ella tanto disfrutó en la cama estaba ahora en la casa de
enfrente y al servicio de otra mujer que no parecía tener la resistencia
suciente para gozarlo a plenitud. Y en más de una ocasión, siempre en
reuniones sociales, aprovechaba el momento del saludo para acariciar
el pecho y los brazos que antes fueron suyos y hasta juntar su pelvis a
Antonio Mora Vélez
103
alguna de mis piernas en una actitud abiertamente provocadora que no
pasó desapercibida, sobre todo en mi mujer, quien me celaba con ella y
por esa razón no le quitaba los ojos de encima.
Al principio no le di mayor importancia al asunto porque pensaba que
era yo ―mi cabeza, mi pensamiento― y no el cuerpo de Juan, quien
tenía la sartén por el mango. Sara no dejaba de espiarme por la ventana
cuando salía en pantaloneta a hacer mis ejercicios sobre el césped de la
entrada y a caminar por el hermoso bulevar circundante. Y en más de una
ocasión salió con su trusa bien ceñida al cuerpo para acompañarme, pero
en verdad para que le viera sus atractivos resaltados por la prenda. No les
miento si les digo que, aparte de contemplarle sus admirables senos y su
excitante trasero, lo que siempre hacía cuando tenía mi anterior cuerpo,
no sentí en esos momentos nada distinto, acostumbrado como estaba a
ver cuerpos de mujeres hermosas en el lago con olas del campo nudista.
Empecé a sentir que las cosas no iban a seguir igual. Un par de años
después. La noche del baile de grado de una de las hijas del difunto
Juan, Sara me sacó a bailar un bolero interpretado por la centenaria
Orquesta Aragón y apretó su cuerpo sobre el mío como seguramente
lo hacía siempre que bailaba con su marido cuya memoria por fortuna
descansa en paz. Y yo, vale decir el cuerpo de Juan, identicó el roce, el
olor, el ritmo, las vibraciones del cuerpo de Sara, que conocía muy bien,
y el miembro de Juan empezó a responder al llamado de la querencia y
a pedir pista, y mi esposa, presa de la ira, se levantó de su silla y salió
con dirección a nosotros para pedirme que bailara con ella y dejáramos
el espectáculo erótico y penoso que estábamos exhibiendo, pero, antes de
que eso ocurriera, Sara alcanzó a decirme:
Glia y otros cuentos escogidos
104
―Te espero mañana domingo en la noche en mi casa… mis hijos se van
para una excursión y quedo sola.
Y se retiró sonriente y sin protestar, mientras mi mujer se aferraba a mi
cuerpo como tabla de salvación y yo sentía que no era ella la que bailaba
conmigo, sino la gitana de Cien años de soledad, que José Arcadio poseyó en
una carpa, porque en ese instante del baile sus huesos empezaron a sonar
como “el crujido desordenado de un chero de dominó”.
Aunque lo pensé mucho, la verdad sea dicha, no pude resistir esa
invitación de Sara. Algo más allá de mi mente me decía que debía ir, y al
día siguiente como a las 8 de la noche, no sin antes echar mano de toda
la astucia posible para despistar a mi esposa, me fui en autobús para el
centro recreacional, pero con la intención de regresar a la casa de Sara por
otra de las rutas circulares. “Voy a jugar bolos con mis amigos”, creo que
le dije.
Para no alargarles la historia les cuento que en la vieja alcoba en la que
durmió mi cuerpo por muchos años, estuve dos horas dedicado al disfrute
mixto más antiguo del mundo y con la mujer mejor dotada de encantos de
todo el vecindario. Y que mi mente disfrutó el cuerpo de esa mujer como
nunca antes había disfrutado cuerpo de mujer alguna.
Finalizada la faena, que alcanzó hasta el segundo orgasmo, le dije a Sara
que me marchaba y ella simplemente me respondió, pero dirigiéndose al
tronco y a mis extremidades:
―No has cambiado nada, parece que fue ayer la última vez que nos
acostamos, pero con tu cabeza anterior ―frase que acompañó con una
caricia de mi bajo vientre.
Antonio Mora Vélez
105
Luego de contemplar esa escena, que seguí con una sonrisa, me despedí
con un beso; que mi boca, para serle sincero, no sintió tan placentero como
el resto de mi cuerpo sintió de placentero el de ella.
Eran como las diez y veinte cuando salí de la casa de Sara por la puerta
del patio, di un rodeo y llegué a la mía como si viniera de la esquina de la
parada transversal de los buses.
Al entrar encontré a mi esposa sentada en la antesala, esperándome, pero
no con un bate ni con una pistola sino con una maleta al parecer llena de
ropa. Y con cara de pocos amigos.
―Ya sé de dónde vienes y mejor te regresas con tu ropa al mismo lugar―
me dijo con la voz distorsionada por el resentimiento.
Al principio intenté negarlo ―lo que hacen todos los maridos ineles―,
pero mi esposa había constatado que no estaba con mis amigos ni jugando
bolos sino en la casa de enfrente con Sara, jugando a otra cosa, todo lo cual
me lo explicó con el lujo de detalles de un investigador privado. Y opté
por justicarme.
―Mi amor, debes entender que este cuerpo que yo tengo ahora lo disfrutó
ella durante sus muchos años de matrimonio y que ambos cuerpos
recuerdan lo bien que pasaron juntos. Como tú lo dijiste acertadamente,
Sara está reclamando el derecho al uso de su viejo pene. Mi cabeza nada
tiene que ver…
―¿Ah sí? ¿Y no dicen que el cerebro lo maneja todo?
―Pues sí, mi amor, pero pasa que, en este caso, por obra y gracia de
esa memoria que tienen los órganos y tejidos del ser vivo, mi cuerpo no
me obedece y está empecinado en volver a transitar por los caminos y
honduras del cuerpo de Sara. ¿Qué quieres que haga?
Glia y otros cuentos escogidos
106
―Mírate en el espejo ―replicó mi esposa, mientras comenzaba a llorar y
me miraba como si contemplara a otra persona.
Me giré y observé mi rostro en el espejo de la sala.
Vi claramente la amplia sonrisa y su mirada de picardía.
Era Juan, sin duda.
Era un típico gesto de Juan, reproducido por mis labios y por mis ojos.
2015
Tesis de grado
L
a vieja Torre del Reloj conserva aún su altivez de reliquia consentida.
El amplio Camellón de Los Mártires está plenamente cubierto de
polvo añejo que apenas si se levanta con la suave brisa marina que se
ltra por entre las ruinas de los alrededores. Los bustos de los héroes
que murieron durante la gesta de la independencia han perdido la
plenitud de sus formas, esquirlas de tiempo les han corroído las siluetas,
convirtiéndolos en masas de apariencia surrealista, mudos testigos de un
pasado inexplicable, pero vital.
Desde lo alto de una pequeña colina, un joven astronauta lma el
panorama. La cámara que acciona enfoca la orilla mediata del mar sobre
un par de islas y capta las guras escuetas de los viejos edicios, todos
cubiertos de verdín y de malezas y sin la belleza arquitectónica de los
tiempos en que los hombres transitaban por sus lados y entraban a sus
locales y aposentos con seguridad.
El joven astronauta rota un pequeño botón de su aparato rastreador del
tiempo. Primero observa una calle larga atiborrada de gentes que se mueven
raudas, con ansias y paquetes debajo de los brazos. Luego la interminable
secuencia de los buses que recorren la ciudad de un extremo a otro. Y por
la noche la algarabía de los fanáticos en un estadio de pelota, celebrando
la jugada del inelder que cubre la tercera base. O los espectadores en
un cinema entregados a las caricias del amor, confeccionando como
artesanos del oro la hermosa ligrana de la supervivencia, pero al joven
la interesa más el mar y lo contempla solo y melancólico, abandonando su
Glia y otros cuentos escogidos
108
orgullo sobre la arenilla de las costas solitarias. Y lo mira en la pantalla del
pasado, acompañado de sol y de radiantes mujeres al natural, brindándole
al hombre no solo proteínas sino ilusiones. Y lo sigue en su aerogiro,
siguiendo la ruta de las costas hacia el sur, hacia la desembocadura del río
lleno de vida que hizo exclamar al Inca: “Pobrecito del Perú si se descubre
el Sinú”; y que ahora lucha por sobrevivir entre las arenas de un desierto
en formación. Y más hacia el sur, hacia la vieja ciudad de sus ancestros,
contempla de ella la famosa Avenida Primera, de la que solo quedaban
pedazos de concreto sumergidos, apenas visibles en los estratos abiertos
por la última creciente del río.
Con la emoción de quien encuentra parte de su origen, el joven, que ya
ha descendido de su aerogiro, digita en la tabla de su aparato de rastreo
del pasado y contempla extasiado un fandango frente a la vieja bonga de
la calle 30 y a María Varilla danzando hasta el cansancio al compás de un
enervante porro pelayero. Y en la terraza de una casa-quinta, sentados
alrededor de una mesa, tomando té helado con limón, a los jóvenes del
grupo literario que hizo historia con sus obras. A Leopoldo, a Nelson, a
Soad, a Gustavo, a José Luis y a Guillermo, y a su tatarabuelo soñador de
mundos diferentes.
Eran los tiempos de la civilización terrestre en pleno desarrollo. El aire
puro de las montañas derramaba generoso su aliento de vida sobre todos
los seres. Todavía la asxia por la escasez de oxígeno no había aparecido
en el horizonte como la nube negra de presagios siniestros que sería más
tarde. La fragancia de las ores y la caricia de la brisa vespertina no se
habían convertido en nostalgia. La Tierra era vital, plena y hermosa.
Antonio Mora Vélez
109
El joven investigador recordó entonces la vez que su abuelo le contó
la historia del gran viaje que el creyó, por niño, un hermoso cuento de
aventuras producto de la imaginación senil del narrador.
Le dijo, entonces:
―Fueron como mil naves con cien hombres cada una escogidos entre los
mejores para impedir que la llama de la vida inteligente se apagara en esta
parte del cosmos. Las naves partieron un primero de mayo del año 2.124.
Dos meses después comenzaron los trabajos en la inhóspita geografía
marciana, para tratar de reproducir el ambiente añorado de la Tierra, para
convertir desiertos en bosques y abrirles cauces a las corrientes de agua.
Hoy, para rescatar ese fragmento de su historia y lograr ensamblar el
recorrido de su raza, desde los primeros inmigrantes de Tau Ceti que
llegaron a la Tierra y se desposaron con las hijas de los hombres del
planeta, hasta la etapa actual de su asentamiento en Marte recobrado. Y
para evitar que el olvido sepulte los rastros del ancestro, el joven de la
cámara toma las vistas de la región. Lo golpea la nostalgia del terruño,
saber que, en todos esos lugares desolados, amaron y sufrieron, vivieron
y murieron, sus antepasados.
Habla ahora, en voz alta, con la intención de grabar sus palabras en la
cámara del tiempo:
―En la Tierra no todo fue erróneo, absurdo y maléco, también hubo
naturaleza pródiga, amor y plenitud de ser. Si bien existieron estadistas
que le rindieron culto al fuego de las armas en contra de la vida, también
existieron poetas que le cantaron a las plantas y a la risa, al mar y al
optimismo, al amor y a la solidaridad. Después de contemplar todo esto,
estoy más convencido de la necesidad de revivir ese pasado en nuestras
imágenes para aprender de sus experiencias. La vida no es una novela
Glia y otros cuentos escogidos
110
rosa, está hecha de rocío y de sudor, de estiércol y de pan, de cicatrices y
de sueños. Los jóvenes antropólogos de Marte debemos jar nuestros ojos
en la Tierra. No podemos permitirnos el tremendo olvido de la amarga
experiencia de La Atlántida que padecieron los terrícolas durante tanto
tiempo. La gran odisea de las mil naves tiene que ser desmiticada y
signicar para nosotros algo más que una aventura de la especie humana
en busca de nuevos horizontes.
El joven astronauta guarda el pequeño micrófono en su faltriquera y
deposita la cámara en el estuche integrado de su vestido espacial. Ahora
desciende lentamente sobre una sabana, frente a un golfo, en la que
empieza a reverdecer la vida. Se posa sobre el césped de las ruinas de un
antiguo parque, aspira el nuevo oxígeno de la Tierra y se queda mirando
las nubes rojizas que tachonan el cielo, pensando en la aprobación de su
tesis de grado.
En Marte ―entretanto― viven y festejan el sesquicentenario de la nueva
morada.
1982
El oasis de Palas
M
i nombre es Anthony Duncan y esta anécdota es verídica. Me
ocurrió en uno de los viajes que hice como funcionario de radio
control de la estación de comunicaciones interplanetarias de la Tierra. Fue
a nales de diciembre del año 2185 y lo recuerdo bien porque fue por esa
época que comenzaron a prosperar los célebres encuentros de diversas
razas para encontrar la paz y la armonía entre las civilizaciones conocidas
del sistema.
Sucedió en el planetoide Palas, situado en el cinturón llamado de los
asteroides, y en donde estaba instalado el restaurante espacial más original
del sistema. En opinión de los pilotos de las astronaves era el que mejores
posibilidades ofrecía a los viajeros del cosmos, por su cercanía a nuestro
planeta, y a él concurrían los turistas que hacían la ruta de crucero Tierra-
Marte-Ganímedes-Titán, no solo para aprovechar el descanso durante el
trayecto más largo ―el que separa al planeta rojo de la acogedora luna
de Saturno― sino para saborear los exóticos y deliciosos platos del menú
interplanetario, que eran la especialidad del lugar.
En uno de mis viajes de rutina a Ganímedes me ocurrió el incidente
que paso a relatarles. Ignoro aún las causas del dislate, la verdad. No he
tenido tiempo de indagarlas en Revisión Interplanetaria, ocina eciente,
además. Pero, supongo, que todo debió ser consecuencia de algún circuito
mal integrado o de alguna broma elemental, de esas que a menudo nos
gastan los objetos inanimados del cosmos y que nos ponen a pensar
Glia y otros cuentos escogidos
112
seriamente en si no estaremos arriesgando demasiado en concederles
tanta autonomía.
Ocurrió como les cuento a continuación. Llegué a la estación espacial de
Palas y lo primero que hice después de instalarme en el Sub-hotel, elegante
y espacioso como el que más, fue embarcarme en el helijet de trasbordo a
Oasis del Universo, que así se llamaba pomposamente el restaurante que
habíamos escogido para la escala. Desde lo alto comprendí que era, en
efecto, un lugar sin par en el sistema. Estaba recubierto por una hermosa
y suciente cúpula cristalina de color ámbar y poseía un aeródromo
pequeño, pero conable que se comunicaba con el parque del Oasis
mediante un túnel de vitrex, al nal del cual estaba instalada la línea de
conducción del electrocar de propulsión solar que complementaba el
transporte de llegada.
Caminamos durante varios minutos por los hermosos jardines del
planetoide, contemplando las hermosas ores de Palas, las bellísimas
mariposas luminosas de Io y el espectáculo de cintas policromas que
surcaban el cielo en sucesión rítmica, simulando un ballet de líneas
digitales.
Al arribar al parque, este nos proporcionó una pequeña sorpresa: Allí
encontramos un zoológico con animales de todos los planetas y planetoides
habitados del sistema solar, desde chimpos de Ganímedes hasta turlinkas
de Fobos, pasando por las célebres gallinetas cruzadas de Calixto, todos
ellos en cantidad y calidad sucientes como para garantizar la prontitud
de cualquier pedido a la carta del comensal más exigente.
―Una visión reconfortante ―dijo entonces Mirna, una hermosa artista de
Eurasia que me acompañaba y que había concluido su gira con el grupo
de danzas del cual hacía parte y se tomaba unas merecidas vacaciones.
Antonio Mora Vélez
113
―¡Claro! ―agregó Thomas, nuestro experimentado ingeniero de vuelo―.
Después de cinco días de puros chícharos y papas es apenas justo una
ración del famoso polibisté que acá sirven. ¿Lo han probado?
―Sí, ya lo he comido ―le dije―. En uno de mis viajes anteriores. En esa
ocasión vine en compañía de un grupo de investigadores que iban en
la búsqueda de las moléculas fósiles que probaban la existencia de vida
antes de la destrucción del planeta de los asteroides.
La hermosa bailarina dijo no conocerlo y agregó:
―A mi dieta no le hace mucho bien, pero es tan afamado que no puedo
resistir los deseos de comerme uno hoy.
―¿Le hace daño la carne de manatí? ―interrogó a la joven el ingeniero de
vuelo, más con la intención de establecer comunicación con ella.
―Así es ―le contestó―. Y no solo la de manatí sino la de esos gordísimos
chimpos de Ganímedes que tanto ponderan los turistas de este tour.
Caminábamos, charlábamos y observábamos el paisaje de los jardines a
través del vidrio del ducto tubular que nos servía de puente. Hacíamos
el trayecto de parque que nos separaba del amplio restaurante espacial.
El ingeniero no le quitaba los ojos de encima a la bailarina y de conversar
con ella los temas más triviales. Yo aproveché para buscar comunicación
satelital con mis antriones de Titán.
Animados por la charla no nos dimos cuenta del momento en el que nos
sentamos a la mesa de cristal cromado del restaurante Oasis.
―¡Un lujo de restaurante, no cabe duda! ―exclamó Mirna suspirando
fuerte y desparramando la vista a su alrededor. Un centenar de visitantes
que esperaban o hacían sus pedidos, constituían la abigarrada conjunción
de razas del sistema que completaba el paisaje.
Glia y otros cuentos escogidos
114
―Es el mejor dotado del sistema ―agregó Thomas, dándose aires de
hombre de cosmos.
―Le hace competencia el gran restaurante del centro de convenciones de
Tetis ―anoté yo, para no dejarlo opinar solo sobre el tema.
Ya sentados vimos cómo un robot de servicio, de apariencia exótica,
se dirigía hacia nosotros desde el techo y bajaba como si se tratara de
un descenso lunar. Tenía un rostro con apariencia humana, pero sin
extremidades inferiores, una caja de memoria, un tablero de digitación
y cinco brazos que encogía o alargaba según las circunstancias y con los
cuales prestaba su eciente servicio.
―Es el maitronic ―dijo Thomas―. La última palabra en tecnología al
servicio de la comodidad. A él le pueden hacer el pedido con todos los
detalles de mezclas y condimentación que quieran y pueden estar seguros
que lo hace mejor que cualquiera de los meseros humanos que hayas
conocido.
En efecto, la cámara de TV se posó sobre nosotros y nos invitó a ordenar
la cena.
―Tenemos todas las carnes de tierra y de agua del mundo ―dijo―. Y
garantizamos su pureza y frescura, como que las tenemos a la vista,
agregó.
Y al instante apareció ante nosotros una proyección holográca de los
animales en su lugar de cultivo y unas fotos de los platos servidos con las
diferentes formas de presentación gastronómica, para escoger.
La joven artista titubeó antes de pedir el polibisté, que el maitronic le
había recomendado por su alto valor proteínico y su delicioso sabor.
Finalmente, lo hizo.
Antonio Mora Vélez
115
―¡Qué caramba! El día de comer carne en esta ruta es uno solo y no creo
que un poco me haga daño ―dijo.
El experimentado navegante, con esa autosuciencia que ya empezaba a
fastidiarme, pidió al maitronic, además del polibisté, una botella de vino
de Higeia.
―Para entonar ―dijo. “Y para entusiasmar a la bailarina”, pensé yo.
Enseguida, pedí carne asada de mamífero de agua, pero agregué algunas
recomendaciones sobre aderezos y salsas al mesero electrónico que él,
demostrando una gran experiencia en el arte del buen gourmet, me
solicitó aclarara, pulsando algunos botones de su tablero.
―Es para que conste en la computación ―se permitió informarme, hecho
lo cual se retiró del mismo modo como había llegado.
Entonces nos dedicamos a esperar.
―Y qué mejor para ello que el vino y la danza ―dijo el ingeniero, y le
dirigió la mirada a nuestra acompañante.
Esta entendió el mensaje y le contestó con coquetería:
―Bailemos, pues, ingeniero.
Enseguida, comenzó a sonar un ritmo alegre de tambores árabes y
melodías de autas tenues, que entraban furtivamente en la composición.
Y que me hizo recordar los viejos tiempos de la música que hacía mi
abuelo, con los instrumentos fabricados por los indígenas de mi país de
origen, con los tallos de unas cañas y el cuero de los venados.
Yo tomé un vaso del buen vino asteroidal de Higeia que me habían servido
como aperitivo. Sabía a bueno, a frutas secas de Fobos, pero era vino de
Higeia, según dijo el ingeniero y conrmó el maitronic.
Glia y otros cuentos escogidos
116
―Lo hemos traído directamente de la estación de Catar ―agregó el
singular mesero electrónico.
Y teníamos que creerle, porque, la verdad, un pedido en el Oasis del
Universo jamás resultaba cambiado, o al menos eso era lo que decían sus
publicistas para darle fama al lugar.
Una vez se acabó la canción creada para el instante por la computadora,
los danzantes regresaron a la mesa y Mirna reía festejando los dislates
dancísticos del ingeniero Thomas.
―No obstante, baila usted muy bien ―dijo Mirna, para complacerlo y no
dejarlo quedar tan mal.
―A pesar de los años ―contestó él, justicando el cansancio que se le
veía en el rostro y en el sudor de la chaqueta.
Y se sentaron sonrientes no sin antes saludarme y pedirme que la próxima
pieza musical la bailara yo.
―Con gusto ―les dije―, pero parece que ya la comida viene en camino.
Y en El Oasis de Palas no se debe dejar enfriar la carne
Y así era. Otra vez el aparejo electrónico venía por los aires con las bandejas
cubiertas y en ellas las deliciosas carnes que habíamos pedido. Llegaron
a la mesa con la misma suavidad del descenso anterior, acompañadas del
olor característico de las especias, un olor que había resistido el paso de
los años.
―Debe ser orégano con pimentones dorados ―dijo la joven vedee.
―No, linda. Es comiento sintético de fabricación marciana ―le recticó
el ingeniero―. En este sitio no encuentras un condimento natural ni por
equivocación ―agregó.
Antonio Mora Vélez
117
Los brillantes brazos del mesero electromecánico pusieron las bandejas
en nuestros puestos y previamente arreglaron la mesa de un modo tan
encantador como si lo hubiera hecho, con todo el primor y la delicadeza,
una de nuestras hermanas. De modo que al poco rato ya Mirna y Thomas
trinchaban satisfechos sus respectivos polibistecs y apartaban la salsa que
los cubría y que era, como toda salsa, un velo de misterio gastronómico y
nada más.
Pero yo, en cambio, no sentía la misma satisfacción que los demás y no
me decidía a cortar la carne siquiera. Al verme la cara de contrariedad
y mi reticencia a iniciar la ingestión de la carne que había pedido por
computación, Thomas me preguntó:
―¿Algo malo?.
―Sí, es ese color amarillo verdoso que no concuerda, como si me hubieran
servido otra cosa― dije.
―¡Imposible! ―exclamó Thomas―. El servicio de aquí es especial, no lo
consigue en ningún otro restaurante del espacio.
―De todos modos…tengo el presentimiento de que ha ocurrido un error
―dije.
―Ideas tuyas, amigo. Húndele el lo del termocuchillo a la carne y adelante
con ella― me dijo entusiasmada Mirna, que comía con una fruición
encantadora. Y traté de hacerlo, Dios sabe que sí, pero ese maldito olor a
chamusquina que se me hizo intolerable me obligó a llamar al maitronic.
Este llegó del mismo modo anterior y al escuchar mi explicación de la
duda y la repetición del pedido, mostró sus luces de desconcierto y un
tono de alarma en su rostro metálico que me conrmó mi sospecha.
Glia y otros cuentos escogidos
118
―Perdone usted ―me dijo el singular mesero, intrigado por mi
inconformidad ―pero es la primera vez que nos ocurre. ¿Está usted
seguro que pidió carne asada de mamífero con adobe SPC al ujo de
neutrones?
―¡Eso no fue lo que pulsé en el tablero! ―le respondí enojado―. ¡Pulsé
carne asada de mamífero de agua con adobe SCP! ―Y alcé la voz de modo
que todos los demás comensales del restaurante me escucharan.
―Bien, pues eso no fue lo que entendió nuestro cerebro digital, señor
contestó avergonzado el maitronic.
―Carne de mamífero de agua con adobe SCP… ¿No es acaso una carne
comestible en todas partes? ―grité indignado, ante el asombro y la
curiosidad de los demás comensales del restaurante.
Mirna y Thomas entendieron entonces mi tragedia y optaron por
limpiarse los labios y levantarse antes de ofrecer una escena peor. Ambos
estaban a punto de vomitar lo que habían comido.
―Lo es, señor ―me respondió el maitronic―, pero no me explico qué
pudo pasar para que se produjera ese cambio de letra que le ha trastornado
todo su pedido. Una ligera variación en la estructura molecular de la carne
y saz… posta de carne de popol joviano en lugar de un delicioso lete de
lubinka. ¡Cómo para morirse de asco, señor!
1981
Un largo sueño
L
as dos astronaves surcaban el espacio de gases ionizados encontrado
en la ruta hacia la estrella gigante de nombre Pólux, seguras de que
el combustible interestelar seguiría alcanzándonos durante el trayecto
y de que Roby, el poderoso computador que manejaba los dos motores
lumínicos, nos llevaría a feliz término, como en efecto ocurrió.
Las estrellas del rmamento mostraban a nuestro paso un inusitado
corrimiento hacia el rojo en la popa y un brillo diferente en la proa,
como si en lugar de luz propia tuvieran un ligero barniz de luz residual
diseminada.
A la velocidad de 0.5 c parecía como si entráramos en un torbellino de haces
de luz negra. Podíamos ver las estrellas vecinas de Pólux apiñadas en una
especie de arco estelar que nos señalaba el rumbo hacia el planeta salvaje
de la estrella, o al que creíamos tal. No obstante estar en la secuencia de las
sub gigantes y de ser una estrella de la clase KO, sabíamos que alrededor
de ella había planetas de estructura mineral con posibilidades de vida.
Y los encontramos. Primero fue un planeta con agua y tierra que parecía
una copia del Marte de los primeros tiempos; por lo que decidimos saltar
al siguiente planeta de esa órbita, la del planeta que llamamos salvaje. Lo
habíamos decidido luego de constatar que en el planeta rocoso no había
animales que nos sirvieran de alimento y que sus plantas tenían una alta
concentración de mercurio que nos podía producir trastornos en nuestro
metabolismo.
Glia y otros cuentos escogidos
120
Durante los anteriores trayectos dormíamos virtualmente pensando en
varias opciones: en un paraje hermoso de árboles que llegaban al cielo
y debajo de ellos una cañada de agua fresca que nos invitaba al baño
desnudo, y en la otra no tan buena de tener que enfrentar animales
grandes y feroces de cuernos triples y crestas de reptil.
En más de una ocasión tuvimos la sorprendente experiencia de estar en
los sueños del otro, como si nuestras imágenes mentales hubieran logrado
salir de nuestros cuerpos y hubieran entrado en los predios oníricos del
vecino. Venus fue la primera en pensar en convertir en norma el sueño
compartido, mientras dormíamos en las cabinas de hibernación.
―Si íbamos a permanecer varios años durmiendo, recibiendo las
imágenes ’hápticas’ que nos suministraba Roby para entretenernos, ¿por
qué no establecer relaciones virtuales entre nosotros y conformar, así,
una especie de comunidad de sueños que nos mantuviera unidos y en
comunicación durante el tiempo de la hibernación?
A Venus le pareció lo más recomendable, por las experiencias recientes
y porque en vida durante su permanencia en Marte experimentó con su
esposo Aldebarán ese cruce de sueños que les reconfortaba el espíritu y
les permitía seguir existiendo mediante los avatares que confeccionaron
para hacer descansar sus verdaderos cuerpos.
El primer intento lo hizo Venus conmigo, desde su nave hacia la Alondra,
unos miles de kilómetros más adelante. Ella soñaba con un baño de mar
en las playas caribeñas de Santa Marta que conoció por los lmes del
pasado. Yo empecé a soñar con una torre de arena que construía en esa
misma playa colombiana cuando apareció la imagen de Venus en mis
sueños, otando desnuda sobre las olas y luego navegando de pie sobre
una ostra abierta de gran tamaño.
Antonio Mora Vélez
121
¿Qué otra cosa podíamos hacer? Estábamos condenados al no retorno, a
menos que nuevas expediciones lograran salir de Marte y nos encontraran
vagando por la Vía Láctea en busca de un nuevo lugar para reiniciar la
historia.
―Es una aventura este viaje ―le dije a Venus en sueños―. Más que una
aventura, una locura. Claro que en la Tierra… bueno, la verdad es que no
nos quedaba otra alternativa.
Pero me intrigó que Venus me pensara a mí en sus sueños y no en su
compañero. Y se lo pregunté.
―Contigo tengo más experiencias de qué hablar para aprender, en cambio
todo lo de mi esposo me lo sé de memoria y, además, tu compañía y tu
charla me resultan ideales para evitar la monotonía de los muchos años
vividos con Aldebarán ―me respondió.
―A eso se le llamaba indelidad en los viejos tiempos ―le dije.
―De pensamiento nada más, porque no tenemos necesidad de tener sexo
para seguir soñando juntos ―me contestó.
―Pero si Aldebarán o Estíbaliz irrumpen en nuestros sueños compartidos,
no van a pensar lo mismo. Y menos si nos encuentran desnudos,
bañándonos en las aguas calientes del distrito turístico denominado El
Rodadero.
Los hombres de la Tierra que viajábamos a una velocidad relativista
por el cosmos habíamos logrado ya una total integración de espíritus y
sentimientos, no obstante nuestras procedencias temporales diferentes.
Vivíamos la maravillosa experiencia de la vida en común, compartiendo
alegrías y sentimientos. Podíamos reunirnos todos en amplias salas de
celebraciones para libar buenos vinos y danzar alegres ritmos de mente
Glia y otros cuentos escogidos
122
o por parejas en cubículos especialmente imaginados para el efecto, y
todo ello a discreción de cada uno de nosotros y con pensarlo solamente.
Estábamos tan felices y compenetrados con ese nuevo modo de vida que
ya no sabíamos si éramos los mismos astronautas que salimos del planeta
tras la esperanza o únicamente corrientes de pensamiento morando en
una especie de nirvana cósmico ubicado en otra dimensión del universo.
Recuerdo que en uno de los encuentros de grupo le dije a Aldebarán que
me parecía que debíamos pensar en volver al estado de materia para
encarar la aventura que nos esperaba en el planeta salvaje de Pólux. Y lo
que me respondió:
―¿Acaso somos lo que somos por nuestra carne?
Roby, entretanto, seguía al pie de la letra sus instrucciones. Cada tres
meses terrestres visitaba nuestros cuerpos reales y nos cambiaba el suero
sanguíneo y aprovechaba para revisar el mecanismo cibernético del
llamado sueño virtual. Así lo hizo durante doce meses náuticos sin que
en ninguna de las revisiones detectara alguna anomalía en el mecanismo
de hibernación y en nuestras siologías.
En las proximidades del planeta salvaje, que estaba localizado más lejos
de lo que en principio habíamos pensado, la inmensa bola de fuego de
su estrella aparecía nítida y amenazante en sus contornos y varios de los
otros planetas del sistema que divisábamos por el radioscopio parecían
astros de acompañamiento, parte del decorado y nada más.
Roby decidió entonces despertarnos y sacarnos de ese paraíso del amor y
de la felicidad en el que nos encontrábamos.
Se dirigió al tablero de control y pulsó la orden sin titubear. Al instante
las cápsulas de Venus, de Aldebarán, de Estíbaliz y la mía se abrieron
y nuestros cuerpos recobraron el color de la vida y el aire entró
dolorosamente por nuestras fosas nasales y todos padecimos un espasmo
Antonio Mora Vélez
123
con fuerza y tuvimos la sensación de haber vuelto a nacer, pero en un
nuevo mundo.
Roby se acercó a las cápsulas abiertas y esperó pacientemente el despertar
de todos y cada uno de nosotros, pero este no se produjo: los cuerpos
seguían rozagantes, pero inertes en sus respectivas cabinas. Nada hacía
presumir que nos levantaríamos. No evidenciábamos ningunas ganas
de levantarnos y de volver a la realidad. Entonces Roby cerró de nuevo
las cabinas de hibernación y tomó la decisión más indicada: puso a las
astronaves en órbita de entrada al planeta en el que, según las radiosondas,
existía una vida animal exuberante de tal magnitud que parecía como si
alguien lo hubiera convertido ex profeso en un zoológico cósmico.
Pocos segundos luz de vuelo después la nave se posaría sobre un
terreno accidentado de formación granítica. Roby sufrió con el descenso
accidentado el daño de varios de sus sensores y un desperfecto de
orientación en su control de memoria, y no pudo por esto volver a la sala
del sueño a despertarnos e intentar con una transfusión recuperarnos
plenamente. Nosotros, , aunque dormidos en las cabinas, pero despiertos
en el sueño compartido, veíamos todo lo que ocurría en la nave y sus
alrededores.
Y pudimos ver debajo de las astronaves a varios animales de apariencia
feroz que merodeaban; y a uno de ellos, el de mayor contextura, cuando
mordía las patas de acerilio de la Alondra.
Roby los observaba con temor.
Las cabinas de hibernación, como era de suponerse, no se abrieron; con
el impacto habían sufrido también los mecanismos de hibernación de
ambas naves.
Roby, entretanto, echaba mano de sus recursos para evitar la entrada
de las eras en ambas naves. Primero usó las luces repelentes, luego
Glia y otros cuentos escogidos
124
salvas de hipersonido, ráfagas de láser y nalmente, en el extremo de la
angustia, el encendido de los reactores, pero nada. Las eras no parecían
sufrir daño alguno. Seguían en su faena destructora, arrancando con sus
garras y colmillos las láminas de las dos astronaves de la Tierra, como si
fueran piezas de una maqueta de plástico renado.
Roby sentía con cada minuto que pasaba que la desesperación se
apoderaba de sus circuitos. Y vio casi al borde del colapso cuando los
animales entraban a las dos naves y llegaban al habitáculo en donde se
encontraban las cabinas de hibernación con nuestros cuerpos viviendo las
experiencias del sueño compartido. Y vio cuando las bestias intentaban
abrir las puertas de vitrex de las cabinas y miraban nuestros rostros
sonrientes, pero dormidos, con una sonrisa que parecía haber sido
concertada para burlarnos de la muerte.
Una de las eras husmeó el cuerpo de Venus y comenzó a destruir la
cabina con sus zarpas. Al segundo zarpazo la puerta de la cabina voló
por los aires y el cuerpo de Venus sufrió una contracción que espantó
momentáneamente a la era.
Poco a poco el color de la ira tiñó la piel de la astronauta, poco a poco, con
algo de desconanza, el animal se fue acerando al cuerpo inmóvil.
Cuando estuvo bastante cerca y sus fauces abiertas y humeantes
amenazaban el rostro de Venus, una luz intensa que parecía provenir
del otro lado de esta realidad la encegueció haciéndola retroceder
instintivamente. Enseguida un rayo letal disparado por lo que parecía ser
un avatar de Aldebarán, salió desde las afueras de ese espacio y fulminó
a la era.
Enseguida, una voz como de trueno dijo: ¡Podrán acabar con mi carne y
destruir mi obra pero jamás podrán horadar mi espíritu!
1982
Atlán y Erva
E
l caudal del río había decrecido bastante y abierto una hermosa playa
de arenas pardas. Erva lavaba sus pieles con Zita y Enka, en el sitio
de los rápidos, aprovechando la sombra de los árboles cuyas ramas caían
sobre las aguas. Cuando el sol comenzó a ocultarse detrás de la montaña
blanca habitada por los temibles hombres rojos, Erva y sus compañeras se
quitaron las pieles que llevaban puestas y se quedaron desnudas sobre la
arena, jugando con los guijarros y los trocitos de madera que la corriente
depositaba en la playa.
A lo lejos, detrás de una roca tupida de musgo, unos ojitos diferentes
observaban. Era Atlán ―hijo de Sous― que había llegado en su platillo
radiante para conocer la belleza de las mujeres de Entre Ríos, la región
más avanzada de la Tierra.
Zita, la hija de Josafat, lo vio y le dijo a Erva:
―¡Mira es Atlán!
Este salió enseguida de su escondite, alzó sus largos brazos al cielo, dobló
las piernas e inclinó ligeramente su cuerpo hacia adelante, y se lanzó por
los aires como un pájaro hasta caer justo dos o tres metros cerca de Erva
y sus compañeras. Estas, aturdidas, trataron de huir, pero no pudieron.
Una fuerza superior que salía de Atlán se los impidió.
Erva miró a Atlán. Por primera vez, lo tenía tan cerca. Sabía que él la
observaba desde las rocas, pero no creyó que algún día se le acercara. Le
contempló los ojos de color verde, su piel desnuda y tersa, sus cabellos
Glia y otros cuentos escogidos
126
como de fuego, los puntillos rojos de la cara y sus manos largas y fuertes.
Le escrutó la mirada y le conoció la intención recóndita de sus ojos.
Atlán contempló el cuerpo ligeramente velludo de Erva, el hermoso
contraste del color marl de su piel y la tersura negra de sus cabellos.
Posó levemente sus dedos sobre los senos de Erva y no pudo evitar la
reacción animal de su cuerpo al mirarle el triángulo coposo de su sexo.
―¡Atlán te pretende! ―le dijo Zita a Erva―. No olvides lo que nos dijeron
nuestros padres. Él no es de nuestra raza.
Pero Erva estaba decidida a conocer más de cerca a Atlán, a tocarle sus
cabellos de fuego, a dejarse acariciar por él... y lo tomó de sus manos.
Así, juntos se fueron por el camino de la arena con rumbo al bosque y se
perdieron de la vista de Zita y Enka. Luego, se acostaron sobre la gramilla
seca, y allí Atlán le dijo que venía de muy lejos: “Más allá de las estrellas
que ahora ves”. Erva le contó que su padre era hijo del primer guerrero
que usó la lanza para cazar mamuts. Atlán le acarició la piel suavemente
a Erva y esta le buscó el olor de sol que creía impregnado en sus cabellos.
De pronto Atlán irguió su cuerpo y quedó sentado, apoyado sobre sus
brazos extendidos hacia atrás. Miró el rmamento. Erva, extrañada, le
preguntó: ¿Qué pasa? Nada, nada ―le contestó― simplemente que debo
decirte algo. Erva le instó con su mirada a que lo hiciera y Atlán le contó,
entonces, que su pueblo estaba preparando un gran experimento en la
Tierra.
―No estoy al tanto de los detalles puesto que solo soy un ingeniero de
vuelo, pero lo que sí sé es que ustedes han sido escogidos para hacerlos
avanzar siglos de desarrollo con nuestra ayuda y previa mutación de
vuestra raza.
Antonio Mora Vélez
127
Erva se quedó mirando la cima de la montaña blanca. Atlán pensó en
la prohibición de tomar mujeres de la Tierra sin la autorización de la
comisión genética de la expedición. Erva recordó la leyenda de los temibles
hombres rojos, pero Atlán le había dicho que podría tener un hijo como él,
con sus cabellos de oro, los puntillos rojos del rostro, y que este podría dar
esos saltos enormes que a ella tanto le gustaban. Atlán y Erva cabalgaron
luego en el potro del amor, sobre las olas del embrujo.
Al promediar la noche, exhaustos y plenos, tendidos boca arriba y
mirando hacia el innito del cielo, Atlán pensaba en la manera de afrontar
la situación en la nave madre, a su regreso, mientras Erva le susurraba al
oído: Le pondré Atbel, At de Atlán y Bel por mi padre, el jefe militar de
Entre Ríos.
1979
El 603286
E
l señor Louis Watson Mandarino, de la aristocrática familia de los
Mandarino, se paseaba nervioso por el amplio comedor de su casa
de campo, situada en la soleada playa de Palm Spring. En su cerebro
bullían los más inverosímiles proyectos, algunos tan fantásticos que
escapaban a la imaginación de los mejores escritores de ciencia-cción.
Pensaba también en sus problemas. Los negocios no andaban muy
bien últimamente para los Watson Mandarino; las acciones de la bolsa
habían bajado tres puntos con ocasión de la crisis anglo norteamericana
y la producción de artículos eléctricos de su complejo industrial “Watson
Electric y Cía”, había disminuido por la casi saturación del mercado y por
las trabas aduaneras recientemente impuestas por el gobierno socialista.
Las principales piezas de repuesto de los complejos cibernéticos de la
“Watson” eran vendidas por el gobierno negro de los Estados Unidos y
etadas, en virtud de los acuerdos internacionales, por la Flota Mercante
de la Gran Bretaña. La situación era tal que amenazaba crisis.
Louis Watson, además de gerente comercial de su empresa, era ingeniero
y gustaba de dirigir la programación de la KML-058 que fabricaba, en serie
y para el consumo popular, los llamados perceptores extrasensoriales.
Y era que en él coexistían el cientíco y el hombre de negocios. Casi se
puede decir que el uno vivía en función del otro, solo que no siempre se
sabía si era el cientíco el que vivía en función del industrial o viceversa.
Tal parece que esa funcionalidad era variable y alternada, según las
circunstancias.
Glia y otros cuentos escogidos
130
Los perceptores extrasensoriales eran lo más novedoso de la industria
parasicológica. Eran el primer resultado de todos los esfuerzos
investigativos del hombre, tendientes a lograr la interacción directa
entre el cerebro y la computadora. Pero, era apenas el primer esbozo,
el primer atisbo, ya que solo se trataba de un aditamento de radio que
le permitía o facilitaba el centro CES del cerebro, ampliar el espectro de
ondas perceptibles. No obstante, a Louis Watson le parecía que la total
integración del hombre y la máquina era cosa de pocos años de trabajo
creador, y en ello invertía la totalidad del tiempo que le quedaba libre.
En esos instantes de meditación estaba, pensando en la manera de prever
las consecuencias de los hechos económicos, cuando fue interrumpido
por Vivian, su linda esposa, hija de uno de los magnates de la industria
petro-química.
―¿En qué piensas, querido?
―Oh en nada! Bueno, tal vez en algo muy importante ―le contestó.
―¿Algo relacionado con la crisis?
Louis le contestó que sí y le informó en detalles el proyecto que venía
madurando en su mente desde meses atrás, desde que los socialistas
congelaron los precios por razones de Estado, y su empresa entró en
barrena nanciera por el elevado costo de las importaciones. No había
otra alternativa ―le dijo―. Los socialistas no cederán en sus tesis y es
poco probable que laboristas y conservadores retornen al poder. Lo otro
sería convertir la empresa en una Sociedad Anónima para absorber los
nuevos gastos con la emisión y venta de las acciones, pero ello equivaldría
a abrirle las puertas a los Morrison, nuestros eternos rivales de la industria
eléctrica.
Antonio Mora Vélez
131
Como Vivian le preguntó de qué se trataba realmente, le contestó así:
―Los perceptores extra-sensoriales le permiten al hombre captar sensa-
ciones e imágenes que no están a foco, es decir, en el área de recepción
de algunos de sus órganos sensoriales; con ellos puedes hablar con tu tío
Gilbert en Oxford o ver a Susan en Liverpool, si lo deseas. Esto es im-
portante para las comunicaciones, sin duda, pero yo creo que la acción
espacio-temporal de los PEXS puede ser variada en tal forma que permita
la captación de imágenes que no se han producido, pero que van a produ-
cirse, o los que es lo mismo, que nos permita ver en el futuro...
Vivian no pudo evitar una sonrisa, que más que sonrisa parecía una mueca
de escepticismo, y hasta llegó a pensar que su marido se había vuelto
loco como consecuencia de los reveses económicos , pero bien pronto se
convenció de que lejos de ser un loco, su marido era poco menos que un
genio, porque dos meses después, vencidos muchos obstáculos y luego de
superar las aquezas de su organismo sedentario, Louis Watson conseguía
proyectar la onda rastreadora del nuevo PEXS-2 exactamente una semana
de tiempo más tarde, el día exacto de la Lotería de Londres, y ver, como
si estuviera soñando, los seis chiquillos que hacían girar las ruedas
portadoras del premio de cien millones de libras. Y el número 603286 del
sorteo. Por supuesto que después la tensión nerviosa lo mantuvo en crisis
permanente, lo que no fue obstáculo para que se dedicara a conseguir el
billete. Primero fue a la agencia y en esta le informaron que ese número
había sido despachado a Bristol. Entonces se trasladó a Bristol y después
de ir a la ocina local y de averiguar por todos los vendedores, se dedicó a
recorrer los sitios acostumbrados por todos ellos, hasta que encontró a un
anciano de cabellos canos y de ropa roída y desteñida por el tiempo, que
voceaba lastimeramente el número 603286 de la extra londinense.
Glia y otros cuentos escogidos
132
Louis le arrebató el fajo de fracciones y constató que era el número y
que todavía quedaban cuarenta y una y le entregó al viejo dos mil libras,
el doble del valor del billete entero, en forma tan desesperada, como si
comprara el elíxir de la vida, y en medio del descontento y la alegría del
viejo lotero bristolense.
Louis se trasladó a su casa en Palm Spring y comunicó a su entusiasmada
mujer lo acontecido. Ambos permanecieron desde entonces a la
expectativa, devorando las horas con el pensamiento y ja la atención
en el lugar donde tenían guardando el billete. Casi ni salían a la calle y
hasta a los niños les habían prohibido entrar al cuarto donde estaba la caja
fuerte detrás del cuadro de Picasso.
El día llegó, como es de suponer, y Louis y Vivian, los dos, absortos y
rígidos miraban la TV en la espera del Mayor. Los premios secundarios
fueron sucediéndose unos tras otros, en medio del natural regocijo de los
ganadores. Cuando los seis muchachos subieron al estrado en donde se
encontraban las seis ruedas, Louis recordó que, en efecto, los seis eran
rubios y pecosos, los seis tenían pantalones cortos de color frambuesa y
los seis portaban gorros como de “boys scouts”.
Sintió entonces la seguridad de la victoria y la plenitud de espíritu que
viene después de los esfuerzos coronados con el éxito. Estaba casi seguro
que el número no podía ser otro que el 603286 que había visto hacía una
semana con la ayuda de su PEXS-2. Quizás por esto se mantuvo más
calmado, lo que no fue óbice para que casi derribara el televisor del salto
de alegría que dio cuando vio que las seis benditas ruedas señalaban el
603286 de sus ilusiones y proyectos.
―Ahora que vamos a acabar con los socialistas y los Mórrison! ―le dijo
a su esposa, en medio del júbilo que lo embargaba.
Antonio Mora Vélez
133
En ese preciso instante caía sobre Palm Spring un torrencial aguacero y
una tempestad eléctrica, razón por la cual Louis y Vivian no fueron al
teatro Rex a presenciar el sorteo.
Louis no podía con la exaltación de sus nervios, no conseguía serenarse, y
en cambio gritaba que acabaría con todo el mundo porque predeciría los
hechos del futuro y con ellos podría ganar montañas de dinero. Vivian le
hizo caer en cuenta, de lo que se arrepentiría más tarde, que el billete en
Palm Springs no estaba seguro porque la vigilancia policial era deciente.
―Entonces hay que trasladarse a Londres y llevarlo a un Banco o a la
misma agencia, para mayor seguridad ―le contestó.
De nada valieron los ruegos de su esposa para que la dejara viajar con
él; Louis se fue con su billete premiado rumbo a Londres, destinando
partidas de los cien millones, imaginando proyectos de contención a la
crisis, organizando estrategias políticas y auto programándose un nuevo
régimen de vida acorde con su nueva condición de vidente y mutante
capaz de transformar el mundo.
Cuando apenas había andado dos o tres kilómetros de su auto Queen
Elizabeth, por lo precipitado del viaje, una de las llantas mostró señales
de estar con poco aire. Louis tuvo que bajarse del auto en medio de la
tormenta, debajo de un árbol, y justo cuando se disponía a inar la llanta,
recibió el impacto de un rayo; y Louis y el billete que llevaba en uno de los
bolsillos del saco, y todos los proyectos, quedaron convertidos, en fracción
de segundos, en polvo de carbón que continuaba existiendo como una
sombra de recuerdos lamentables.
Horas después, la noticia llegaba a Palm Spring, y Vivian, desesperanzada,
lloraba y decía a los periodistas:
Glia y otros cuentos escogidos
134
―Si se hubiera esperado un poquito más, se hubiera dado cuenta del rayo
y lo hubiera evitado, y hoy estuviera disfrutando de los cien millones.
Días después la televisión comunicaba que solo nueve fracciones de la
Extra londinense habían sido cobradas, y que un lotero anciano de Bristol
había enloquecido con la noticia.
1972
La gota
P
or un momento llegué a creer que había descubierto, para bien de
la ciencia, una rara combinación de hidrógeno, oxígeno y mercurio
capaz de resistir elevadas temperaturas. La verdad es que nunca imaginé
que la extraña gota que accidentalmente descubrí, hubiera podido causar
tanta consternación en la ciudad académica de Takasuán.
Todo empezó cuando los participantes en el Simposio de Astrobiología
se interesaron por mi curiosa gota al saber que poseía propiedades
radioactivas y que acusaba un extraño movimiento vibratorio causado, al
parecer, por la acción de los rayos solares sobre su supercie.
La extraña gota había sido descubierta por mí un día en el que me disponía
a regar las plantas del jardín experimental. Me extrañó sobremanera
verla brillando en la amplia y hermosa hoja de una Antra ―variedad
recientemente lograda―, y me extrañó porque desde la tarde anterior no
había caído sobre las plantas, gota de agua alguna.
Recuerdo que en ese momento traté de cogerla con mis manos y
experimenté su primera enigmática propiedad: quemaba como una gota
de cera caliente y sin embargo era agua o al menos eso parecía, pero un
agua rara de color plateado que reejaba los objetos como si se tratara de
un espejo esférico.
Entonces la transporté, con todas las precauciones del caso, al laboratorio
de físico-química en donde lograron descubrirle otras propiedades no
menos interesantes. Resistía la temperatura de fusión del hierro y hasta
Glia y otros cuentos escogidos
136
el cero absoluto sin perder nada de su masa, esfericidad y brillantez. Y
era impenetrable al bombardeo de las micro-partículas. No obstante, su
forma externa obligaba a pensar que se trataba de una simple gota de
agua o de mercurio, con el comportamiento de este platinado y líquido
elemento.
Fue en ese momento del laboratorio cuando supuse que había descubierto
una original combinación de hidrógeno, oxígeno y mercurio con
propiedades físicas y químicas hasta entonces desconocidas. Y si ello es
así, me dije, quiere decir que hemos logrado la solución al problema de la
conservación del agua en los planetas de elevada temperatura, asunto en
el que trabajaban los hidrólogos de la comunidad cientíca de Tinajones.
Luego dispuse que se le practicara un análisis espectral. El asombro
no pudo ser mayor. La misteriosa gota resultó que estaba compuesta
de hierro, silicio, carbono, oxígeno, hidrogeno, nitrógeno, radio, úor,
cobalto, fósforo, cloro, níquel, bromo, aluminio y de otros elementos más
con números atómicos no registrados en nuestra Tabla periódica.
Algunos cientícos conjeturaron que se trataba de una partícula extra
galáctica y para tal efecto propusieron la prueba del carbono 14. En esa
forma, dijeron, será posible establecer su antigüedad y procedencia.
Hubo entonces la necesidad de trasladar la gota a un pabellón diferente
del centro de investigaciones, lo que permitió observar otra de sus
misteriosas particularidades. En efecto, al contacto con los rayos solares
las vibraciones se hacían más fuertes y toda ella parecía reducirse de
tamaño.
Afortunadamente fueron pocos los segundos durante los cuales estuvo
nuestra gota expuesta al Sol, y digo esto porque de no haber sido así no
hubiéramos podido establecer la naturaleza de su procedencia.
Antonio Mora Vélez
137
Ya en el moderno laboratorio de radiología la gota mostró un rápido e
incesante cambio de colores desde el violeta hasta el rojo-blanco en tanto
que los átomos de carbono se desintegraban en el medidor. “Más de
veinticinco mil años tiene esta gota”, fue la respuesta de los analistas. Y
recordamos entonces la hipótesis de Ambarsumian, destacado astrofísico
armenio que sostenía la procedencia exterior de una serie de megalitos
descubiertos en el Sahara, en el Tíbet y en las islas del Caribe, pero
nuestra apreciación inicial bien pronto quedó destruida por la experiencia
siguiente, corroborando lo dicho por Goethe algunos siglos atrás: “Gris
es toda teoría, amigo mío, pero el árbol de la vida es siempre verde”.
Al contacto por segunda vez con los rayos solares, en momentos en
que trasladábamos la gota al laboratorio de investigación de nuevos
elementos, sus vibraciones aumentaron hasta el máximo y desapareció
de nuestra vista. Era como si las vibraciones hubieran conseguido hacerla
imperceptible.
Solo un segundo duró la estela de luz que se perdió en el innito y que
partió de la gruesa plancha de bronil en donde habíamos colocado la gota,
y en su lugar quedó una diminuta cinta metálica con un mensaje de paz y
amistad escrito en símbolos terrestres: una paloma blanca, un apretón de
manos, una casa sin puertas y un esquema que señalaba la existencia de
un planeta ubicado en una estrella enana que era visible en la constelación
de Orión.
1970
Los otros
H
abían transcurrido diez años convencionales desde que los tripulantes
de la Antar II iniciaron la búsqueda de la enigmática fuente de
energía que por años venía enviando, con destino a nuestra galaxia, una
señal arrítmica, periódica y constante. Fueron diez años durante los cuales
Karlem, la única mujer de la expedición, no cesó un instante de pensar en
la despedida, en las cosas hermosas que quedaron en la Tierra, en las
voces entrañables que le dijeron: “¡Karlem, enhorabuena! Eres la primera
mujer en viaje por los espacios intergalácticos, que es tanto como decir, en
viaje hacia el innito”. Se preguntaba una y mil veces. “¿Qué objeto tiene
entregar el resto de una vida?”, pero se reconfortaba con la esperanza
de conocer a los autores del incesante llamado. Además, en más de una
ocasión había soñado con la existencia de una civilización más avanzada
que la nuestra. Le parecía que el hombre terrestre, a pesar de su innegable
progreso, no había alcanzado su total perfeccionamiento. Aún existían el
odio, la envidia y el egoísmo, no obstante, la alta tecnología productiva y
la educación teledirigida. Consideraba que el Hombre integral solo puede
albergar en las interioridades de su cerebro, amor, pero amor en la más
amplia signicación del término. Y estaba convencida de que ese hombre
perfecto debía existir en algún lugar del universo.
La Tierra, en cambio, había envejecido muchos siglos después de la
época en que los astrofísicos y radio astrónomos del Centro Gagarin,
con fundamento en la tesis que sostiene que en la naturaleza no se dan
radioemisiones de carácter periódico, llegaron a la conclusión de que
Glia y otros cuentos escogidos
140
dichas emisiones tenían que provenir de alguna inteligencia del cosmos
y además extraordinaria porque las ondas del mensaje debieron haber
partido cuando todavía no habían hecho su aparición sobre nuestra
supercie los primeros seres vivos y apenas si terminaban de conformarse
las primeras proteínas. Una estrella de la clase U, ubicada en el plano
medio ecuatorial de la galaxia IC-9801 del cúmulo de Boyero, a tres
millones de años luz, fue señalada como el lugar del cual partieron las
poderosas ondas de radio captadas en La Luna. Y hacia ese lugar del
cosmos indicaban el rumbo las coordenadas de vuelo de la Antar II.
Por todo lo anterior, Karlem, la valerosa ingeniera responsable de las
comunicaciones, no logró resistir el incontrolable deseo de conocer lo que
hay más allá de las estrellas, y pudo armarse del valor suciente para
aceptar hacer parte de una expedición incierta que quizás nunca llegue a
su destino ni logre regresar a su lugar de origen. Encerrada como estaba
en sus pensamientos, no escuchó la orden dada por el comandante Rob
para que la tercera unidad de energía fuera activada y la nave lograra la
octava velocidad cósmica. Un breve titubeo y la astronave brilló con el
fulgor de un sol, para anunciarle al espacio ilimitado que los hombres de
la Tierra se disponían a ingresar en sus misteriosos laberintos en busca de
nuevas realidades. La pantalla ovoidal se vio de pronto llena de guras
fugaces, de líneas multicrómicas que semejaban un lme interminable y
de indescifrables puntos brillantes que se agigantaba para perderse luego.
Habían logrado la aceleración y velocidad necesarias para superar la
atracción del campo gravitacional galáctico. Atrás quedaba, como dormida
en una alfombra oscura, la Vía Láctea, nuestra ya pequeña morada.
Rob cumplía su quinta misión en el espacio, pero esta era para él la más
importante. No solo porque era la primera incursión extra galáctica
del ser humano sino porque con ella se le presentaba la oportunidad
Antonio Mora Vélez
141
de demostrar su teoría de la Relatividad Simétrica de la Materia que
expuso en la Academia de Ciencias cuando resolvió conseguir el grado
en astrofísica. Por su mente aún deslaban los rostros sardónicamente
sonrientes de los examinadores y en especial el de Lon Vert, quien le
interrogó entonces:
―¿Acaso es posible que en nuestro planeta nazcan de padre y madre
diferentes, dos hijos exactamente iguales? ―para demostrarle que la
simetría de la Materia no podía llegar a los extremos por él pretendidos.
Varios años terrestres después, una estela de luz con la intensidad de
una supernova, iluminó las aerodinámicas líneas de la cosmonave. Su
luminosidad creciente duró pocos segundos, los sucientes para que
el ojo avizor del piloto electrónico dispusiera la apertura de las cabinas
de hibernación en las que los valientes astronautas acortaban el tiempo
para matar la monotonía y posibilitar el éxito de la empresa. Rob miró la
pantalla de controles y observó que quedaban en ella huellas del extraño
fenómeno, fragmentos titilantes de color plata se refractaban en la cúpula
de vitrilo formando una hermosa acuarela cristalina que lo transportó
imaginariamente a un mundo de fantasías.
―¡Marcha atrás! ―ordenó, no sin antes solicitar los cálculos a los
ingenieros de vuelo―. Solo una cosmonave es capaz de dejar rastros
como estos ―agregó.
Estaban justamente en el lugar llamado de las carrozas de fuego, casi en
la mitad del viaje. La operación de frenada para constatar la naturaleza
del objeto estelar visto demoró algunas horas terrestres y la Antar II tuvo
que regresar y adelantar dos veces antes de quedar frente a frente con el
misterioso objeto del cosmos, que ahora se mostraba imponente como lo
que en verdad era: una nave colosal que tenía la gura de una golondrina
Glia y otros cuentos escogidos
142
en pleno vuelo. Dos extensos alerones que terminaban hacia atrás en
punta contrastaban con sus cuatro reactores en forma de delta. Su cabina
se alargaba como un hilillo de plata hasta confundirse con las tinieblas
del espacio.
Segundos de contemplación más tarde, una lucecilla de color violeta
apareció en las láminas inferiores del cuerpo central y se fue ampliando
hasta transformarse en una pequeña plataforma recubierta por un cono
de material trasparente.
―No cabe duda, vienen preparados para mostrarse ante nosotros ―dijo
Rob.
Y tuvo que criticar la imprevisión de los ingenieros constructores de la
nave terrícola porque no había en ella mecanismo alguno para mostrarse
a otros seres del cosmos en las afueras del espacio y era imposible todo
intento de transbordo sin poner en riesgo la vida de la tripulación.
El momento esperado por siglos se producía. Y fue entonces cuando
Karlem dio rienda suelta a su fantasía, recordando la ley de la complejidad
estética de la materia, recientemente formulada. “Los habitantes de una
civilización extraterrestre, con millones de años de existencia, tienen que
ser anatómicamente perfectos, hermosos, y espiritualmente pletóricos
de amor y de optimismo en las innitas capacidades de la inteligencia.
Igual que en los cristales, la materia viva, en su desarrollo ascensional,
adopta una organización mucho más armónica y perfecta, en proporción
al tiempo de evolución”.
Rob, por su parte, no pudo evitar pensar, en ese instante, en las intermina-
bles sesiones de la Academia y en la frase nal de su discurso: “La sime-
tría es una propiedad universal de la materia que no admite excepciones.
En algún lugar del cosmos, debe existir una galaxia o un sistema estelar
Antonio Mora Vélez
143
o un planeta parecidos a los nuestros, pero de signo contrario”. Tampoco
pudo evitar pensar en la imposibilidad de comunicar a sus descendientes
de la Tierra el gran encuentro; en Varna, su esposa resignada, quien le
dijo al partir: “Rob yo sé que tú algún día, cuando de mí no quede sino
el recuerdo, allá en el innito, podrás gritar que tenías la razón”. Y pen-
só también en los años de viaje que todavía faltaban, en la cara huesuda
de Lon, en los ojos anhelantes de Karlem, en tantas y tantas cosas, que
no observó dos guras esbeltas, desnudas, que aparecieron en actitud de
danza y modelaje sobre la plataforma de cristal de la astronave amiga,
ni escuchó la exclamación de asombro de Karlem al mirarlas: “¡Pero si
somos nosotros!”.
1970
El hijo de las estrellas
D
esde que se enteró de la existencia del enigmático Ben Koseba, no
dejó de trabajar por un día en el laboratorio ni abandonó por un
segundo la idea del viaje al torrente de Murabbat, situado al sur del valle
del Jordán a solo dos horas del mar Muerto.
Ubaldo era un enamorado de los misterios históricos. Los coleccionaba
en forma de sinopsis, acompañándolos con las hipótesis existentes y con
su posición personal explicada y fundamentada. En el grueso volumen
de pasta nacarada, pomposamente titulado Los enigmas de la historia, tenía
relatados más de cincuenta temas de los más extraños, desde la ballena de
Jonás, pasando por las terrazas de Balbeck y las tectitas del Sahara, hasta
la naturaleza y procedencia de los Ovnis, pero, ni siquiera a su amigo
Pedro Camacho, joven doctor en lenguas antiguas, le había comunicado
la manera de cómo pensaba descifrar tanto embrollo del pasado.
Lo cierto es que trabajaba largas horas durante el día y parte de la noche,
en su laboratorio de la calle del Sargento Mayor, y que compraba con
relativa frecuencia artefactos electrónicos como si estuviera construyendo
un aparato receptor de radio o un radar, o algo mezcla de los dos, y que
en las tertulias de n de semana, en el bar La Quemada, no se cansaba
de hablar de su futuro gran invento, más importante que la rueda y la
energía eléctrica, según decía. Y todos pensábamos que se trataba de una
broma elegante. Y lo pensábamos, no solo porque conocíamos su carácter,
sino porque nos parecía un imposible físico que el hombre pudiera viajar
de cuerpo entero hacia al pasado o al futuro. “Pero es que no se trata de
Glia y otros cuentos escogidos
146
un viaje personal, ni tampoco al futuro, que por no ser presente no deja
huellas en la historia”, nos replicaba sonriendo. Y nos dejaba siempre con
la duda, aplazándonos los detalles de su máquina hasta que la terminara
en su vieja casona de San Diego.
Había terminado sus estudios de ingeniería electrónica e iniciado su es-
pecialización en cibernética, ciencia esta que lo apasionaba hasta el extre-
mo de que en cierta ocasión publicó un artículo en una revista local en
el que formulaba una serie de objeciones al funcionamiento del cerebro
humano, artículo que le ganó la animadversión de varios cientícos con-
servadores y la envidia de sus amigos, quienes le seguíamos elmente
convencidos de que en él se gestaba un genio y de que podríamos exhibir
posteriormente el orgullo de su amistad y el modesto concurso de nuestro
apoyo en la demostración de sus tesis fantásticas.
―Para dentro de cuatro meses estaremos en condiciones de iniciar la
travesía en barco ―nos comunicó una mañana a Fernando, acucioso
antropólogo, a Pedro y a mí.
Comentábamos la reciente hazaña espacial rusa y Ubaldo sostenía que la
conquista de Marte, lejos de signicar un derroche innecesario de capital
y energías, abría las posibilidades de saber si en el pasado fuimos o no
visitados por seres del espacio. A él le parecía que sí, y la mayoría de los
enigmas del pasado, que tenía clasicados, los guardaba precisamente
con el criterio de que en el futuro le servirían para demostrar sus tesis,
contando, lógicamente, con el concurso de su máquina del tiempo. Por
eso, se entusiasmó cuando dos años atrás, en nuestra acostumbrada
tertulia dominical, yo le hablé de la enigmática vida de Ben Koseba,
denominado “el hijo de las estrellas” por los arameos del siglo I de nuestra
era. “Algo debes saber tú de historia de las religiones”, me dijo, entonces,
Antonio Mora Vélez
147
para convencerme de la indispensable participación mía en la expedición
que proyectaba.
Exactamente cuatro meses después, contemplábamos el horizonte de
crestas acuáticas, desde la cubierta del Santa de la Inter-Lines, con la
esperanza de llegar al sudeste asiático en compañía de una máquina que
aún desconocíamos. Todavía recuerdo las horas de placer en la piscina,
los bailes hasta el amanecer, los paseos por el puente de mando con la
hija del embajador nipón y las interesantes charlas de planicación que
hicimos. “La voz humana ―nos dijo Ubaldo en la primera de ellas― deja
huellas en el aire y yo creo posible reconstruirlas. Si logramos reproducir
la voz del llamado “hijo de las estrellas”, sabremos si de verdad fue un jefe
guerrillero palestino, tal y como nos lo dicen los manuscritos de papiro
del mar Muerto”.
Las hojas del almanaque se amontonaron en una cesta del camarote hasta
completar sesenta días. Una vez llegamos a Tel-Aviv iniciamos la etapa
nal de la aventura vía Aeroot hasta Jerusalén, para luego utilizar un
campero hasta Betania. En este puerto uvial tomamos, en compañía del
joven intérprete de nombre Abdel, los camellos que nos transportarían,
días más tarde, al sitio de las cavernas. A estas las encontramos dieciocho
kilómetros después de recorrido y supimos entonces que su nombre,
Qumram, en hebreo signica Gomorra, detalle que me hizo recordar la
extraña destrucción de las ciudades bíblicas. Y sostuve que la destrucción
de ambas, de Sodoma y Gomorra, fue consecuencia de las explosiones
que los visitantes del espacio provocaron antes de partir, en las sendas
centrales de energía que tenían instaladas en ellas.
Levantamos nuestro campamento a pocos metros del llamado Torrente de
Murabbat, aprovechando una terraza marmórea de 37 por 30 metros con
Glia y otros cuentos escogidos
148
vista al Mar Muerto, que supusimos debió ser el piso de una edicación
majestuosa que sirvió de residencia o trabajo a hombres de una gran
cultura. Comenzamos a instalar la máquina del tiempo esa misma tarde,
tarea que se prolongó hasta avanzadas horas de la noche.
En sí la máquina no parecía gran cosa. Una serie de antenas parecidas a
las del radar, dispuestas en todas direcciones, se encargarían de captar las
ondas sonoras aún almacenadas en las cuevas. Un transformador especial
las convertiría en ondas electromagnéticas para que posteriormente el
analizador las clasicara según su procedencia lingüística y época de
dispersión. Una vez clasicados los impulsos electromagnéticos, pasarían
al computador que se encargaría de descifrar el contenido idiomático de los
mismos, luego de traducirlos al lenguaje matemático de la programación.
Por inverosímil que parezca, ya Ubaldo la había experimentado en su vieja
residencia de San Diego con la voz de su hermano menor dispersa en el
fondo de la casa, de modo que no había porqué temer un fracaso y menos
cuando el medio aéreo de las cavernas facilitaba a las ondas sonoras una
mayor estabilidad espacio-temporal.
Escogimos para el primer intento la hora tercera del día, por aquello del
silencio de la naturaleza y por la ausencia de rayos solares que pudieran
interferir la labor de captación de las antenas. Esa noche no dormimos,
pensando en las voces del palacio rectangular y en la de Ben Koseba,
allí presentes, tan solo a pocos metros de las carpas, pero muchos siglos
atrás en la inexorable realidad del tiempo. Hasta que por n las tres de la
mañana, y la voz de Pedro invitándonos a beber café caliente. Luego los
pasos a seguir, que de tanto repetirlos en el barco nos parecieron de rutina,
y en cosa de segundos, una serie de botoncillos y barras comenzaron a
dibujar una sinfonía de colores, y un extraño ruido como de alarma de
Antonio Mora Vélez
149
submarino empezó a acompañar la búsqueda de las antenas en el interior
de la caverna más amplia.
Pocos minutos después la computadora iniciaba el suministro de voces
interpretadas.
―Los he reunido aquí para decirles que ninguno de vosotros padecerá la
muerte antes de haber visto el reino de Dios en toda su grandeza ―dijo el
que había sido anunciado como “maestro de justicia”.
Hubo entonces una interpretación ligera, que la máquina sabiamente tra-
dujo con la palabra “algarabía”. Entre tanto Ubaldo nos miraba y sonreía,
y pensaba en voz alta: “¿Ben Koseba?”
―Es inaudito que un ser de otro planeta, que se supone superior a
nosotros, prometa el reino de Dios a hombres de a Tierra ―exclamó Pedro
levantándose de su silla de madera y lona.
La computadora le interrumpió:
―Nunca he estado de acuerdo con Jesús, quien pretende ocultar su
condición de viajero de las estrellas, para conducir al pueblo a las
posiciones ingenuas del amor y la fraternidad, cuando lo que deben es
luchar contra el imperio que los esclaviza. Yo Ben Koseba les prometo un
lugar en el combate para acabar con las guerras y la explotación… Porque
no habrá amor entre los hombres mientras los países poderosos exploten
a los débiles…
Las palabras se interrumpieron por diez o quince minutos, que aprove-
chamos para sacar las antenas de la caverna mayor. Y, cuando ya todos
pensamos que la historia acababa en ese pedazo de espacio de Israel, y
que perdíamos la oportunidad de saber lo que le pasó al “hijo de las estre-
llas”, devino la interpretación de la palabra “explosión”, que nos recordó
a Gomorra y la voz de alguien que parecía gritar desde lo alto de las rocas:
―¡Comandante Júpiter! ¡Koseba no está en la cosmonave!
1971
Llegada al planeta
eléctrico
L
a astronave Omycrón I, que fue construida para desarrollar una
velocidad de hasta doscientos kilómetros por segundo, viajaba a una
velocidad cercana a los mil. Era como si una extraña fuerza se hubiera
apoderado de la nave y la llevara con su atracción hacia lugares no
previstos en el programa de vuelo.
En la Tierra ―entretanto― se desencadenaba la mayor tempestad
magnética de su historia. Las comunicaciones de radio, el transporte y
hasta los generadores de energía se encontraban paralizados. Todo el
orbe en estado de emergencia por una causa que no había sido precisada
totalmente. Solo sabíamos que un poderoso campo magnético abrazaba
todo el sistema solar a juzgar por las alteraciones ocurridas en los casquetes
polares marcianos y en la densa atmósfera venusina, y que nuestra nave
aumentaba de velocidad en forma vertiginosa.
Ya habíamos perdido la esperanza de salvar la primera expedición a
Ganimedes. Así las cosas, no teníamos otra alterativa distinta a morir
desintegrados.
Cuando alcanzamos el límite entre la masa y la energía y todos los
tripulantes de la Omycrón vislumbrábamos el n de nuestras vidas,
empezamos a sentir una sensación de ingravidez que superaba el
Glia y otros cuentos escogidos
152
campo gravitatorio articial de la nave. Y a sentir también una extraña
sensación de calor interior que parecía partir de nuestras venas y arterias.
Los objetos adquirieron entonces un matiz rojo brillante y un aumento
progresivo de volumen, y se hicieron maleables hasta el punto de parecer,
junto con las paredes interiores de la nave, una maqueta de plastilina
construida por algún escolar de los institutos técnicos. No obstante, con
excepción del centro regulador de la velocidad, los demás instrumentos
funcionaban normalmente. Pero, lo más excepcional ―les cuento―, fue
el cambio operado en nosotros. Inicialmente sentimos una disminución
de la densidad de nuestros cuerpos y un irritante cosquilleo por toda la
piel. Después vimos cómo toda el agua se nos escapaba por los poros
hasta quedar todos los tripulantes convertidos en curiosos seres vivos con
pieles parecidas a la piedra pómez y con ojos que parecían cristales de
vitrina en exhibición, pero seguíamos siendo los mismos personajes que
partimos de la Tierra, pensando y trabajando como cualquier astronauta
de los muchos que ya surcan los espacios siderales.
Habíamos dejado atrás nuestra galaxia y nos sumergíamos en las
profundidades del espacio cósmico atraídos por la misteriosa fuerza.
Nuestra trayectoria perpendicular al plano ecuatorial de la Vía Láctea,
nos alejaba cada vez más de ella. Por esto, cada segundo que pasaba,
la Vía Láctea aparecía ante nosotros más pequeña y más nítida en sus
contornos, más impresionante y más hermosa. Eran millones de estrellas
apiñadas en torno del exuberante fuego central que nos mostraba toda la
majestuosidad de su arquitectura.
Las comunicaciones con la Tierra habían quedado suspendidas y en la
distancia no aparecía cuerpo alguno que nos comprobara la naturaleza
material de la fuerza que nos controlaba y conducía. Fueron horas de
angustia durante las cuales reexionamos sobre ese optimismo humano
Antonio Mora Vélez
153
que persigue la conquista del cosmos muy a pesar de las contingencias
de una materia innita en el tiempo y en el espacio, y conociendo apenas
una pequeña parte de ese todo misterioso que llamamos la esencia de las
cosas.
Varios días convencionales después, Víctor ―el encargado del láser de
profundidad― descubría un oscuro planeta que se interponía en la ruta
de nuestra astronave. Este descubrimiento y la entrada en órbita después,
hechos separados apenas por horas de las nuestras, y ya estábamos
girando en torno del misterioso cuerpo celeste y preparando el módulo
de rastreo. Justo en ese instante notamos que no obstante haber reducido
la velocidad diez veces, seguíamos siendo los mismos seres translúcidos,
corrientes visibles de energía con apariencia corporal, como si todavía
viajáramos a la velocidad de las ondas lumínicas.
Aterrizamos y me correspondió en suerte hacer parte del grupo explorador
que examinaría las propiedades del planeta negro y que traería a la nave
de rastreo muestras de su material. Me acompañaron Yuri y Elmor,
vicecomandante y astrofísico de la expedición respectivamente.
Al término de la caminata supimos que en el planeta no había atmósfera,
que poseía movimiento de rotación, pero en sentido contrario, que su
densidad era pasmosa, que no reejaba la luz solar como los demás
planetas, que tenía una contextura como la del caucho y que su supercie
era casi lisa, que en algunos lugares había cráteres y pequeñas montañas,
por lo que supusimos que habíamos encontrado un planeta muerto en
torno a una estrella extinguida.
Dispusimos entonces, ya en la nave, el análisis químico del suelo y no
encontramos huellas de ninguno de los elementos de la tabla periódica.
Igual sucedió con el análisis espectral; solo se veía una franja negra cruzada
Glia y otros cuentos escogidos
154
por una línea blanca de poco espesor, como si el misterioso planeta
estuviera compuesto por una sustancia que no existía en la Tierra, pero
hubo algo más que nos llamó poderosamente la atención. Contrariamente
a lo que pensábamos en un comienzo, el planeta negro no era del todo
compacto. Vimos muchos canales interiores que se iluminaban con una
luz azul intensa a intervalos de dos o tres segundos. Para ver las líneas
de luz tuvimos que asomarnos en el borde de los cráteres ya que desde
lo alto y desde nuestra posición sobre la supercie no eran perceptibles.
Quién sabe y nunca lo supimos ¿Qué secretos escondía el interior del
planeta eléctrico ―que así lo llamé entonces― y nos preguntamos si
sus seres vivos no residían en el interior del mismo resguardados por la
corteza? ¿Y si no serían seres eléctricos como los “coheticos” de cristal del
cuento Segunda expedición al planeta extraño del ruso Vladimir Savckenko?
Desgraciadamente no estábamos en condiciones de comprobarlo. Para
hacerlo hubiéramos tenido que enfrentarnos a una ráfaga de varios
millones de electrón-voltios de la energía que surcaba por su interior. De
todos modos, ya sabíamos algo importante: en el planeta había energía
transportada por canales y eso era indicio de inteligencia. Faltaba hacer
algo para llamar la atención de sus habitantes, si es que ya no sabían de
nuestra presencia. Determinamos, entonces, alterar con nuestro láser el
ritmo de las corrientes eléctricas, pero tan pronto estuvimos preparados
en el borde de uno de los cráteres, Gori nos informó desde el módulo
de rastreo que en el módulo de comando habían detectado otro cuerpo
celeste oscuro que se acercaba peligrosamente a una velocidad mayor y
en sentido radial.
Previendo la inminencia de la colisión rápidamente despegamos hacia
la nave madre, lugar desde el cual pudimos observar, horas después, el
encuentro catastróco de los dos cuerpos. No hubo fragmentos disparados
Antonio Mora Vélez
155
al espacio, no hubo desprendimiento de calor, y nuestra nave quedó
intacta como si nada hubiera ocurrido y nuestros ojos impávidos frente a
la luz brillante que nacía con el impacto. Observamos atónitos entonces
tres cuerpos con el brillo de mil soles que se perdían en el innito seguidos
de sendos haces lumínicos, como si no hubiéramos estado en un planeta
sino en el electrón de un átomo y contempláramos por primera vez en
vivo la fusión y conversión del positrón y el electrón en quantos de luz.
1971
El sueño de Kirot
E
n el amplio cosmódromo de Bradzila, en medio de las luminosas
ráfagas de despedida que partían de las pequeñas antenas de los
cantorianos, Kirot hacía la O de la esperanza que los habitantes de Cantor
acostumbraban a hacer en los momentos más importantes. Con la mano
izquierda maniobraba el mecanismo de ascensión que lo llevaría hasta la
cúspide del cohete propulsor.También de sus antenas platinadas salía un
fulgor como de cien soles que descubría ante sus hermanos el estado de
intensa emoción en que se encontraba. Porque servía a su pueblo y a él le
parecía aquello lo más hermoso que podía realizar un cantoriano.
Kirot se metió en la nave y poco después los cuatro reactores se encendieron
en forma tan impresionante que mucho creyeron ver el día del cual tenían
noticias y el cielo vio nacer segundos después una estrella que se hizo
pequeña y pequeña hasta que se perdió en las inmensidades del cosmos.
La nave Cronset comenzó la difícil maniobra de lograr la velocidad
requerida para conseguir la ruta hacia el otro lado de la estrella negra.
Cantor, más que un planeta, parecía una pompa de jabón nadando en un
océano de petróleo. Por eso sus habitantes jamás entendieron el mensaje
que les hablaba de un sol brillante y de planetas oscuros que giraban a su
alrededor. Cantor era brillante como una estrella y su calor no lo recibía
de la estrella negra en torno de la cual giraba.
Luego de muchos zarcos de viaje el espacio negro se fue llenando de
innitos puntos brillantes como Cantor. Kirot vivía por vez primera la
Glia y otros cuentos escogidos
158
experiencia de la luz. Y hasta pensó que su sensibilidad lo traicionaba,
que veía a su planeta por todas partes hasta en los alrededores de la
nave, porque no dejaba de imaginar su regreso, ni dejaba de pensar en la
inconmensurable empresa que sus hermanos habían planeado y del cual
el viaje era apenas el comienzo. A cada rato se decía: “Cantor es bello, pero
su aire casi nos asxia”; anhelando siempre que, al otro lado de la estrella
negra, otara otro planeta con aire respirable que les hiciera posible la
prolongación de la vida. No importaba que fuera oscuro, como decían los
mensajes captados, lo importante era que se pudiera habitar, porque ya
Cantor no les brindaba mejores perspectivas.
II
Al principio fue un borde inmenso que se destacaba en medio de la
alfombra llena de puntitos titilantes que semejaban un fondo. Solo sabía
que existía por los dos matices negros que sus antenas captaban. Luego
apareció la enorme estrella amarilla de cuya existencia sabía por los
informes cientícos, pero mucho más impresionante de lo que imaginaba.
Kirot no había captado jamás policromía más indescriptible. Los tonos
rosa, violeta y azul, intenso deslaron ante sus antenas en sucesión de
fantasía, hasta que el esfuerzo de concentración y la intensidad del fulgor
terminaron por adormecerlo. Prerió entonces soñar con Cantor y dejar
bajo el control automático, la dirección de la astronave.
Cuando Kirot despertó, el horizonte de la curva innita había desaparecido
por completo y en la ruta de la nave aparecía enigmática e imponente
una esfera azul tachonada de nubes rojizas. A sus espaldas, transcurridos
varios parlucks de vuelo, dormía como animal cansado, la estrella negra
de sus ancestros. Entonces se comunicó con la estación del cosmódromo
cantoriano y mientras, echaba un vistazo a los tres cuerpos que estaban en
Antonio Mora Vélez
159
su trayectoria, que eran como tres soles de diferentes tamaños y colores:
amarillo, azul y plata, respectivamente y en orden de supercie.
―Hola Cantor, nos acercamos al gigante azul… ahora lo puedo ver
plenamente —repetía seguido.
―¡Lo escuchamos! ―le contestó una voz metálica y vibrante.
—He salido del espacio tenebroso y ahora naviego entre tres moles como
estrellas, pero con el brillo de nuestro planeta. En la distancia, entre las
moles, hay millones de puntos luminosos que titilan…
―Lo escuchamos Cronset ―volvió a decir la voz metálica al otro lado de
ese fragmento del universo.
Hubo entonces una pausa como de diez minutos terrestres.
―¡Hable Cronset! Nos preocupa su silencio ―ordenaron desde Cantor.
―Perdón, es que estaba observando algo interesante… son como artefactos
que describen órbitas convencionales…
―¿Artefactos? ―le interrogaron desde el cosmódromo.
—Sí, artefactos, y son de fabricación racional, sin duda… y parecen
provenir de la estrella azul ―respondió el cosmonauta cantoriano.
―¿Cuáles son sus dimensiones, Cronset?
―Algunos son tan grandes como Cantor, al menos eso me pareció por
la distancia. Otros, los más hermosos, de tonos grises y oscuros, son tan
grandes que no podría compararlos con algo que ustedes conozcan.
―¿Le han visto sus tripulantes?
―Creo que no, por lo innitamente pequeño que debo parecerles…
además, no parece que tuvieran tripulantes.
Glia y otros cuentos escogidos
160
II
El tenue desplazamiento de la nave cantoriana por la inmensa alfombra
negra tachonada de estrellas, creaba una sensación de placidez en
Kirot. Los puntos titilantes permanecían iguales, como si las distancias
continuaran idénticas, y ya no existía la curvatura indenida de la estrella
negra. Todo permanecía inmerso en la más desesperante quietud. Por esta
circunstancia Kirot se la pasaba la mayor parte del tiempo escuchando la
música del pensamiento que transmitían las estaciones del planeta. Era
una música tenue, pero compleja en matices y sonidos, de mayor polifonía
y con más armonía que todas las composiciones de origen electrónico
que conocieron sus antepasados. Y producía, que era lo principal, una
agradable sensación de tranquilidad, tanto que a Kirot le parecía como
si la música saliera por todas partes y fuera ella la que lo escuchara a él
mecerse en la silla al compás del ritmo. Así transcurrieron varios zercos
que se fueron en sucesión tan rápida que al héroe de Cantor se le olvidó el
tiempo y no supo el momento en el que una enorme mole grisácea se fue
acercando a su pequeña nave del espacio. Al verla, sintió que la bóveda
del cielo se le venía encima.
―¡Cronset, maniobre!
―No puedo, la fuerza de atracción es mayor….
―Disminuya la velocidad, entonces….
―Eso trato de hacer, Cantor… accionando los retropulsores…
Entretanto en la otra astronave, dos cosmonautas bastante alterados,
afrontaban también el peligro con igual decisión.
―Bop: ¡El meteorito empieza a describir una curva hacia K con un radio
focal peligroso!
Antonio Mora Vélez
161
―¡Maldición… con tanto espacio tener que pasar por nuestra ruta!
―¡Habrá que hacer una pulsación de ascenso…! ¡conecta los controles de
maniobra!
Eran dedos maravillosos, sin duda, de estructuras diferentes, pero dedos
en n de cuentas que accionaban palancas y botones con la facilidad de
dioses, dedos que dirigían con su ciencia el fantástico concierto de colores
de los tableros de mando.
―¡Irkurx… Irkurx!
―Parece que todo va a resultar bien, Centrox…
―¿Están seguros que es un meteorito?
―No tan seguros… esa maniobra de desplazamiento no es natural….
―Irkurx. Hay algo que interere la comunicación, suena débil y muy
penetrante, como un sonido de elevada frecuencia…
―Lo que trataba de decirles… ese objeto brillante como una estrella
parece una nave del espacio…
Y en el interior de la brillante y pequeña nave.
―¡Cantor… eso parece un mundo habitado por seres inteligentes!
―¡Trate de establecer comunicación con ellos!
―Va a ser difícil, Cantor. Estoy tratando de lograrla con emisiones
direccionales, pero hay algo que no comprendo. Las ondas se refractan
como si chocaran con un muro invisible… una especie de barrera de
sonidos graves que me recuerdan los pensamientos helados de la corriente
Anouilt…
Glia y otros cuentos escogidos
162
―Acá escuchamos el fenómeno también… suena como un ejército de
tambores con cuero de Pejos.
Kirot contó el tiempo en angustias y vio cómo su nave pasó a solo mil
kilómetros de la rústica y oscura supercie de la otra, navegando por un
espacio que parecía una plataforma interminable brillada con aceite de
karma. Los tripulantes de la Irkurx vieron, por su parte, cómo una estela
de luz blanca quedaba tras el pequeñísimo objeto de brillo nacarado que
se perdía denitivamente en el espacio.
IV
Cada parluck que pasaba le parecía a Kirot un pedazo de esperanza que
se le perdía. Cantor ya no le contestaba, quizás por la distancia, o por
algún desperfecto causado por la maniobra de desviación del rumbo.
Y todos los esfuerzos que hacía para retornar a la trayectoria original le
resultaban fallidos. Había llegado a la conclusión que su pequeña nave
estaba condenada a vagar sin rumbo por las inmensidades cósmicas, si
no ocurría antes algo inesperado. La innitamente grande esfera azul
ahora le señalaba su curvatura por el lado izquierdo, por la ventanilla de
cristal cromado. La antena de bronil que rompía la negrura del cosmos
le indicaba un rumbo diferente. Estaba condenado a pasar de largo, a no
poder llegar al planeta azul, y sus hermanos de Cantor a tener que repetir
la experiencia de la búsqueda con otra cosmonave y quizás para ese
entonces resultara demasiado tarde porque las explosiones de gas letal de
la estrella negra no les daban mayor margen de espera.
―¡Cantor… Cantor! me acerco al gigante azul, pero no estoy seguro de
poder posarme en él… mis coordenadas son las siguientes…
Antonio Mora Vélez
163
Kirot repetía cada dos o tres zircos el mismo mensaje, con la única
variación de las coordenadas, pero el silencio era todo lo que recibía como
respuesta. Su receptor se llenó de sonidos que a veces parecían trinos y en
otras, guijarros de cristal que caían y se rompían.
El tiempo se fue de modo imperceptible y la distancia que lo separaba de
lo que para él era una enorme estrella azul, se acercó hasta el máximo de
solo ver por su ventana nubes grises y blancas en sucesión coreográca,
como si el negro del espacio se hubiera perdido totalmente. Fue entonces
cuando empezó a sentir la enorme fuerza de atracción de la estrella y a
notar con innita alegría que su nave iniciaba una parábola de descenso
que no obedecía a sus controles sino a la misma fuerza del gigante azul
que la conducía. Al cortar tangencialmente la atmósfera sintió que su
cuerpo ardía. Fue una experiencia aterradora, pero pasajera. Luego de
perforar las nubes protectoras vería con nitidez un mundo de colores
hermosos que era como Cantor aumentado en kil persecs. Mares azules
de supercies encrespadas, montes decorados de blanco que parecían
parasoles del mundo, bosques de pinos y abedules que casi llegaba al
cielo, llanuras sembradas de vida, y todo eso le hizo pensar en Cantor y
tener la sensación de que había regresado a su planeta, pero convertido en
un ser innitamente pequeño.
Poco a poco la visión del planeta se le fue haciendo más clara. Pudo
entonces comprobar que era en verdad oscuro al observar las miríadas
de lucecitas que daban brillo y resplandor a las noches de la parte negra,
y de comprobar también que la luminosidad de las nubes y los mares no
era propia sino reejada, que la verdadera estrella era la amarilla y que el
astro que visitaba no era un sol sino un planeta.
Glia y otros cuentos escogidos
164
Poco después de posarse sobre él, abrió la escotilla y vio que otaba sobre
las aguas de un mar en calma y que navegaba hacia una isla impulsado
por una corriente de poca fuerza. Al arribar a esta salió con todos sus
equipos con la decisión de explorar esa parte del planeta, pero sintió
que sus movimientos le costaban un gran trabajo y como si una masa
gelatinosa le impidiera mover sus brazos; dos pequeños obstáculos que
superó con uno de sus acondicionadores de ambiente. Poco después, en
la playa, decidió comprobar la composición de la atmósfera; se quitó la
visera de su casco y poco a poco, con cierto y natural temor, fue aspirando
una pequeña porción de aire que la pareció interminable.
―¡Cielos... es aire de Cantor, pero condensado! ―exclamó.
En medio de la vegetación se dedicó a mirar los cocoteros, los peces
saltarines, los cangrejos y las aves, la orilla blanca y a los lejos su nave
sobre las aguas, la cuesta sembrada que terminaba adornada con una
corona de hielo, los chorros que salían del interior de la Tierra unos kitros
más adelante, hasta que se cansó de caminar y de mirar, se recostó al pie
de un árbol frondoso y se quedó dormido.
V
Las antenas de Kirot, ágiles y desesperadas, buscaban la fuente del
ensordecedor ruido. Eran dos lamentos como bulbos con luz de sol en las
esferillas terminales que le permitieron ver cómo las palmeras se venían
al suelo y el mar se encrespaba peligrosamente. Sintió que el terreno que
pisaba se estremecía y que el cielo se llenaba de hongos rojos, en medio
del desconcierto de esa naturaleza que momentos antes creyera el reino
de la placidez. Sintió entonces todo el pavor posible de sentir, pero pensó
en Cantor y recordó que tenía un rocket de gravitación y un pequeño
generador de campo que le permitirían escapar de ese inerno.
Antonio Mora Vélez
165
El sol comenzó a ponerse en la orilla mediata del mar. Ahora todo volvía
a ser como antes: quieto, con un silencio solo enturbiado por la música
de viento y el canto de los platirrinos. Imaginó que todo había sido una
pesadilla y se animó a completar su misión. Anduvo con su discóbolo por
ríos, montañas, islas y mares, orientándose en la búsqueda de las ciudades,
con poca facilidad de movimiento. Hasta que divisó un perl diferente
a los demás. Eran cúpulas inmensas situadas al lado de monumentales
cilindros de hormigón y vidrio que parecía piezas de un juego de
habilidad manual ente gigantes. Largas avenidas divididas por árboles
coposos y un sin número de seres sin antenas completaban el paisaje.
Supuso entonces que había llegado al lugar donde residían los habitantes
y muy cautelosamente, para no ser visto, se fue acercando al edico
más alto. Observó que en su interior muchos hombres discutían, bajó su
discóbolo en la terraza y seguidamente, en medio de la total indiferencia
del portero, entró a la sala de sesiones. Sus antenas percibieron como si
mil tambores sonaran al tiempo a su alrededor y emitieron un rayo de
luz que encegueció a los asistentes por varios minutos. Sintió entonces la
mirada de todos y pensó que había llegado el momento de hablar.
―Nosotros venimos de un pueblo pacíco que se está asxiando con los
gases que salen de nuestra estrella negra…
Les dijo también que había visto en el planeta de ellos islas deshabitadas
con una vegetación maravillosa y les pidió que le permitieran a los
cantorianos mudarse a una de ellas, que allí todos cabían…pero los
delegados no entendieron el extraño idioma y tuvieron que taparse los
oídos para evitar la intensidad de la onda sonora de altísima frecuencia
en la que se comunicaban los hijos de Cantor.
Glia y otros cuentos escogidos
166
Kirot no había terminado de hablar cuando dos gigantes se le echaron
encima con una tela ancha de color muerte para envolverlo y casi asxiarlo,
pero él insistía que su pueblo lo enviaba en son de paz, que su civilización
estaba en peligro de extinguirse, que lo que querían era un pedacito de
tierra de esa que utilizan para destruirla con explosiones abrasantes que
él no comprendía. Poco tiempo después estaba Kirot en una celda de
paredes oscuras, tratando de descifrar el lenguaje de los hombres que le
llevaban con pinzas los alimentos que terminaron por gustarle.
Al mes de estar Kirot en cautiverio y habiendo conocido más de uno de
los secretos de los hombres blancos, y habiéndose cansado de explicarles
las razones de su viaje, decidió fugarse. Había llegado a la conclusión de
que era preferible morir asxiado en Cantor que morir incomprendido en
un planeta de gigantes estúpidos que, incluso, le ocultaban al resto de la
población, su llegada. Y hasta lo hubiera logrado de no haber sido por lo
que ocurrió en esos días de la planeada fuga.
Una voz que ya le era familiar, la de la radio, dijo:
―Atención, noticia de última hora, la Dirección del Espacio Exterior ha
comunicado que la nave Irkurx ha chocado con un objeto no identicado,
al parecer un asteroide, en forma por demás inexplicable, y en las cercanías
de la estrella negra...
Kirot comprendió que la nave esperanza que lo aguardaba arriba
desaparecía con ese impacto y sintió que todos sus sueños se desvanecían.
Pensó entonces en Cantor, en la cara de asxia de sus hermanos, en la
primera bocanada de aire denso que aspirara en el planeta de sus
captores, en los cocoteros y demás árboles que hacían la danza macabra
de los hongos rojos, en el estridente ruido que escuchara en la asamblea
de ese mundo, en las moles grises que surcaban el espacio a su llegada, y
Antonio Mora Vélez
167
deseó sinceramente con todas sus fuerzas haber amarizado en otra parte.
Cuando la radio terminó de explicar los detalles de la tragedia, guardó
sus pequeñas antenas como el avión sus ruedas, y se quedó eternamente
dormido con la palabra Cantor cristalizada en sus labios.
1972
Lina es el nombre del
azar
L
a leyenda de Lina Farah, queridos discípulos, se remonta a los años
nales de la primera centuria del tercer milenio, justamente por los
tiempos en que las llamadas grandes potencias de entonces rmaban el
acuerdo de destrucción total de las armas biológicas y la epidemia del
Némesis cobraba más de doscientos millones de vidas en todo el orbe.
Lina trabajaba como reportera en un diario vespertino de Bogotá y en las
horas de la noche cursaba estudios de física en la Universidad Nacional.
Era joven y hermosa. Una estudiante alegre y amiga de las cosas nuevas.
Nada hacía pensar que se convertiría, poco después, en una celebridad
por sus poderes paranormales. Como es dable suponer, hubo una
primera manifestación de tales poderes de la que casi nadie se percató
en su momento, salvo Lina, como es apenas natural. Ocurrió cuando ella
cubría la información de la expedición Sayonara comandada por el piloto
cosmonauta Yoshiro Takeba. Minutos antes de que sucediera el terrible
accidente, Lina dejó escapar un grito desgarrador que los presentes
pensaron era causado por el aspecto terroríco del robot que prestaba el
servicio de refrigerio en el cosmódromo de Wakkanai. Todos sonrieron y
algunos rieron sin tapujos. Lina no. Ella quedó como paralizada, con la
mirada ja en el cielo nipón. Y no tuvo que esperar mucho en esa actitud.
A los pocos minutos la nave de Takeba se declaraba en emergencia y casi
Glia y otros cuentos escogidos
170
enseguida se convertía en una larga estela de fuego que se consumía
en las aguas del mar de Ojotsk, ante la mirada atónita de millones de
televidentes y el desespero de los cientícos y técnicos de la Dirección
Espacial del Sol Naciente.
Esa fue la primera señal conocida de lo que sería, con el correr del tiempo,
el inusitado poder de Lina. Por esa época la telepatía había alcanzado
grandes progresos y los neurosiólogos continuaban trabajando con la
hipótesis de la propagación de las ondas síquicas a través del espacio,
movidos por la necesidad de encontrar medios de comunicación para el
rescate de personas atrapadas o incomunicadas por derrumbes causados
por movimientos telúricos.
Lina culminó sus estudios de física y se casó con un joven investigador del
subconsciente, a quien conoció durante las sesiones de sicoanálisis que su
médico le había recomendado para que se acostumbrara a sus espontáneas
revelaciones del pasado que tanto le perturbaban. Fijó su residencia en
Montería, en cuya universidad logró vincularse como profesora. Durante
algunos meses llevó una vida normal, sin los sobresaltos de esos trances
que le hacían devolver en su conciencia las manecillas de la historia.
Un día de campo de diciembre en las hermosas praderas del Alto
Sinú, Lina volvió a experimentar sus facultades de clarividente. Estaba
recostada en un frondoso camajón en compañía de su hija cuando vio, del
mismo modo que a Takeba en llamas, la imagen de una princesa zenú que
corría tras un aborigen esbelto. Y vio también que la princesa se acostaba
después en un espacio abierto sobre una inmensa piedra con forma de
huevo y le hablaba a su acompañante de las titilantes luces del alba,
allende el océano, que a su padre, el viejo cacique de la tribu, le habían
parecido señales de mal agüero. Lina abrió los ojos y miró a su hija. La
Antonio Mora Vélez
171
tomó entre sus brazos y llamó a su esposo, quien se encontraba cerca. Este
le dijo, luego de escucharle el relato:
―Es un sueño. Una simple oración de historias mezcladas... ¡Sosiégate!
Pero Lina sabía que no era así. La escena había ocurrido en ese mismo
lugar, siglos atrás, y ella la había visto en todos sus detalles: el color de la
tierra, el vestido de oro de la princesa, la comba del río a esa altura de su
recorrido y, sobre todo, el camajón frondoso de ese momento, que ya lo
era en la época de la visión.
Después de ese trance, Lina viajó más a menudo por los caminos perdidos
de la historia y cambió el modo de parecer a su marido. A instancia de los
investigadores de la protohistoria viajó con su mente prodigiosa por el
pasado remoto y descubrió que el templo de la ciudad de Dweenah, en las
estribaciones meridionales del Himalaya, era una cosmonave petricada
y que los Dzopas, sus pequeños y casi translúcidos moradores, eran en
verdad descendientes del cielo. Descubrió que las pirámides de Egipto
fueron enclaves de una expedición extragaláctica que visitó la Tierra por
los comienzos del neolítico y que los dogones del Africa no mintieron
cuando dijeron a los antropólogos que ellos venían de Sirio y que esta era
una estrella doble con dos planetas habitados.
Hubo dudas respecto de la seriedad de las visiones de Lina. No faltaron
quienes dijeran que se trataba de un montaje encaminado a reforzar las
tesis de los partidarios de la historia fantástica. Por esto, los más destacados
parapsicólogos de Ucrania se interesaron por ella. Sobra que les cuente que
la invitaron al célebre centro de investigaciones paranormales de Kiev y
que allí la sometieron a un delicado proceso de escarbamiento mental que
tenía el objetivo de denir la fuente de sus asombrosos poderes síquicos.
Glia y otros cuentos escogidos
172
Una mañana gélida de invierno, Lina fue sometida a la prueba denitiva
con el S-Gadyvatel-10, máquina compleja de interpretación de los sueños
que sumergía a los pacientes en las insondables aguas del pasado, pero de
un modo inducido, al margen de sus facultades. Se trataba de probar que
las capacidades mentales de Lina tenían raíces orgánicas y que no había
nada de sobrenatural en ellas. Lina parecía dormir y todos los cientícos
del Centro se mantenían en estado de alerta, pendientes de la pantalla del
S-Gadyvatel en la que aparecerían las escenas del sueño.
El momento anhelado llegó pronto. La pantalla se iluminó y aparecieron
en ella un extraño ser peludo que llegaba a la cima de una montaña con
un ciervo a cuesta y una mujer prehistórica acompañada de dos críos
que corrían a recibirlo. Los pequeños danzan alegremente alrededor
del animal muerto dejado por el cazador encima de una roca. La mujer
exclama unos fonemas incomprensibles, al parecer en alabanza al hombre
por la proeza realizada. El ser peludo mira hacia el cielo y exclama: ¡Atlán!
―las demás frases son intraducibles―. La mujer lo imita y de ese modo se
confunden en el rito de la gratitud. Momentos después se concentran en
el animal, lo descuartizan, lo asan y sacian el hambre.
El S-Gadyvatel hizo una pausa mientras las imágenes se perdían en un
centenar de rayas horizontales. Todos creyeron que allí terminaba la
sesión, pero no fue así.
―Los seres de la montaña atraviesan la pradera de los cactus y llegan
al río que baña sus barbechos. En la pantalla aparece, por vez primera,
el arado y el amarillo del maíz sembrado, pero ya no son cuatro sino
centenares, y no le rezan a Atlán sino a Quealcoátl ―dice la voz que
explica las imágenes.
Antonio Mora Vélez
173
Los investigadores de Kiev no se asombraron. Tampoco quedaron con-
vencidos del todo porque nada de lo mostrado por el aparato era nuevo.
Para una mujer culta era relativamente fácil soñar con esos datos del pa-
sado y agregarle la fantasía implícita en todo ejercicio onírico.
Después de ese experimento, Lina regresó a Sudamérica y se incorporó
como docente en la Universidad de Córdoba. Aún sin develar el misterio,
Lina encontraba, y cada vez con mayor frecuencia, la explicación de
muchos secretos de la antigüedad. Por su memoria prodigiosa deslaron
los dioses de la mitología sumeria tal y como fueron presentados por
Beroso; las ruinas de Bimini sobre la supercie costera de la Atlántida;
el observatorio astronómico de Stonehenge; las esculturas de Pascua
dedicadas a perpetuar la presencia de los expedicionarios de Tau Ceti;
el tridente dejado accidentalmente por el comandante de la citada
expedición en la bahía de Paracas; los mapas Aero fotográcos de Piri
Reiss que mostraban la Antártida sin hielos, y muchas otras huellas de esa
edad presuntamente primitiva no sucientemente investigada y todavía
envuelta en las brumas de la especulación.
Una tarde de campo en las cuevas de Palmira, cerca de Tierralta, Lina quiso
contemplar los pictogramas encontrados en ellas por los arqueólogos de la
universidad. Durante mucho tiempo se creyó que estas cuevas ocupadas
por murciélagos tenían como único atractivo las estalactitas de su bóveda
oscura. Por eso Lina se interesó en las paredes de las citadas cuevas...
―¡Lo tengo! ―dijo después de contemplar un centenar de dibujos curio-
samente parecidos a los de los indios Hopi del occidente norteamericano.
Su marido, quien estaba a su lado, pensó que se trataba del desciframiento
de los pictogramas y pensó en Lina informando a la comunidad cientíca
que los mayas habían llegado hasta Momil en el Sinú y que desde allí
Glia y otros cuentos escogidos
174
se habían dispersado por toda la geografía suramericana, pero no. No
era eso lo que quería decir Lina, quien por esta vez no entró en trance
alguno. Su certeza provenía, al parecer, de un simple golpe de lucidez, de
una de esas raras percepciones repentinas que muestran en un instante
todo un resultado buscado por años, como si hubiera estado allí en el
cerebro, pero separado por piezas. Lina le dijo a su marido, todavía con el
jadeo de la excitación, que su caso tenía una interpretación que rebasaba
los horizontes de las ciencias contemporáneas, y que había llegado a ella
después de analizar las extrañas guras, una de las cuales semejaba la
estructura de un fósil molecular. Sostuvo entonces que, en su cerebro, por
la acción de algún neurotransmisor arcaico, se producía la sintonización
del pasado. Dijo también que sus adenones nerviosos podían haber
repetido al azar toda la arquitectura molecular del sistema cortical de
algún cientíco del siglo XX, lo cual originaba el efecto de captación de
los episodios remotos, a la manera de un receptor de frecuencia orgánica.
Como les dije al inicio de la clase, Lina Farah vivió a nales del primer
siglo del tercer milenio y es hoy una hermosa leyenda conservada por
nuestros archivadores Omega. Todavía no se descubre la forma de repetir,
aminoácido por aminoácido, el edicio natural del ser vivo; ni tampoco la
utilización de las moléculas fósiles en el estímulo de la memoria histórica
de la especie, pero las leyendas estimulan no solo las fantasías sino las
ciencias. ¿Quién puede decir que en el futuro no podamos descubrir los
verdaderos orígenes de la razón en la Tierra con métodos semejantes?
1987
Helados cibernéticos
D
esde que inventaron los androides de uso doméstico, la humanidad
no esperaba con tanta ansiedad un nuevo producto. En todos los
hogares ya era una necesidad que no esperaba aplazamiento, entre otras
razones, porque los niños los pedían a gritos.
Con ellos ―decían― podremos sintetizar juguetes y golosinas, y les
ahorraremos a nuestros padres el costo de los mismos.
Una vez fueron expuestos en las tiendas, la dirección central de suministros
dispuso que en cada distrito se vendiera uno y que fuera administrado
socialmente ya que la demanda superaba la oferta y la industria no estaba
aún en condiciones de saturar el mercado.
En el distrito 19 de Ciudad Caribe residían los Behar-López. A instancias de
su hijo Pedrito decidieron tomar la iniciativa de adquirir el sicosintetizador
de alimentos y objetos ligeros. El niño pensaba en helados y pudines. Ana,
su madre, en los riquísimos platos que prepararía a su esposo, y Rafael,
en las raquetas de tenis y en las cañas de pescar que tenía que reponer con
frecuencia.
Tal y como estaba estipulado, el sicosintetizador fue instalado en un
quiosco equidistante de casi todos los bloques habitacionales del distrito.
Era una espaciosa construcción de cristal cromado con techo cónico y
puertas de acerilio que solo abrían con una clave de pensamiento.
Un día de verano, Pedrito quiso comerse un helado gigante de fresas
con caramelo. Fue al lugar y se encontró con un policía que acababa de
Glia y otros cuentos escogidos
176
sintetizar un bolillo neutrónico para reemplazar su viejo bolillo térmico.
El policía le preguntó qué deseaba sintetizar y el niño le contestó que un
súper helado que le alcanzara mientras veían el lme Glia en el cinema
de la nostalgia.
En casa de los Behar-López miraban por la red local todo lo que hacía
Pedrito en el quiosco de cristal. Vieron cuando el niño bajó la palanca
después de haberse colocado el casco con los censores en la cabeza y
escucharon el ruido como de ondas en fuga y el brillo violeta de la vitrina
que mostraba el interior de la casilla en la que debería aparecer el objeto
deseado.
Al notar Rafael y Ana Lucía que su hijo se bajaba de la butaca y no abría
la ventanilla ni sacaba el helado, se inquietaron. ¿Qué había pasado? ¿No
pudo Pedrito sintetizar su helado? ¿Se arrepintió? ¿Se dañó el integrador
psíquico? Tantas preguntas hicieron que ambos se fueran en busca de su
hijo usando el andén rodante para mayor rapidez. Lo encontraron cuando
venía de regreso, caminando sobre el césped vibrátil que separa la calzada
del corredor para peatones.
―¡Pedrito! —le gritó Rafael―. ¿Qué pasó con tu helado?
―¿Mi helado? ―contestó sorprendido, mientras saltaba el murito
protector de la zona verde.
―¿Sí, tu helado! ―le rearmó Rafael.
Pedrito sonrió, con esa sonrisa pícara de los niños cuando han sido
sorprendidos en una travesura. Se sentó en una de las bancas del camellón
donde termina el rodante radial de la zona en que residían, y dijo a sus
padres.
―El helado me lo comí...
Antonio Mora Vélez
177
―¡No mientas! ―le recriminó airada su madre―. Todos te vimos desde
nuestro piso.
―¿Ah, se reeren ustedes a que no abrí la ventanilla para sacar el helado?
―A eso precisamente ―dijo Ana Lucía.
―Es que no había necesidad ―respondió―. El helado me lo comí
directamente, antes de que la máquina lo sintetizara.
Rafael y Ana soltaron la carcajada. Imaginaron que su hijo no pudo activar
bien el sicosintetizador y se excusaba de ese modo, diciendo que se había
comido el helado más sabroso que jamás tuviera, pero por puro orgullo.
Y se marcharon a casa para terminar de disfrutar la jornada de descanso,
mirando en el tridivisor un partido de polo sobre hielo.
Pedrito insistió durante toda la semana laboral que se había comido el
helado, que no hubo tal daño o mal manejo del sicosintetizador. Por ello
su madre decidió acompañarlo el siguiente domingo al centro de cristal
para cerciorarse de la veracidad de su armación.
Como en la vez anterior, el niño se sentó en la butaca de mando, se puso
los sensores en la cabeza y accionó el mecanismo del transmisor. Ana
Lucía lo observaba atenta.
Una vez la luz violeta de la casilla se desvaneció, ella misma abrió la
ventanilla para recoger el helado que había pensado su hijo. Su asombro
no pudo ser mayor.
―¿Pedrito! ―exclamó―. ¿Qué pasó con tu helado?
Pedrito se quedó mirando a su madre con algo de desilusión.
―Te lo dije, mami. Estoy harto, apenas hace una hora me comí en casa un
helado de tres pisos de chocolate y maní. Por eso no me pude comer todo
Glia y otros cuentos escogidos
178
este helado y he dejado esa parte que ves allí en el plato del sinte. ¿No me
crees?
1979
Zywia o el cuarto nivel
Capítulo primero
Z
ywia viajaba por el espacio cósmico en dirección al sistema doble de
Guenopillán, como si fuera una nave monumental de roca, metal y
agua con cien mil millones de seres pensantes encima.
Años atrás, cuando Garonia —el planeta más grande del sistema—
iniciaba sus primeras erupciones de hidrógeno quemado y su estrella
empezaba a variar de temperatura, los astrofísicos y cosmólogos de Zywia
habían decidido aprovechar el momento de ruptura gravitacional con el
sol para hacerlo salir de su órbita y lanzarlo hacia el sistema planetario
más cercano.
No obstante la creciente fuerza de atracción de Garonia, la extraña fuerza
del campo exterior obligaba a Zywia a tomar la ruta del frío y negro
espacio interestelar. Ni siquiera Chandra tomó la ruta que le demandaba
Garonia; por causas aún no explicadas, el hermoso satélite natural de ayer
tomó la ruta del viejo sol y se sumergió en sus aguas doradas, llevándose
consigo los innumerables encantos de su parte oscura.
Cada millón de kilómetros que nos alejábamos del viejo sistema solar, las
antenas de los sensores captaban menos cantidad de fotones y gravitones,
y las plantas nucleares se resentían y se negaban a producir la energía que
necesitaba el planeta viajero. Por tal motivo los sabios de Zywia discutían
Glia y otros cuentos escogidos
180
en la sala de sesiones de la Academia de Ciencias la mejor solución. Ray
Arión, de Ciudad Luko, exponía su muy original plan.
―Yo considero ―decía― que la mejor alternativa es la construcción de
un reactor xarvisty en órbita. Es mucho más fácil y menos peligroso que
el sol articial que proponen los físicos de Citérea.
Estos imaginaban perfectamente posible la concentración de partículas de
gas y polvo del espacio circundante hasta formar una nebulosa y luego,
mediante el cosmotrón, acelerar la fusión del hidrógeno. La asamblea
de sabios discutió las dos propuestas y se decidió por la de Arión, entre
otras razones, porque el sol articial de los citereanos implicaba un alto
en el camino, un estacionamiento en esa parcela del espacio, que no era
justamente lo que el alto mando de la expedición y la población querían.
También por las prevenciones de los ecólogos, para quienes el proyecto
Nebulosa traería innumerables daños a la salud de los zywianos si la
temperatura del nuevo sol resultase superior a la prevista.
Cuando el reactor orbital de Arión inició operaciones y la luz rojiblanca
que generaba barrió mares y continentes a la manera de un reector
gigantesco en movimiento, los más viejos recordarían los tiempos
aquellos de los soles dorando sus cuerpos en las playas y en los que la
noche había desaparecido del planeta porque cuando no era Garonia era
la vieja estrella la que alumbraba. El día de la inauguración, Ray Arión
recordó las agrias discusiones en la Academia de Ciencias luego de que
muchos cientícos llegaran a la conclusión de que Zywia perecería por
el calor del viejo sol que se expandía y porque la incipiente fuerza de
Garonia sería insuciente para hacerlo escapar de ese molocht de fuego
que se veía venir en el cenit de todos los lugares. Recordó que su tesis del
trasteo, como la llamaba, les pareció irrealizable a los demás cientícos,
Antonio Mora Vélez
181
una fantasía pueril incompatible con las ciencias. Y en verdad, la fórmula
del despegue no era fácil de entender. Muchos siglos antes un escolar
del Russ (Centro de alta tecnología) la había propuesto, pero entonces
no pasó de ser una demostración de ingenio con una alta dosis de
imaginación y nada más. Con el correr del tiempo se sabría que no era
solamente ingenio e imaginación, sino que era perfectamente realizable
en las nuevas condiciones de gravitación del planeta. Así lo comprendió
Ray Arión y terminaron por aceptarlo sus colegas de la Academia de
Ciencias. A grandes rasgos, se trataba de un mecanismo de impulsión
que aprovechaba la energía volcánica del planeta y el paso de este por
el punto de liberación entre Garonia y el viejo Sol. Era la única forma
de abandonar la ya inestable órbita estelar y evitar la muerte segura del
fuego o el destino incierto en torno a Garonia, planeta ardiente, pero que
no se desplegaba plenamente como estrella.
Ahora, por obra y mandato de la inteligencia, nuestro planeta era el astro
rey de un nuevo y singular sistema surgido en un recodo del camino que
separa a Garonia de Guenopillán.
II
Los veinticinco conglomerados en que estaba dividido Zywia aguardaban
el éxito del reactor de Arión. En cada distrito los habitantes se agruparon
por sectores para libar copas de buen vino y danzar alegremente al compás
de los nuevos ritmos. La televisión comunitaria había llevado a todos los
rincones las palabras entusiastas y optimistas del presidente del Consejo
Mundial. Este había dicho que no había por qué temerle al futuro, que
Zywia podía estar seguro de arribar con buen viento y buena mar al sistema
doble de Guenopillán.
Glia y otros cuentos escogidos
182
No había prisa. El riego lumínico de la vegetación concentrada en las
regiones de los grandes ríos y lagos, ahora podía hacerse con mayor
eciencia. Las unidades residenciales podían esperar un acopio mayor
de granos, frutas y hortalizas, así como también un mejoramiento de las
razas de carne y leche que pastaban en las pampas sur continentales y en
las interminables llanuras de Citérea.
Los tiempos de la angustia habían sido superados por la organización
social. El hombre había dejado de ser lobo para el hombre y sabía que el
futuro le pertenecía, que la Administración le garantizaba la satisfacción
plena de sus necesidades materiales y espirituales y el disfrute del
tiempo libre a que tenía derecho. La guerra, ese nefasto lastre de la vieja
política, había desaparecido de la faz del planeta. Las antiguas naciones
conservaban su rostro étnico y sus viejas denominaciones, pero solo por
razones culturales. Todo el poder nacional de antaño pertenecía a los
Consejos de los Conglomerados, conglomerados que se hallaban, a su vez,
organizados en distritos, provincias, comarcas y unidades residenciales.
Ciudad Luko era uno de los distritos más famosos no solo por su
hermosura, por su privilegiada situación geográca y su gran potencial
agrícola, sino porque en su centro de investigaciones trabajaba Ray Arión.
El distrito estaba formado por las provincias de Xin, Els, Panzenú y Ertha.
El día señalado para la operación despegue o de trasteo, todo el mundo
se quedó en sus casas, más exactamente en los refugios construidos en los
sótanos, para eludir una posible onda térmica residual. En San Jerónimo
de Leuka, ciudad acogedora de la provincia Panzenú, esperaron el instante
del despegue junto con Ray Arión, sus amigos Irvin Berrocal, lósofo
amigo de las excentricidades; el poeta Ronto y la actriz Dzoara, hermosa
mujer con cuerpo de ánfora. Mientras ellos y los demás amigos reunidos
en todos los refugios del mundo esperaban y se divertían para paliar la
Antonio Mora Vélez
183
tensión, los perforadores de broca nuclear canalizaban el fuego interno
del planeta por el cráter del volcán Fatu Cron del océano meridional.
La detonación controlada apenas tiñó de rojo esa parte de la atmósfera
situada encima del cráter, movió discretamente a Zywia hacia arriba de
la eclíptica, determinó la parábola de la fuga en dirección hacia Markán y
empezó a dejar una estela gigantesca que convirtió a Zywia en un cometa
durante gran parte de su recorrido inicial.
Cuando las estaciones de radio y TV diseminaron la noticia por todos los
distritos, Irvin dijo:
―¡Y no hemos sentido un carajo! ¡Es como si continuáramos otando en
el mismo cielo!
Los contertulios de Ray y de su esposa soltaron la carcajada. Ray dijo,
entonces:
―Es una consecuencia de la relatividad del movimiento ―y trató de
explicar los fundamentos cientícos del fenómeno descrito pícaramente
por Irvin, pero este, con la complicidad del poeta Ronto, lo detuvo y le
pidió que destapara más bien otra botella de vino lukinense de frutas y
pusiera otro videoform de música panzenú para iniciar el baile.
―¡Sí, sí, claro! ―agregó Dzoara, quien se bailaba solita moviendo su es-
cultural cuerpo de vampiresa del cine y siguiendo los compases imagina-
rios de un ritmo a todas luces excitante.
―¡Viva la poesía! ¡Viva el amor! ―gritaba casi ebrio el poeta Ronto.
Ray no protestó puesto que conocía de sobra a sus amigos. Un consejero
judicial y un poeta ¿qué interés podrían tener en una explicación cientíca
del fenómeno por el cual habíamos pasado? Ninguna, pensó. Y puso
entonces sobre la mesa una botella de vino teucano de frutas y acto
Glia y otros cuentos escogidos
184
seguido introdujo la pastilla de music-form en el oricio musical de la
pared inteligente y tomó de la mano a Dzoara para bailar.
En la ciudad académica de Abadira, entretanto, pasaban registro a las
últimas informaciones transmitidas por la sonda exploradora. Esta,
orientada hacia la misma trayectoria prevista para Zywia, informaba todo
lo relacionado con densidad, campos magnéticos, radiación y grado de
complejidad de la materia. La raza zywiana se encontraba a la sazón a más
de cinco mil millones de kilómetros de Garonia, casi bordeando la órbita
de Triguel, el último de los planetas del sistema. Entretanto, en Ciudad
Luko los cientícos del conglomerado estudiaban los efectos producidos
por el sistema de luz del reactor sobre las plantas y animales de la región.
Zywia llevaba el curso normal de un planeta habitado por seres
racionales que luchan por arrancarle a la naturaleza los recursos para la
vida. Los técnicos continuaban trabajando para crear la riqueza material
que la sociedad necesitaba. Los cientícos aceleraban el ritmo de las
investigaciones de punta. Los niños y los jóvenes estudiaban con ahínco,
jas las miradas en el futuro de Zywia orbitando la estrella hacia la cual
se dirigían. Hombres y mujeres tributando al amor la ofrenda deliciosa
del rito ideado para la conservación de la especie. Todos los días surgían
nuevas usinas y nuevos distritos con todos sus servicios. La humanidad
marchaba sin detenerse hacia un tipo de sociedad armónica con una
unidad de principios y aspiraciones que lindaban con la perfección
nirvánica de la cual hablaron los expedicionarios de Dzhin a su paso por
Zywia, luego de recorrer el espacio de la estrella amarilla de segunda
Antonio Mora Vélez
185
generación en la que encontraron una raza de seres inteligentes con la
misma estructura anatómica zywiana.
III
Seguramente que nosotros no vamos a presenciar el feliz momento de
llegada al nuevo Sol; son cuatro años luz que nos separan de ese aconte-
cimiento. Cuando la Academia eligió la operación despegue todos sabía-
mos que con ello no salvábamos el escollo del tiempo, pero ¿es que acaso
la humanidad tenía prisa en llegar? Pues no. No había prisa. Además, el
tiempo transcurría del mismo modo para todos y serían las nuevas ge-
neraciones las encargadas de resolver los problemas del orbitamiento al-
rededor de Guenopillán, dijo Ray Arión a sus contertulios en su casa de
campo situada en las afueras de San Jerónimo de Leuka. Jugaban una
partida de sicopuntas y charlaban animadamente acerca de las posibilida-
des de la gran aventura cósmica de Zywia, que ya iba por su tercer lustro.
―¿Y si todo eso que arman los escritores de ciencia cción es verdad
y nos topamos con un agujero negro capaz de hacernos llegar en menor
tiempo? ―preguntó Dzoara.
―Es bien difícil que eso ocurra ya que el agujero negro conocido más
cerca está bastante lejos de esta zona del universo ―le respondió Arión.
―O lo que es igual ―terció Irvin―, que nuestro viaje se desarrollará
normalmente, con la misma velocidad de salida...
―Así es ―respondió Ray. Consumió entonces su turno en el juego.
―Pero la vida es a veces más rica en sorpresas que la mejor de las fantasías
y no sería raro que encontráramos algo desconocido que nos haga
cambiar de trayectoria. Todavía recuerdo la crónica que narra la historia
del cientíco que inventó el sicolme y puso en escena sobre el tablado
Glia y otros cuentos escogidos
186
de energía, sin saber cómo, a los dos astronautas que habían salido hacia
Barnard y que debían encontrarse a varios pársecs de distancia —anotó
Adonai mientras Dzoara jugaba.
―¿Estás seguro que se trata de una crónica? ¿No sería más bien un relato
de ciencia cción? ―preguntó Lunnys.
―Sí. Es posible que sea esto último ―dijo Irvin―. Soy un gran lector de
ciencia cción y conozco un relato de la ciencia cción antigua titulado
Ejercicios fílmicos que trata un tema similar al que señala Adonai, pero es
un relato, no una crónica.
Dzoara presintió la discusión y como ella y las demás mujeres estaban en
otra tónica, salió al quite diciendo:
―Bueno, bueno, no es hora de polémicas. Mejor pongamos música y
bailemos.
IV
La sala de sesiones de la Asamblea de Conglomerados estaba abarrotada
de delegados que escuchaban el informe del presidente del Consejo
Mundial.
Este dijo:
―Hemos superado los principales escollos del viaje. Tenemos energía
suciente para poner a funcionar nuestra industria, hemos desterrado
las enfermedades virales y hemos construido una cultura oreciente que
testimonia el nivel alcanzado por nuestros pueblos. Ya es hora de elaborar
la estrategia de entrada al sistema doble de Guenopillán. Sabemos que allí
existen condiciones que hacen posible la existencia humana, pero no hemos
denido el mecanismo de frenada que evite que la fuerza de atracción de
Antonio Mora Vélez
187
la estrella nos ubique donde no nos conviene. La noticia que les traigo
es que ya estamos en condiciones de hacerlo. Nuestros astroingenieros
han elaborado una estupenda propuesta que han denominado Paracaídas
fotónico, que aprovecha las ondas de proa generadas por el viento solar de
Guenopillán y las velas plasmáticas de nuestra capa de reexión. Es una
buena propuesta, así me lo han manifestado mis consejeros, pero estimo
que pueden surgir más y que todo el planeta debe convertir en suya
esta tarea que complementa la gran jornada épica de nuestros abuelos,
cincuenta años atrás...
Capítulo Segundo
Zywia avanzaba, señora, digna en su deslizar de mole consentida, como
si su ritmo fuera el preludio del éxtasis y allá en el confín de su trayecto
la aguardaran los brazos fuertes y tiernos de un dios apuesto. Atrás había
quedado, convertido en un fulgor azul, rodeado de pequeños puntos
apiñados, el sistema de los doce planetas, que ahora eran once, pero el
movimiento señala no solo el sentido del viaje del planeta sino también el
desgaste de las cosas y seres que lo pueblan. Los hombres que iniciaron
el fabuloso despegue de la salvación ya eran guras de la historia. Otros,
con juventud y mayores conocimientos, tomaban las riendas del brioso
corcel y se enfrentaban a las nuevas situaciones, a peligros diferentes.
Zywia había cambiado de gura y de vestido gracias a la ciencia y a la
tecnología. El inmenso océano que envolvía la gran masa continental
tenía ahora el color de la turmalina. Las nubes eran de color rojizo. Los
picos nevados de las montañas tenían color frambuesa. Para cualquiera
que hubiera conocido Zywia antes del despegue, el planeta de ahora era
bien distinto. , aunque no del todo, porque aún quedaba el sentido del
optimismo y la conanza casi ilimitada en la inteligencia que tuvieron sus
Glia y otros cuentos escogidos
188
antepasados, hombres como Ray Arión, y sin los cuales no hubiera sido
posible contemplar las cercanías de Guenopillán.
Arión había sido eternizado en el museo de las grandes personalidades
de la ciencia construido en una de las siete lunas articiales de Zywia.
Ciudad Luko era un lejano mundo de recuerdos en la memoria de Antuko
Ul y en el de la hermosa cadete de nombre Ulrika que lo acompañaba.
Ambos eran descendientes remotos de aquellos hombres y mujeres que
ofrendaron sus vidas y pensamientos a la causa de la supervivencia y que
se divertían en los ratos de descanso en las playas del viejo mar Luko.
Aquel día de luz, Antuko y Ulrika conversaban animadamente acerca de
sus planes en el futuro inmediato.
¿Quién hubiera podido negar que la danza era hermosa, que el ritmo
de los percibales parecía el rumor del viento sobre las copas de los
árboles y que la armonía de los theremines era como una escultura de
notas catedralicias lanzadas al viento? Nadie. Todos contemplábamos
extasiados el experimento de unidad melódica que brindaba al mundo el
gran arreglista de temas electrónicos Javier Mora. La gran concha acústica
parecía una ostra inmensa con una perla dentro. Los escaños estaban
completamente colmados.
Ulrika y Antuko asistían al acto. A ambos les gustaba la música primitiva
modernamente arreglada. Antuko decía que lo clásico no es otra cosa que
lo popular o lo folclórico transportado al pentagrama de las notas nobles
por los grandes músicos. Ulrika defendía entusiastamente la tesis de la
unidad musical del mundo. Decía que las notas son las mismas en todas
partes y que las diferencias son apenas de ritmo.
―¿Acaso hay mucha diferencia entre una benjina y una cunsay? ―decía.
Antonio Mora Vélez
189
Sobre la platea, el maestro Dechamps agitaba su batuta y pulsaba el
tablero de intensidades y entradas. El sonido orquestal ganaba altura y
tensión, pequeñas ráfagas de cuerdas simulaban la bravura del viento.
Saliendo del fondo oscuro, el oleaje sordo del theremin le prestaba al
paisaje instrumental la contrapartida del suspenso. Era una lucha entre la
luz y las tinieblas en un inmenso cañón desértico y escondido.
―Sin duda, un arreglo hermoso ―dijo Antuko.
Seguidamente unos allerazos de los ugerhorns, que eran la expresión
sonora del amanecer, y esos memorables compases como de cielo
encapotado de los chelos, que venían de abajo, in crescendo, y no había
necesidad de ver, bastaba con escuchar para imaginar todo el cuadro de
esa mañana amenazada por los elementos. La magia del arreglo nos había
descubierto esa otra forma de la percepción, en el límite del éxtasis.
Al nal estábamos todos sembrados en nuestras butacas, apabullados por
el concierto de la orquesta que dirigía el Maestro Dechamps.
Poco después Antuko y Ulrika se marcharon hacia la burbuja del primero
a esperar la respuesta positiva de traslado que Ulrika había hecho al
consejo de administración de la estación XQZ de Lavanne.
II
Los astrónomos de Zywia habían avistado el misterioso punto que
se agrandaba cada vez más y que parecía venir en dirección suya. Las
conjeturas no se hicieron esperar: que se trataba de una mole planetaria
a la deriva, que podría ser una gran astronave de dimensiones colosales
y hasta un posible ser vivo devorador de cuerpos celestes que nos había
escogido como bocado. Desde hacía varios años el mentado punto
luminoso inquietaba a los hombres de ciencia de Ciudad Arión. Por si
Glia y otros cuentos escogidos
190
resultaba lo mejor, un encuentro con otra civilización, los astroingenieros
iniciaron la construcción de un estatorreactor con toda la información de
Zywia montada en varios tridivisores. Ya en el pasado habían recibido
pruebas de la existencia de seres racionales en otros mundos lejanos. La
sonda de Epsilom del Kar, enviada apenas veinte años atrás, había sido
descifrada y gracias a ella se pudo conocer el mensaje proveniente de la
galaxia Omega, en el que se describía la existencia de una civilización
múltiple en una de las estrellas binarias del cuarto brazo espiral. Se trataba
de un mensaje que debió haber salido un millón de años antes a juzgar
por la distancia y que era una advertencia a todos los seres pensantes del
universo. Aten las manos a los militares que lleguen a poseer el manejo de
las fuerzas del átomo, decía al nal, al tiempo que las imágenes mostraban
la acción destructora de los temibles hongos de fuego. De modo que no
era de extrañar un encuentro con otras inteligencias del cosmos. Por
ello la brigada escogida para conducir el estatorreactor, entre quienes se
encontraba Antuko Ul, no sentía mayor temor y viajaba con una buena
dosis de optimismo y seguridad. Tan solo Ulrika sentía el grueso de la
angustia por esta segunda separación, mucho más preocupante que la
laboral anterior porque su amado no estaría a unos cuantos kilómetros
por monorraíl sino a muchos miles de kilómetros arriba surcando el
cosmos predial de Zywia.
III
La nave de contacto, un crucero Lukonov de propulsión fotónica, parecía
un cortante rayo de luz en el negro espacio visible. Ulrika lo miraba
desde su pequeño observatorio familiar situado en la buhardilla de su
casa. Presentía que su novio no regresaría de la misión, que la sonda
exploradora enviaba un mensaje de muerte ya que pulsaba de un modo
Antonio Mora Vélez
191
irregular en la banda de los siete metros. En la cosmonave, entretanto,
estudiaban los puntos y rayas de la emisión y dibujaban los grácos que
resultaban del enramado de líneas formado por el mensaje radial de la
sonda.
―No tiene tripulantes ―dijo Antuko― de otro modo no usaría ese
tipo de comunicación. Más allá de la sonda, una inmensa mancha roja
borraba del pizarrón celeste las guras de Onomá y de Colosó, nuestras
galaxias vecinas. Los tripulantes del crucero Lukonov no se enteraron
inmediatamente del fenómeno, pero los radioastrónomos de Zywia sí.
―Es como si hubieran chocado con una galaxia de antimateria ―armó
Erg Mol, uno de los comandantes de la operación, en la sala de radio.
En la sala de ingeniería de la astronave:
―¡Lo tengo! ―exclamó el radiointérprete. Se encontraba inclinado sobre
la pantalla horizontal de su computador, recticando líneas y ecuaciones
que eran enviadas directamente al comando de Ciudad Arión.
―¡Una membrana roja! ―exclamó agitado Erg Mol al contemplar en la
pared de recepción la información del radiointérprete.
―¡Y del tamaño de una galaxia! ―complementó el presidente del Consejo,
visiblemente alterado.
Se dirigió a una de las escotillas de la burbuja en donde funcionaba el
comando, miró hacia el indenible horizonte y agregó:
―Aquí se acaban todas nuestras esperanzas...
La inmensa mancha roja se acercaba con la velocidad de los taquiones
beta. Zywia estaba resignada a perecer en sus fauces sombrías del
mismo modo que Onomá y Colosó. La hermosa Vía Espiral de los poetas
estaba condenada a quedar borrada del rmamento, a no ser más luz, ni
Glia y otros cuentos escogidos
192
torbellino, ni cuna del pensamiento. No obstante el desconcierto inicial, las
ilusiones que el hombre almacena en algún lugar de su cerebro le dieron
a los zywianos fuerzas para seguir pensando en el futuro pródigo que
soñaron al abandonar Garonia. Los escritores dijeron que se podía eludir
la acción devoradora de la membrana roja utilizando uno de los atajos
cósmicos descubiertos en la Vía Espiral o que en caso de no poder hacerlo,
el planeta pasaría a través de la membrana como se pensó durante algún
tiempo que se podía hacer por los agujeros negros.
IV
Cuando la membrana estuvo a las puertas de la Vía Espiral, Antuko volvía
a las cabañas de descanso de Ciudad Arión y se encontraba con Ulrika,
quien había ido a recibirlo.
―¡Antuko! ―le gritó al verlo llegar, enfundado todavía en su traje
espacial. Este la vio y corrió a su encuentro, dejando regados sobre el piso
sus objetos de mano. ¡Ulrika, mi amor!, exclamó. Luego se confundieron
en un prolongado abrazo que fue presenciado por los operarios del
helipuerto que se disponían a irse hacia sus chabolas para esperar el
nal. La mayoría de los zywianos estaban resignados a la muerte y la
aguardaban, como se decía antes, con dignidad.
―Cariño, ¿estás bien? ―le preguntó Antuko, al tiempo que le estampaba
un tierno beso en la frente.
―Feliz de tenerte cerca, , aunque solo sea por los pocos días que nos
quedan de vida ―le respondió Ulrika y estrechó más fuerte el cuerpo de
su amado.
Antonio Mora Vélez
193
La mañana no era el fondo ideal de la escena. Las baterías estelares
funcionaban a media carga y más de un rayo de luz del universo se
desviaba y tomaba el rumbo hacia la membrana roja.
Unos días después, en la playa oscura de las Síldes, Antuko y Ulrika
conversaban animadamente acerca de sus planes en el futuro inmediato.
Estaban desnudos, tendidos sobre la arena gris plomo de la playa y
contemplaban el horizonte de aguas tranquilas de color azul tinta, y
más allá ―bien lejos― la sobresaliente torre de control interestelar del
subcontinente amerindio.
―¿Te parece bien? ―preguntó él.
―No. Pero es lo único que podemos hacer...
―Así es... pero dudo mucho que el consejo de administración lo apruebe.
Hablaban del traslado de Antuko al centro Espacial Tayrona del subcon-
tinente Amerindio. Ella, Ulrika, debía quedarse en Lonjana, trabajando
en una estación de TV de cobertura continental, de la que era cronista
estrella. Tenían apenas dos años de relaciones y a ambos les parecía que
no podían vivir un día separados. En el balneario terminaban sus deci-
mosegundas vacaciones, tal vez las últimas que disfrutarían juntos a la
orilla de un mar nostálgico como ese y rodeado de cuerpos hermosos, de
paisajes inolvidables y del gran calor humano de los costeños, los natura-
les del lugar.
―En el distrito costero del norte amerindio hay una estación de TV orbe
muy buena, puedo pedir que me trasladen allí y continuar reporteando
para XQZ. ¿No te parece?
―A mí sí, pero no creo que los directivos de XQZ lo acepten.
Glia y otros cuentos escogidos
194
V
Mientras Zywia sentía los primeros efectos de la poderosa fuerza de
atracción: ligeras vibraciones en todos los cuerpos, Antuko y Ulrika
jugaban una partida de sicoajedrez. Ulrika movía con la energía de su
pensamiento la gurilla de luz tridimensional que hacía las veces de
Duque y la avanzaba dos escaños hacia adelante. Antuko se preparaba
para defender su fortaleza con las piezas disponibles; hizo el ademán de
colocar a uno de sus caballeros en posición de toque y miró sonriente a su
compañera.
Bruscamente Zywia sintió que entraba en un remolino de fuego y que
todos sus seres y enseres se empequeñecían y se aplastaban sobre la
supercie, como si una mole de piedra machacara granos sin tocarlos. Las
sonrisas de Antuko y de Ulrika devinieron en muecas con la deformación
de sus rostros y quedaron así, como detenidos en el tiempo, simbolizando
el candor de la raza zywiana hasta ese instante del encuentro con lo
desconocido. Zywia y toda la galaxia pasaban por entre los pliegues de
fuerza de la membrana roja, y el paso semejaba la aventura juvenil de los
toboganes, pero, a diferencia del temor que paraliza en esas máquinas
de diversión, la parálisis de los zywianos era una consecuencia de la
acción biofísica de los campos de fuerza que interactuaban en el interior
del poderoso sistema. Los hombres parecían estatuas de piedra pómez
y los edicios, maquetas de arcilla cuarteada en trance de derrumbarse.
La supercie del planeta, también cuarteada, parecía un valle erosionado
y muerto. En compensación, una densa masa gaseosa lo recubrió
protegiéndolo del calor y de las radiaciones.
Antonio Mora Vélez
195
El tiempo pasó tan rápido como el cruce mismo de Zywia por entre la
membrana roja; el tiempo en estrecha relación con esa alfombra roja que
parecía absorber toda la materia del mundo y determinar con su vaho la
quietud de las cosas vivas. Todo el espacio visible contraído y reseco, con
las arrugas y las cuencas efecto de la deshidratación y ese contraste del
inmovilismo de todos los seres vivientes en medio de la velocidad a que
se veían sometidas todas las cosas del planeta. Muchos años después, la
masa de la Vía Espiral, regazo de Zywia, cayó en un medio viscoso, en
un espacio diferente que no era de partículas, ni de gases, ni de plasma,
sino como un protoide en vías de fecundación. La anterior cobertura
infrarroja empezaba a desaparecer en la medida en que un baño de luz
gen saludaba la otra cara del destino de Zywia. Y toda la humanidad
se vio de pronto en medio de un brillo fulgurante diseminado, como
si no hubiera regresado al mismo espacio negro de Erídano o de Vesta
y estuviera más bien transitando en un mar de luz pródiga que no se
desviaba ni se contraía.
Las muecas de Antuko y de Ulrika se trocaron en sonrisas y luego en
sonoras carcajadas, porque con esa jugada Antuko le daba mate a su
hermosa rival. Había movido su reina hacia la entrada del castillo y dejado
su rey en posición de ataque combinado con Duque y All.
―Ganaste ―dijo Ulrika, levantándose de su butaca y dirigiéndose al
lugar en donde estaba sentado Antuko. Allí lo tomó de las manos, le dio
un beso y le indicó el camino del balcón. Antuko la siguió y en el camino
la tomó del talle. Ulrika estaba más hermosa que nunca. Vestía el usual
pantalón corto ceñido, la ligera blusa de trycón que le dejaba la cintura al
descubierto, y las botas de cuero negro que le hacían resaltar la blancura
de sus bien torneadas piernas.
Glia y otros cuentos escogidos
196
Mirando al cielo, desde el pasamano del balcón, Antuko exclamó:
―Este es un brillo excepcional. No se parece al encendido de nuestras
baterías. Algo raro ocurre.
Ulrika, como siempre, trató de desvanecerle los temores y le dijo que,
posiblemente, el Alto Mando ensayaba algún nuevo sistema de alumbrado
general, pero Antuko no le dio crédito a su versión y se quedó un rato
pensativo.
―Observa ―le señaló a Ulrika las paredes exteriores de la burbuja―. Es
como si este material hubiera envejecido cien años.
Ulrika pasó sus manos sobre las barandas y paredes del balcón y notó
que, en efecto, estas acusaban la erosión del tiempo.
―¡Pero, ¿cómo? ―exclamó―. Si hace apenas media hora nos sentamos a
jugar la partida de sicoajedrez y, entonces todo era normal.
VI
Al día siguiente, en la sala de comando de la Academia de Ciencias, Erg
Mol, Rob Tal y diez cientícos más, se reunían para estudiar el fenómeno
de la desaparición de la membrana roja, el no menos enigmático de las
erosiones que testimoniaban el envejecimiento de todo lo existente y el
fantástico rumbo que parecía seguir Zywia en un medio espacial extraño,
lleno de luz y totalmente despoblado de estrellas.
―Que no exista un sistema solar en varios millones de años luz, pase,
pero ese fulgor como de mil soles enlazados que inunda todo el espacio sí
que es inverosímil ―dijo Mol.
―Cuando sentimos las primeras vibraciones íbamos en ruta hacia
Guenopillán, y de pronto aparecemos en otro lugar del cosmos, totalmente
Antonio Mora Vélez
197
distinto, como si hubiéramos pasado a otra dimensión ―agregó Tal. Erg
Mol dio un salto de su sillón al escuchar la palabra dimensión pronunciada
por Tal.
―¡Eso es! ―exclamó—. Hemos entrado a otro universo de propiedades
simétricas; seguramente entramos en él por el vórtice de la membrana
roja y por eso no nos dimos cuenta.
Tal repasó entonces en la memoria una de sus lecturas de cción.
―Alguna vez leí en un relato de ciencia cción que el tiempo se contrae
en el punto de convergencia de las fuerzas axiales de las membranas rojas
―dijo.
―Una buena hipótesis, Tal ―dijo Erg Mol―, pero puedes probarla?
―Lo he pensado también y creo que lo tengo....
Mol y Caldwell interrogaron a Tal con las miradas.
―¡Me reero a los monos-topos!
―A propósito de los monos-topos ―dijo uno de los ingenieros―, hemos
detectado un aumento del ruido que proviene de las cavernas, como si en
lugar de sus tradicionales herramientas estuvieran manejando máquinas
y factorías.
VII
Antuko y Ulrika presenciaban las nales del torneo de Rocket en el que
los Búfalos de Tierra Adentro disputaban a los Tigres de Islandia la
supremacía en ese difícil deporte de fuerza y destreza físicas. El partido
en su tercer tiempo se encontraba empatado a tres punchs por bando.
Los Búfalos ya habían realizado tres cambios mientras que los Tigres
apenas uno. De pronto, en los precisos instantes en que un Tigre se
Glia y otros cuentos escogidos
198
metía peligrosamente en el área contraria, Antuko sintió el llamado de
emergencia en su radiotel de bolsillo. Es la central, le dijo a Ulrika y se
puso de pies enseguida y le indicó que lo siguiera.
―Se trata de una perturbación que hemos detectado en la llanura del
Pindo, a la altura de los 40 grados latitud norte y 30 grados longitud este.
Como si en el fondo de la Tierra estuvieran taladrando hacia la supercie
―le contestaron desde la Central.
―¡Los monos-topos otra vez! ―dijo Antuko.
Ulrika pensó entonces en las trapisondas anteriores de los citados seres,
seis ciclos atrás, cuando hicieron su aparición por primera vez. Eran
animales que no tenían una apariencia humana, pero pensaban con un
lenguaje de sonidos intermitentes que parecía una clave de comunicación
con puntos y rayas como en la vieja telegrafía. Tenían una especial
habilidad para cavar túneles para sus madrigueras con lo que ponían
en peligro las construcciones humanas, aún las levantadas con vitrex y
ferteno.
No se sabía a ciencia cierta cómo pudieron desarrollar una comunidad
inteligente de tercer grado en las profundidades del planeta. Algunos
avanzaron la hipótesis de que se trataba de aborígenes que involucionaron
al meterse en esas cuevas reducto poco después del gran cataclismo.
Otros armaban que se trataba de lemures que evolucionaron por la
misma razón. Lo cierto es que se habían convertido en una plaga terrible
para la sociedad humana. A diferencia de los históricos roedores de la
vieja época que solo atacaban los comestibles y raras veces al hombre, los
monos-topos destruían los cimientos de las edicaciones y ocasionaban
tragedias. Tenían, además, una repugnante gura de roedores rechonchos
y gigantescos que en nada podían compararse con la esbelta forma
Antonio Mora Vélez
199
alargada de nuestros cuerpos y la gracia como de pera de nuestras
cabezas. El hombre les tenía asco y miedo por tales motivos.
―¿Lograron algún tipo de comunicación con ellos? ―preguntó Antuko.
―En absoluto ―contestó la voz del radiotel.
Capítulo Tercero
En uno de los socavones más populosos, ubicado debajo de la ciudad
humana de Lonjana, los monos-topos celebraban una reunión con sus jefes
para discutir las tareas de conservación de la especie frente a ese ruido
ensordecedor que producía el rozamiento de la supercie del planeta con
la membrana roja y que se amplicaba en el interior como si este fuera
una caja de resonancia. Los monos-topos no recibían la radiación, pero sí
el impacto del ruido.
La asamblea era numerosa. Decenas de miles se habían dado cita para
escuchar las diferentes propuestas de los dirigentes.
―Digo que no hay otra alternativa que las orejeras de piel ―dijo uno de
los jefes, con esa voz bronca característica de los de su especie.
Una algarabía acalló al exponente. Al nal de ella, otro dijo:
―Yo opino que lo mejor es cavar hacia el fondo para disminuir la
intensidad del ruido.
―Bueno, las orejeras resultan una buena solución para los cavadores
cuando estén construídas en número suciente para todos ellos.
―¡Eso es! ―gritó un mono-topo de gran audiencia en la asamblea.
La asamblea terminó cuando el presidente de la misma determinó escoger
una brigada que se encargaría de cazar los bridontes en los desaguaderos
Glia y otros cuentos escogidos
200
de la supercie para utilizar el cuero en la fabricación de las orejeras
y simultáneamente la integración de un equipo de perforadores que
estudiaría el lugar exacto para iniciar las excavaciones correspondientes.
II
Una brigada de monos-topos ascendía trabajosamente por una pendiente
abrupta en dirección a un claro por donde se ltraba la luz roja del exterior.
Iban provistos de una indumentaria de exploración inadecuada para
la exposición a las radiaciones de la membrana roja. Llevaban simples
overoles de trabajo como los que usan en las minas del manto.
Los monos-topos habían aprendido la experiencia de la supercie en
ese medio hostil de las profundidades y tenían a su haber una cultura
material de nivel intermedio que les permitía vivir con relativa holgura.
Construían sus residencias con un material ultrabásico que extraían en la
región granítica y se alimentaban de granos proteínicos que cultivaban
en las laderas de la capa basáltica. Además, poseían conocimientos de
medicina acupuntural y vestían con pieles de bridontes, animales que
cazaban en la subcorteza y cuya carme comían en las mejores ocasiones.
Uno de los brigadistas en llegar primero a la cumbre, a la altura de la
luz, fue un mono-topo corpulento, vestido con una piel plomo que
contrastaba con el brillo de los rayos intensos que provenían del exterior.
Armado de su pico de escalador alcanzó el borde y sintió entonces que el
ruido se perdía por completo y que se enfrentaba a un medio de densidad
gelatinosa.
―¡No oigo el ruido! ―gritó a sus inmediatos seguidores.
Antonio Mora Vélez
201
En efecto, fuera del ulular del viento, disimulado por el paisaje, nada
hacía pensar que en la supercie se sucedían profundas transformaciones
y que Zywia pasaba por un mal momento.
―¿Cómo te sientes? ―le preguntaron desde abajo.
―Estoy bien ―contestó―. Parece como si estuviera en una campana
neumática.
―¿Puedes respirar?
―Sí, pero es un aire más denso ¡y quema!
Los otros monos-topos que estaban cerca reiniciaron la marcha hacia
arriba. Cuando todos llegaron y desparramaron la vista por el entorno
y vieron la epidermis de Zywia cuarteada por una erosión que parecía
de muchos años y a los seres vivos en esa pose lamentable de guras
detenidas en el tiempo, quedaron paralizados también, pero del asombro.
―¡Están petricados! ―dijo el primero en llegar y señaló hacia una granja
en la que aparecían como si fueran piezas colocadas en una vitrina de
exposición, varios agricultores y animales en la última pose dinámica de
sus vidas, detenidos en el tiempo y en el espacio.
―¡Hay algo invisible que me quema! ―dijo otro palpándose los brazos.
Los demás repitieron la misma operación.
―¡Son rayos térmicos! ―dijo el primero, que era el jefe del grupo.
Instintivamente volvieron sobre sus pasos y se internaron en el túnel que
habían hecho para salir.
―Arriba el ruido disminuye, pero la radiación aumenta. No es posible
permanecer mucho tiempo a la exposición de esos rayos porque nos
ganamos un daño en la piel sin lugar a dudas. Haríamos bien en olvidarnos
de los humanos, aunque están ahora indefensos, paralizados, tal vez por
Glia y otros cuentos escogidos
202
algún rayo, pero defendidos por esa membrana roja gelatinosa que cubre
los cielos del planeta.
El mono-topo siguió hablando con su voz bronca, invitando a sus
congéneres a abandonar la idea de invadir la supercie y apoderarse
de todos los recursos alimenticios de los humanos aprovechando su
inmovilidad e inconciencia y diciendo que era mejor fortalecer las
defensas del socavón para enfrentar las posibles ltraciones de energía
radiante de la membrana.
―Hemos cometido una imprudencia con esa salida ―dijo―. Y podemos
pagarla caro si no nos protegemos adecuadamente.
III
El tiempo pasó raudo como el cruce mismo del planeta por la membrana
roja. Para los monos-topos fueron muchos años viviendo la experiencia
del ruido; para los hombres la misma escena detenida de varios minutos
y para el paisaje la misma desolación del rojo y esa extraña apariencia de
piedra pómez de todos los objetos.
Iban por un sendero casi al descampado, recibiendo plena la luz de ese
extraño sol omniceleste que les había convertido el día en una sinfonía de
brillo permanente.
―Es una luz residual que no deja huellas en la piel ―dijo Rick―. ¿Lo han
notado?
―Para lo más extraño es el carácter generalizado del fulgor,
prácticamente han desaparecido el día y la noche ―expresó Antuko.
Al llegar al socavón situado debajo de Lonjana y contemplar el arco de
entrada, Antuko, quien había estado allí una vez, sintió un estremecimiento
Antonio Mora Vélez
203
por todo el cuerpo, un raro presagio de que algo excepcional se avecinaba.
El arco parecía una puerta de una ciudad medieval amurallada. Entraron
y vieron entonces, en lugar del viejo camino de arcilla, una amplia
avenida de adoquines negros que culebreaba por innumerables salientes
y depresiones.
―¡Esta es otra ciudad! ―exclamó Antuko.
Los demás hicieron una ligera pausa para contemplar el paisaje.
―¡Los monos-topos han avanzado siglos! ―dijo Rick.
―En seis meses, porque esto no estaba así la vez pasada que estuve aquí
―dijo Antuko. El socavón de Lavanne parecía una ciudad subterránea
construida por el Hombre, en modo alguno la madriguera de arcilla que
él había conocido en su anterior viaje por esas profundidades.
Sorpresivamente un comando de vigilantes de monos-topos bien armados
les interrumpió la marcha.
―¿A dónde van? ―preguntó el comandante.
Antuko, sin creer en sus mismas palabras, contestó:
―Queremos hablar con Landa.
Los soldados monos-topos se miraron extrañados.
―¿Dice usted Landa? ―le interrogó el comandante.
―Sí, Landa ―insistió Antuko―. ¿No es acaso el gobernante de este
socavón?
―En primer lugar ―respondió el mono-topo― esto no es un socavón, es
una bien planicada ciudad con todos sus servicios. Y, en segundo lugar,
ignoro a qué Landa se reere usted. El primer secretario de gobierno de
este Distrito de llama Erodin, no Landa...
Glia y otros cuentos escogidos
204
Antuko exclamó para sus adentros: “¡Santo cielo!” y se llevó las manos
a la cara. Enseguida, retomando el control de la situación, le pidió al
comandante de la guardia que lo condujera ante el primer secretario. Este,
reluciente en su uniforme de piel de curonte, les abrió el paso para que
siguieran adelante.
Antuko no podía dar crédito a lo que veían sus ojos. El viejo socavón
estaba completamente cubierto de hermosas fachadas residenciales. Eran
un sin número de agujeros de todos los tamaños que se extendían hasta
el cielo de la caverna, todos ellos con adornos en relieve e iluminados
con unos lamentos circulares que titilaban y que le daban al poblado
la imagen de un fresco monumental. La autopista de baldosas negras
dividía en dos los hemisferios residenciales.
Frente a Erodín, quien los recibió en su palacio, Antuko explicó las razones
de su viaje. El jefe mono-topo le escuchó con atención, observándole
desde su silla real todos sus movimientos y gestos, que Antuko exageraba
poseído como estaba por el asombro.
―¿Dice usted que conoce a Landa? ―le interrogó el gobernante.
―Por supuesto que sí. Hace aproximadamente seis meses estuve aquí
discutiendo con él los términos de un tratado... aunque, la verdad, no
estoy seguro del tiempo, pero lo conozco, él mandaba aquí en este soca...
en esta ciudad cuando no estaba como ahora, cubierta de residencias
alumbradas.
El primer secretario se quedó pensativo, abrió un libro de registro y buscó
durante varios minutos en sus páginas.
―¡Aquí está! ―dijo―. Le señaló a Antuko la página y el dato que aparecía
en ella―. Landa gobernó a nuestro pueblo en la época del ruido, hace
doscientos años.
Antonio Mora Vélez
205
―¡Doscientos años! ―exclamó Antuko.
―Sí señor, doscientos años, y evidentemente aquí consta que él rmó un
tratado de no injerencia con un delegado humano de nombre Antuko,
pero eso hace dos siglos. ¿Cómo puede ser usted?
Capítulo Cuarto
Hemos entrado en un nuevo universo que es copia casi simétrica del
nuestro; las estrellas no se ven porque todas son negras, pero no como las
neutrónicas que atrapan la luz y no la dejan vagabundear por el cosmos,
sino del tipo de las imaginadas por Orz según las tesis de Bolman. El
espacio que cruzamos es tan poco denso que parece un recipiente de
la física clásica. Cada mil kilómetros descubrimos la presencia de una
partícula fugaz o de un isótopo en un ambiente de absoluta libertad y
esta, como si gozaran la ausencia del freno que se supone padecen en la
materia densa.
Lo que más impresiona es el brillo inusitado del cielo, completamente
difuso, compacto y homogéneo, que no deja lugar alguno para el recurso
del negro, que no permite se le divida o se le abra una grieta de sombras
por algún resquicio y que conserva la misma intensidad de luz en todos
sus planos.
Ahora todos somos seres acostumbrados al destino del brillo,
biológicamente adaptados a ese medio de luz continua, viajando por un
cosmos que no parece albergar sustancia alguna distinta de la nuestra y
cabalgando sobre un planeta que ha perdido la noción del rumbo y que se
debate entre la duda del sueño y la inquietante realidad del camino. Más
allá, cientos de millones de kilómetros hacia el nal aparente del trayecto,
unas ráfagas lacerantes que fragmentaban el tablero del rmamento,
Glia y otros cuentos escogidos
206
nos hicieron pensar en una señal de tránsito en ese océano inmenso de
energía luminosa diseminada. Y pensamos entonces en navegar hacia
ellas, tratando de encontrar la ruta perdida.
Una generación después, las ráfagas aparecían coquetas ante nuestros
ojos y nos invitaban a pasar, a romper una gigantesca membrana de luz
gen para pasar al siguiente compartimiento en el cual el reinado de la
monotonía anterior se vería reemplazado por un hermoso lme en el que
se nos mostraba la historia natural que conocimos en las escuelas, pero
en vivo, viéndola transcurrir en las imágenes del cielo a la manera de un
sencillo holograma dominical de aventuras.
La membrana se rompió tan suavemente que más parecía una pompa de
jabón que el enrejado de fuerzas magnéticas que en verdad era. Zywia
abandonó el imperio de la luz y se encontró de nuevo en la selva azabache
de esa otra región del gran universo que se viste de estrellas y que sin
embargo esconde sus rayos de luz durante el viaje hasta el momento
maravilloso del reejo. Entonces dedujimos que regresábamos a nuestra
morada, a nuestra zona cósmica, a nuestra galaxia, y nos emborrachamos
de júbilo no obstante el retorno del frío y pusimos a funcionar la nube
refractaria y la energía de nuevo signo, y todo volvió a ser como antes. Al
menos así lo creímos durante algún tiempo muy a pesar de las palabras
desconcertantes de los astrónomos, quienes insistían en la tesis del otro
universo, del universo alterno y entrópico que estaba a la espera de que
la gran computadora cósmica volviera a decir, como en el viejo cuento de
ciencia cción: ¡Hágase la luz!
II
Las ráfagas llenaron la bóveda celeste de guras y ante nosotros surgió
la silueta de una protonebulosa extrañamente diminuta y pudimos
Antonio Mora Vélez
207
contemplar el choque de las partículas de gas y polvo, los inicios del
torbellino generador y la fascinante diferenciación de las capas concéntricas
en lo que parecía ser la lmación del nacimiento de un sistema planetario.
Más adelante apareció, perfectamente acabado, un planeta tan
hermosamente azul como Zywia visto desde una estación orbital
anacrónica. El planeta descorrió el velo de nubes que cubría sus aguas y
su epidermis humeante y nos dejó ver en toda su plenitud el proceso de
formación de las primeras moléculas orgánicas. Por nuestra gran pantalla
deslaron, simulando una danza: el agua, el amoníaco, el formaldehído,
el ácido cianhídrico, y más adelante: los aminoácidos y los nucleótidos,
esas partecitas esenciales en la arquitectura de la vida, hasta llegar a la
aparición del Prometeo que le robó el fuego a los dioses: La Planta. Luego
presenciamos el parto de los primeros animales y Zywia se llenó de
plantas y el mar se pobló con los primeros vertebrados hasta llegar a los
cinocéfalos y la materia viva se puso en la ruta del pensamiento.
Nuestros sabios no salían de su asombro. Era la evolución de la
protohistoria en las imágenes fugaces de una pantalla celeste que parecía
jugar con el tiempo, como si alguien nos quisiera mostrar, con ese
despliegue de técnica cinerámica, el humilde origen de todas nuestras
pretensiones, y se propusiera hacernos saber que nuestro pensamiento es
apenas la captación momentánea de una realidad innita; que no es, por
consiguiente, capaz de abarcarlo todo.
El hombre apareció erguido en una llanura asolada. Su piel cubierta de
vellos y la cabeza inclinada hacia adelante le daban un aspecto animal,
pero ya era el hombre. Manejaba un madero con su mano derecha y
corría por la pradera tras un cervatillo herido que se había rezagado de
Glia y otros cuentos escogidos
208
la manada. El hombre alcanzó nalmente al animal con la ayuda de sus
compañeros y le partió el cráneo con el madero; la sangre manó rauda
por el surco de la Tierra y el gesto primitivo de la alegría inamó el rostro
de los demás cazadores. Después agarraría la presa por una de sus patas
y la llevaría a rastras hacia un recodo rocoso en donde tenía instalada la
solución del fuego.
La supercie del cielo continuaba proyectando las imágenes del planeta
distante. Zywia contemplaba en ellas su pasado y el hombre sus ancestros
y primeras aventuras, como si presenciáramos en verdad una proyección
holográca de nuestra historia transmitida por algún sistema material en
el cual las siliconas graban las imágenes de los cuerpos ubicados en el
universo oscuro y las reproducen cuando otro cuerpo celeste, abundante
en campos magnéticos, sintoniza la resonancia del cristal.
Un brillo fugaz anunció el cambio de escena. Apareció la sociedad
industrial con sus chimeneas contaminantes y el hombre tratando de
sobrevivir en medio de esa naturaleza degradada por él que se cobraba
la ofensa. Vimos el triunfo de la sociedad basada en los chips que eran
como células, y el surgimiento de la inteligencia articial; la explosión de
Ciudad Ladón, la primera nave que cursó el espacio alrededor de Zywia,
el desenganche del sol, los rostros de Ray Arión y de Erg Mol y nalmente
la entrada en esa membrana roja semejante a una tumba cósmica, que nos
apartó del rumbo. Un fresco hermoso de toda la historia humana gracias
a la cual pudimos repasar los triunfos y derrotas de Zywia desde los
tiempos en que sus pobladores adquirieron conciencia del poder de los
instrumentos. Faltaba apenas el paso al nuevo universo y nos quedamos a
la espera del centellear de las ráfagas de luz que nos anunciaba el lme de
la nueva era en esa fastuosa holografía que nos encantaba, pero no. Zywia
permanecía en el mismo lugar luminoso como si fuera una pelota de ping
Antonio Mora Vélez
209
pong inmóvil en medio de un espacio brillante que se curvaba hacia
adentro, y ese era, según los cosmólogos, un indicador de la suspensión
del tiempo.
Los cientícos se preguntaban una y mil veces: ¿Para qué ese recorrido
imaginario? ¿Qué querrían decirnos con eso? ¿Quiénes? Y siempre
las mismas respuestas: La lmadora cósmica de silicona, el hombre
multidimensional, Dios, el pensamiento puro, una advertencia para que
otras civilizaciones no cometan el mismo error de Zywia, el cosmos que
se cobra la afrenta y trata de restablecer la armonía perturbada, pero los
hombres de Zywia, esos eternos fabuladores y optimistas de siempre,
seguíamos jugando en los campos y en las playas los días de descanso,
haciendo el amor en las horas del sueño, girando en ese torbellino de
realizaciones que es la vida, sin pensar en el n; seguros de que tarde o
temprano, en esta o en las futuras generaciones, el planeta volvería a su
ritmo habitual y el sino de la destrucción jamás pendería sobre nuestras
cabezas como ahora.
Epílogo
Un joven sabio de nombre Ever Evans, quien parecía ser la síntesis de
la sabiduría de Ray Arión con la audacia de Antuko Ul, se decidió a
estudiar, siglos después, los llamados libros premonitorios de la segunda
civilización, encontrados en la caja negra de la gran pirámide de Altair.
En ellos se vaticinaba, en forma de mensajes literarios, el futuro de los
pueblos. Sus autores, entonces llamados escritores de ciencia cción, no
parecían pensar con la lógica de sus contemporáneos y poseían un raro
sentido de la percepción del tiempo que los colocaba más hacia el futuro
que sus demás congéneres. Ever supuso que algo de lo que ocurría a Zywia
y que ni siquiera el holograma del Gran Arquitecto del Universo les había
Glia y otros cuentos escogidos
210
revelado, había sido planteado por uno de esos autores, y se dispuso a
buscar en los laberintos del cerebro padre de todas las computadoras
pensantes, en dónde estaban grabados los citados libros.
Al poco rato de búsqueda encontró la novela El cuarto nivel y se enteró
de que en ella se cuenta la historia de un planeta llamado Zywia cuando
intentó alcanzar de un gran salto por el universo otra estrella para evadir
el fuego abrasador de la suya original. Su asombro no pudo ser mayor.
Se puso de pie y se dirigió hacia la sala de proyecciones. En ella pulsó el
código correspondiente y enseguida la computadora le montó el lme y
dio inicio a la función solicitada.
―Zywia viajaba por el espacio cósmico en dirección al sistema doble de
Guenopillán, como si fuera una nave monumental de metal, roca y agua
con cien mil millones de seres humanos encima... ―escuchó de una voz
grave, al tiempo que contemplaba la mole azul balanceándose en una
línea de navegación hiperbólica.
―¡Es la misma historia! ―exclamó, alterado. Tomó aire para sosegarse y
dijo para sí―: Lo importante es el nal. Pondré esa parte del libro para
saber qué ocurrió―. Así lo hizo. La computadora obedeció sus órdenes
y aceleró las imágenes hasta el nal del libro. Entonces se extasió con
el cielo brillante de la pantalla y escuchó la descripción del mismo en
estos términos: Lo que más impresiona es el brillo inusitado del cielo,
completamente difuso, compacto y homogéneo, que no deja lugar alguno
para el recurso del negro...
―¡Es como el fulgor de ahora! ―dijo―. Pero ¿ y el nal?... ¿Es ese el nal?
Ever esperó en vano que este apareciera. Parecía que el libro acababa
cuando Zywia llegaba a ese universo en el que los soles no eran amarillos,
Antonio Mora Vélez
211
ni azules ni rojos, sino perfectos soles negros que a esa temperatura
radiaban energía como cualquier radiador ideal.
De repente surgieron en la pantalla un par de imágenes borrosas que se
superponían una a otra, como si el autor hubiera dudado en escoger una
u otra para el desenlace de la obra. Es extraño, murmuró. Y observó la
primera que mostraba un planeta calcinado que seguía existiendo como
recuerdo de carbón en polvo en la memoria de un ser ideal como el del
Kybalión. La segunda mostraba el mismo planeta, pero en otro universo
compuesto de materia sublimada que uía sin cesar y que no toleraba el
reposo diferenciador de los cuerpos.
―¿Qué somos por Dios? ―se preguntó― ¿Espectros? ¿Simples corrientes
de pensamiento? ¿Espíritus moradores de la octava esfera?
La voz del computador le proporcionó la respuesta.
―¡Somos, el hombre! ―le respondió.
Ever comprendió, entonces, que era igual: espectro, energía sublimada,
espíritu o alma liberada, el hombre seguía existiendo en su verdad:
el pensamiento. Y que Zywia podía continuar navegando hacia el
Guenopillán de sus sueños, olvidando el pasado natural que dejó en el
universo de átomos y estrellas que lo vio nacer y encarando el futuro de
la vida en otro universo que estaba a punto de cambiarle la dirección a la
echa del tiempo.
1982
La conquista de Terón
T
rabajaba en compañía de Ubina en la Unidad escolar Russell, la que fue
construida en el área de la antigua ciudad de Olmu, y por esa época
nos tocó vivir le hermosa aventura del niño de los cabellos dorados. Había
terminado el aprendizaje de cincuenta años de historia de la losofía, siglo
XXI, y ―en plan de descanso, mientras reponía las energías gastadas― había
solicitado al Consejo Planetario de Educación me enviaran a esa unidad en
calidad de profesor de Procedimientos Lógicos. De esa forma ―pensaba―
me entretendría con los niños, lo que en cierto modo signicaba para mí un
descanso mental, cumpliría con mi turno educativo del año, y me preparaba
para los siete meses que aún me faltaban. Ni asomo de imaginar que el
jovencito pecoso, de facciones duras, de ojos negros y penetrantes, rubio y
alto como las espigas del trigo americano, que se me acercó la primera tarde
de vacaciones para preguntarme por la esencia del amor, sería días después
el niño más famoso del Sistema.
Terón ―que así se llamaba― era un escolar del primer ciclo y al parecer,
un niño como todos los demás. Cursaba el sexto grado. Y siempre tenía
un mundo de cosas en los bolsillos y una expresión lista, mezcla de
ternura y picardía, para disimular sus travesuras. Tenía un inmenso lunar
rosado en la mano izquierda, casi en el mismo sitio que lo tenía mi padre,
y un universo de puntos rojos en la cara. Era fuerte. Tanto que su cuerpo
nos hacía recordar al pequeño gladiador de bronce que conocimos en el
Museo de Alcabar, en la pasada jornada antropológica.
Glia y otros cuentos escogidos
214
Debo decirle que jamás sobresalió en tecnologías ni en razonamientos.
Era un niño común y corriente en estas disciplinas. En cambio, durante las
tardes de alpinismo mostraba todo lo que era capaz de hacer, alcanzando
el primer lugar en la empinada cumbre de la Sierra Amarilla. No obstante,
llegó a ser el niño más conocido en todo el Sistema, y no solo el más
conocido sino el más espiritual, el más humano de todos.
Comencemos por el día en que me preguntó, con una sonrisa algo pícara,
qué era el amor. Ese día todo el sistema conmemoraba la fecha en que los
hombres del siglo XXII habían sepultado el pasado de luchas nacionales,
de miseria, de ignorancia, de esperanzas frustradas. Todos los complejos
residenciales del planeta realizaban el intercambio de amistades y objetos
de valor más de uso que de ostentación. Precisamente había invitado a
la mujer que ahora es mi esposa y le había obsequiado un integrador
de reciente elaboración fabril que tenía la función de regenerar células
animales dañadas por la acción de los objetos “cot”.
Terón escapó ese día de su esfera dormitorio. Superando las dicultades
del clima y de transporte logró caminar los diez kilómetros que separaban
el complejo residencial estudiantil, del complejo docente en el cual nos
encontrábamos, mi novia y yo. El camino era difícil y ese día justamente,
con excepción de las centrales cibernéticas, nadie trabajaba. Porque era
el día del amor y los hombres del planeta nos entregábamos a vivir las
emociones de la vida íntima con la mujer elegida. Cada mes había un día
del amor. Y durante ese día los niños de los dos primeros ciclos gozaban
de un merecido reposo campestre. Terón, como es lógico suponer, sabía
de la existencia de ese día que celebrábamos los adultos.
Antonio Mora Vélez
215
Me preparaba para salir en mi vit a contemplar un rato el espectáculo de
las luciérnagas azules que venían del sur por esta época del año, cuando
hizo su aparición en la pasarela de platil que daba entrada a mi casa.
―¿Qué es el amor? ―me preguntó una vez la abrí la triangular lámina de
cristal reforzado, casi sin esperar mi invitación a entrar.
―¿Cómo llegaste hasta aquí? ―le pregunté.
―Encontré un “ovositor” libre… pero no ha contestado usted mi pregunta
―dijo, escrutándome con la mirada.
En ese preciso instante bajaba Ubina de su esfera, vistiendo todavía el
histórico “baby doll” de la edad atómica. Aproveché para repetirle la
pregunta de Terón.
―Quiere saber, lo que es el amor ―le dije.
―¡Está bien! ―me respondió Ubina―. ¿Cómo te llamas? ―interrogó a
Terón.
Este la observó jamente antes de responderle.
―Me llamo Terón y quiero saber por qué los adultos tienen días para el
amor y nosotros no.
―Muy elemental ―le respondió sonriente―. Porque ustedes no tienen
edad para celebrarlo.
―Pero nos enseñan anatomía, siología y embriología y queda uno
pendiente de saber el resto. Y cada vez que le preguntamos al profesor
nos dice que debemos esperar el siguiente ciclo del programa…
Ubina me miró toda impresionada. Era la primera vez que un niño de
ocho años se interesaba por conocer las implicaciones sentimentales del
apareamiento sexual. Tuve que recordarle entonces a mi compañera los
Glia y otros cuentos escogidos
216
principios de pedagogía funcional y pedirle que le hablara con sencillez y
claridad al chico. Lo cual hizo por espacio de media hora.
―¡Entonces nosotros somos hijos del amor! ―dijo después de la
disertación, con aire de pequeña displicencia―. Y yo que pensaba que el
ser humano estaba completamente mecanizado.
―Todavía conservamos nuestra vida afectiva ―le dije―, solo que no
podemos gozarla a plenitud por las responsabilidades que debemos
cumplir en la sociedad.
Terón se quedó un rato pensativo. Nos miró de arriba a abajo en nuestra
semi desnudez, y con aire de fastidio, se despidió gritándonos: ¡No
me gustaría ser hijo de ustedes! Dio un portazo que hizo estremecer la
columna cilíndrica de suspensión, y se marchó.
El tercer día anual del amor transcurría como todos los anteriores, inmerso
en los recuerdos lmados de las ceremonias nupciales del pasado, lleno
de sueños y proyectos más o menos realizables, todo complementado
con vinos y frutas del excitante trópico y alimentado con la esperanza de
volverlo a vivir dentro de veintinueve días.
A la mañana siguiente, muy temprano, en el bloque de los laboratorios,
Terón me aguardaba. Por allí debía pasar obligatoriamente rumbo a mi
ocina. Cuando me vio llegar, dio un salto, y, sin que mediara saludo
alguno, me preguntó decidido:
―¿Dónde puedo conseguir lmes que se reeran a la historia del amor?
―En la lmoteca del bloque sur ―le respondí.
―Gracias ―me respondió secamente, y haciendo media vuelta a la
manera de los militares de la prehistoria, se marchó dándole de puntapiés
a una pequeña lata vacía que encontró sobre el andén rodante.
Antonio Mora Vélez
217
Algunos días después de esa mañana, ocurrió el hermoso acontecimiento
de que les hablé al comienzo. Supimos inicialmente que había citado una
concentración de niños de seis a nueve años en la plaza de la Libertad.
Al principio no le dimos mayor importancia y creo que los directores
de la Unidad tampoco, pero cuando nos enteramos que no se trataba
solamente de los escolares de nuestra Unidad sino de la totalidad de los
estudiantes del primer ciclo de toda la ciudad, comprendimos que algo
mayúsculo se avecinaba y puesto que no había modo de evitar la protesta
infantil, optamos por escucharla desde los balcones del edicio de la
Administración local. La sociedad ―no sobra decirlo― recibió el empeño
de Terón con la serenidad propia del hombre nuevo, con la convicción
plena de que los nuevos mecanismos de relación permitirían la solución
del problema.
La espaciosa plaza de la Libertad, así llamada en memoria de la tantas
veces ultrajada mujer de los siglos tenebrosos, estaba cubierta totalmente
de pequeñas cabecitas de cabellos desordenados. Guardaban el más
absoluto silencio. Y ni falta que hacían las palabras porque las electro-
pancartas se encargaban de suministrar las consignas. Los niños se
limitaban a levantar sus puños en señal de aprobación. Era impresionante
la escena, sin duda.
En esos momentos sentimos que el aire se nos volvía brillante, como si la
humedad opaca del invierno iniciara su peregrinaje hacia la muerte para
que la alegría de la primavera reinara nuevamente. La espera duró pocos
minutos. Y cuando ya todos los canales de TV estuvieron listos, apareció
Terón. Serio, altivo, con movimientos decididos y un aire de seguridad en
su rostro. Lentamente subió las escalinatas que daban acceso a la tribuna,
y cuando estuvo frente a las cámaras y micrófonos, casi sin esperar el
silencio de las miles de gargantas que lo vitoreaban, dijo:
Glia y otros cuentos escogidos
218
―¿Por qué han de tener los adultos un día del amor? ¿Un día
precisamente? ¿No nos han enseñado que el amor es la razón de ser
de la vida y la justicación de todas las mañanas? ¿Y por qué debemos
contentarnos nosotros con vacaciones esos días del amor de ustedes, si
también sabemos amar?
Y habló por varios minutos hasta que un aplauso atronador confeccionó
la pausa que buscaba para dirigir su mirada hacia nosotros.
―Si ustedes se oponen al derecho que tenemos de sentir el calor humano
de nuestros padres, habrá que calicarlos de egoístas y concluir de paso
que este sentimiento del pasado aún persiste entre nosotros. ¡Queremos
pasar las vacaciones con nuestros padres naturales! No nos sentimos a
gusto con las maestras viudas o solteronas de los campos de recreación.
¿Acaso es mucho pedir? La tarde platinada se durmió con el arrullo de
las palabras de Terón. En el horizonte de la interminable alameda, una
bandada de golondrinas levantaba vuelo como si con ello se dispusiera
a llevar el mensaje a todas partes, repartirlo por todas las ramas y
alambradas, como si entendieran su misión de mensajeras del futuro.
Hacia la media hora después de la ordenada concentración, los
representantes del Gran Consejo de la Unidad se reunieron para estudiar
las propuestas de Terón. La sala ovoidal de paredes cristalinas de color
azul resplandecía con mayor intensidad. En la mesa circular, sentados,
estaban cinco hombres; en la capacidad y buen juicio de todos ellos
conaba nuestro conglomerado la solución de todos sus problemas.
―¡Los niños tienen la razón! ―dijo Smalest, presidente del Consejo―.
No creo que una revisión de los principios del actual código social
ocasiones mayor traumatismo. Además, creo que el renacimiento de la
vida conyugal permanente ya es posible.
Antonio Mora Vélez
219
―Se cumple la vieja tesis dialéctica de la negación ―armó Voronin―.
Podemos darle cabida legal de nuevo a la vida en pareja, pero sobre una
nueva base: la completa libertad de residencia, de trabajo y de aciones
entre los contrayentes.
―Pero con la condición de brindarle a los hijos dos o tres días al mes, los
que antes dedicábamos al amor y a la amistad― aclaró Nanety.
―Muy cierto ―respondió Kioto―. Pero, ¿qué hacer con la dicultad
actual de no poder determinar los padres de los millones de niños de la
ciudad?
―Habrá que asignarlos proporcionalmente a cada pareja de recién
casados ―propuso nalmente Perrier.
La sesión duró poco más de una hora. Casi que no hubo después
objeciones a las decisiones del Consejo. La fase nal de la reorganización
del calendario, después de la inmediata modicación del Código Social,
fu la orden dada al Consejo de organización infantil de distribuir los
niños en edad escolar entre todos los matrimonios adultos de la ciudad.
Tarea que se cumplió en pocos días gracias a la exactitud y velocidad de
los ordenadores y a la ecacia de los modernos medios de comunicación.
A mí me asignaron a Terón y a dos niñas más de dos y nueve años
respectivamente. Corolario de lo anterior fue mi matrimonio con Ubina
y la convencional mudada de ella para mi apartamento durante los días
de clase teórica. Entonces pensé que la sociedad recobraba su equilibrio,
que la inconformidad infantil había quedado satisfecha y que en adelante
podría pensar con tranquilidad en mi futuro con Ubina.
Pero Terón alimentaba razonamientos diferentes. Lo supe días después,
una noche en la que tuvimos necesidad de quedarnos en la casa subacuática
de Ubina, debido a un fuerte temporal de deshielo que azotaba la región.
Glia y otros cuentos escogidos
220
En momento en que leía la hermosa novela que trata del amor entre un
humano y una androide y sobre la terquedad conservadora de la sociedad
que no lo permitía, Terón entró en mi cabina de estudio, con la misma
cara de inconformidad que le observara el día que me preguntó por la
naturaleza del amor, y como de costumbre con las manos en los bolsillos
de su chaleco termorregulador. Casi sin esperar que le dijese algo, armó
enfático.
―¡Algo no está bien en esa repartición!
―Todo está bien, Terón ―le contesté ―. Y ya es tarde, mejor vete a dormir
a tu cabina.
―¡No, no está bien! Le verdades que se hizo con criterio aritmético que
no me satisface.
―¿No te satisface? Entonces ¿Por qué no lo dijiste el día del pacto?
―Porque no sabía que ya es posible establecer la paternidad con el método
radio-nucleico de Felter.
Lo dijo tan violentamente al despedirse que me dejó, por supuesto, con la
inquietud del mañana que imaginaba revuelto por la acción de Terón, y
pensando también en el lío de las reclasicaciones, pero sobre todo en el
desconsuelo de Ubina que ya le tenía cariño, somo si de verdad fuera hijo
suyo, y en la triste idea de tener que vivir sin él por el resto de sus años
infantiles.
La cabina de cristalium amaneció sin Terón. No sé cómo lo hizo, pero lo
cierto fue que logró ascender a la supercie y escapar, para deambular
por días de unidad en unidad por toda la ciudad, agitando la nueva idea
que tenía en mente. Los hechos no se hicieron esperar, y tal como ocurrió
Antonio Mora Vélez
221
la vez pasada, los niños obtuvieron la aprobación del Gran Consejo de
Olmu.
Una mañana cálida de la entrante primavera, apareció Terón. Nos encontró
recostados en el césped natural, debajo de mi casa otante, jugueteando
como dos chiquillos. Ubina fue la primera en verlo. Corrió a su encuentro,
lo tomó entre sus brazos, lo besó y hasta hizo el esfuerzo de cargarlo por
segundos. Yo los observaba plenamente satisfecho. Al dirigir la mirada
hacia mí, sonrió. Era la primera vez que lo hacía. Despidió a Ubina con un
beso y se dirigió hacia donde yo estaba. Cuando estuvo frente a mí, metió
su mano derecha en el bolsillo de su bermuda y sacó una tarjeta dacronada
que nos entregó gozoso. Esperó que me enterara de su contenido, al lado
de Ubina. Tomé la tarjeta, nerviosamente, y pude leer en voz alta: “ZC-105
hace constar que Terón es hijo de Ander y Ubina. Se omiten los detalles
del análisis físico nucleico por considerarlos innecesarios”.
Después creo que se me salieron las lágrimas, no lo recuerdo bien. Solo
sé que Terón se metió entre mis brazos y que me prometió, con la misma
sonrisa de picardía que acostumbraba para estos casos, no acaudillar más
campañas sociales para poder dedicarse por completo a sus estudios.
Enseguida se marchó erguido, con una bolsa plástica llena de probetas y
tubos de ensayos, sin darle puntapiés a nada. Hasta perderse en su cabina,
que nos pareció entonces una burbuja de cristal llena de esperanzas.
―Dentro de tres meses ingresaré al segundo ciclo ―nos dijo―. Ya va
siendo tiempo de ponerle orden a todas mis cosas.
Ubina, entrañablemente recostada en mi hombro y sin dejar de mirarlo un
solo instante, me dijo emocionada: “Ya casi es un adulto”.
1971
Glitza y otros cuentos escogidos
Mayo de 2020
Sincelejo, Sucre, Colombia